segunda-feira, 18 de junho de 2018

Claudio Ferrufino-Coqueugniot: “Bolivia es el país latinoamericano más afecto a la alegría, a la fiesta”

La editorial Limbo Errante publica la novela Muerta ciudad viva, prodigioso artefacto literario-festivo del autor boliviano, residente en Estados Unidos, Claudio Ferrufino-Coqueugniot.



Por Emilio Losada

La idiosincrasia de Claudio Ferrufino-Coqueugniot presenta evidentes paralelismos con la de ciertos autores que un buen día decidieron darle la espalda a la llamada vida literaria para concentrarse exclusivamente en la integridad de su escritura. Al igual que sus predecesores en la batalla, el cochabambino -aunque solo de nacimiento- es subversivo, osado hasta el paroxismo y muy ofensivo en ocasiones (no se traga una palabra aunque preconciba que activará la indignación del sectario de turno con o sin mano).
Asimismo, mantiene una relación complicada, cuando no imposible, con su país de origen. Tal fue el caso del maestro Juan Goytisolo con la «madrastra inmunda» España, el del enorme Jean Genet con Francia en particular y con el mundo en general o el de Henry Miller -con quien Claudio ha sido comparado en no pocas ocasiones-, Allen Ginsberg, William Burroughs y tantos y tantos otros de los Estados Unidos.
En el reino de los escritores adscritos al más rancio establishment, en la era de la autocontención, del eufemismo cobarde, de la nerviosa defensiva, del zigzagueo y del circunloquio formal y de fondo, la prosa virtuosa y absolutamente carente de concesiones de Muerta ciudad viva aterriza en un país tan puritano y pusilánime como la España de los últimos tiempos acaso para recordarnos que todas estas cosas también se clamaban sin problemas por aquí.
En esta breve empero intensa entrevista conversamos sobre la actualidad literaria, el desencanto político y social de ayer y de hoy, sobre vicios y urgencias pero, sobre todo, de la vida. Porque, en definitiva, la literatura precisa y mordaz de este autor de hablar pausado y pluma acelerada está plagada de esto mismo: de pura, cruda y puñetera vida.
Si el lector español de tu novela indaga un poco en la historia moderna de Bolivia se percatará de un curioso paralelismo entre aquel país y la España de los primeros años 80, la época en la que se desarrolla la trama. El 10 de octubre de 1982 Hernán Siles Suazo llega al poder en Bolivia. El momento es ilusionante, triunfa la izquierda tras la debacle de la junta militar. Poco más de dos semanas después Felipe González obtiene una aplastante victoria en las generales españolas, acontecimiento que para muchos supone el final de la llamada Transición. Pero ambos mandatarios pronto defraudan. Las consecuencias derivadas de tamaño desencanto son muy similares. Cierta juventud boliviana no supera su frustración y, sumida en el nihilismo más absoluto, cae en el alcoholismo, la violencia y el sexo superfluo. En el caso español, a todo esto hay que añadirle el auge de la heroína, una verdadera plaga que arrasó con toda una generación a lo largo y ancho del país. Tú naciste 1960. Tenías entonces una edad comprometida. ¿Qué tal llevaste personalmente aquel periplo a estos respectos? ¿Atravesaste tu wild side particular? 
Mira, desde que tuve puto uso de razón solo recuerdo militares en mi vida, en las calles, en los bares alardeando. El 67, cuando murió Che, pegué con cuidado una foto del general Barrientos sobre un azulejo negro, solo para romperlo. Mis padres hablaban de la guerrilla, conocían gente asociada con algunos del monte. Mi padre, que trabajó con el Cuerpo de Paz de los gringos, conoció a todos los milicos que se hicieron presidentes después: Barrientos, Ovando, Torres, Bánzer. Andaban, decía Joaquín, con trajes usados del ejército norteamericano que les habían regalado. La CIA trabajó para levantar el orgullo militar humillado en la revolución del 52. Después vino Siles, y fue orgía con desconfianza. Breve verano: aquello fue un desastre. Y siguió la robadera, con la mano izquierda. No había de dónde asirse. El país y la vida se convirtieron en mierda. Nos arrastraron. Explotar en el vicio, en el hedonismo extremo, la crueldad y la simple violencia tenía que ser el resultado para gente rebelde como era yo y amigos entonces.

Se alude poco a las drogas en la novela. Es algo que me ha llamado la atención. Se señala que el cantante de un grupo que ameniza una fiesta está encocado, poco más. La tropa que devora la noche cochabambina en Muerta ciudad viva le da a base de bien a la chicha, el popular fermentado de maíz, y solo cuando es posible consume vino, cerveza o whisky. Como estimulante para no caer redondos simplemente comen algo. Si unos tipos con similares apetencias a los de tu novela tuvieran la suya y esta estuviera localizada en cualquier ciudad de aquella España de principios de los 80, sería inconcebible que uno pasara un par de páginas sin que aparecieran alusiones a las sustancias ilegales. Tantas veces como aparece la chicha en tu texto. Ya digo, y disculpa mi ignorancia, que me extraña el nulo protagonismo que en esta historia tienen drogas como la marihuana o la cocaína, que en nuestro imaginario tanto circulan por Latinoamérica. ¿He de suponer que no fue así en el caso de la Bolivia de la época? 
No había llegado el auge de la coca como vino después, o como impera hoy en que el gobierno es un cártel más. Existía, de muy antiguo, el acullico, pijcheo, masticado de coca. En las circunstancias económicas de la mayoría de la población, en los espacios de clase que se retratan allí, drogas que costaban su precio tenían que ser inconcebibles. El lumpen no las consume. Chicha, y sexo roto; barro y orina. Ningún aditivo intelectual que siquiera diera visos de bohemia comprometida. Desenfreno con mucho de muerte y cero esperanza. Como se había vivido entre los de abajo desde los 1500. Sojuzgados, rebeldes y tristes. Paralelamente existía algo similar entre la fauna universitaria. Allí con la chicha se entremezclaba a Marx y a Sergio Almaraz. No nosotros que optamos por un vía crucis impensado, jamás reflexionado, llorado y bailado. «Clavelito, clavelito, me he de ir por el camino más triste, ya no he de volver, me he de ir, ya no he de volver, en la puerta de tu casa ya no me has de ver», dice un bailecito. El mestizaje en su mejor expresión, la dualidad que exprime y mata. Se gime pero se ríe. En esa letra está mi novela. Sin que fuera mi intención, para nada, ahora están estudiándola sociólogos, usándola como texto en cursos universitarios.

Sobre la violencia gratuita escribes en el primer capítulo: «[…] Bolivia se construyó a palos. Todos golpeando, una generación a otra, blancos a mestizos, mestizos a indios, indios a mujeres, mujeres a niños, niños a perros y perros a gatos, en una escalada que descendía hasta el fondo de la violencia y que incapacitaba a la población y al país a avanzar». Y, con tu permiso, añadiré otra cita sacada de un mail que en una ocasión me enviaste: «Pero, a escondidas, [Bolivia] es la tierra de la violencia extrema, solapada, cobarde, el paraíso del linchamiento como de la lambisconería». En España desconocemos por completo la realidad boliviana. Sabemos poco más que el nombre del presidente…, y tan solo por la cantidad de años que lleva en el poder. ¿La violencia boliviana presenta alguna particularidad especial a la ejercida en otros países latinoamericanos? 
Muy similar entre todas, cada una con su peculiar y terrible característica. Bolivia, más cerca del Perú, donde estalló con Sendero Luminoso en su peor faceta. Detrás de una teorización revolucionaria, justa o no, como fuere, se percibe la violencia que en menor grado está en las páginas de mi libro, la del apaleado que al fin reacciona. Podrías decir que siempre ha sido así en el mundo entero, con los sans culottes franceses, y sí, muy similar. Poder y dinero asociados al abuso traerán una misma consecuencia. Si añadimos a eso la raza, que ha sido punto vital en el discurso reivindicador de Evo Morales, pues bomba de tiempo. Pueblo indio, Bolivia, donde España nunca ganó, pero dejó una secuela dramática que tardará generaciones en desaparecer, no pronto. Drama que incluso se hace personal. Sin contar mis apellidos, puedo ver que mis brazos son nativos, indios, y mis piernas europeas. ¿Cuál soy, el que me hace marchar o el otro? Difícil. Ponle unas gotas de trago, la desazón de no haber trabajo, la lucha consuetudinaria por sobrevivir y listo. Paradójicamente, Bolivia es, en mi opinión, el país latinoamericano más afecto a la alegría, a la fiesta. Claro que el baile puede, y suele, convertirse en responso.

Leemos hacia el final de la novela: «Si a simple vista lo que había eran sexo y alcohol, alcohol y sexo. Lo artístico, los libros, escribir, que alguna vez fue el pretexto para las inmersiones en el bajo mundo habían perdido asidero. La nube de tormenta arrasó con inclinaciones y proyectos». Las pinceladas autobiográficas no están ausentes ni en tus artículos ni en novelas como El exilio voluntario. El protagonista de Muerta ciudad viva (evito denominarlo antihéroe por lo manido del término, aunque lo es y, nunca mejor dicho, de libro) desea prodigarse como literato, y para inspirarse se sumerge en una vorágine de sexo, violencia y alcohol. ¿Crees, al igual que los simbolistas franceses o los beatniks, que es necesaria la máxima implicación física aparte de la emocional, al menos durante una época, para serle absolutamente fiel a un tipo de literatura que incurre los límites del aguante humano? 
Creo, y en eso me asocio a la literatura norteamericana en la experiencia como punto de partida, con o sin la idea de plasmarla en algún aspecto artístico. Bolivia se podría entender desde un punto de vista superficial, escribir novelas de desarrollo adolescente dentro de la clase media o la seudoaristocracia, en la ficción narco, como la de la mafia italiana en los Estados Unidos, de supuesta clase y distinción. Pero Bolivia, por lo dicho antes, guarda su riqueza en lo popular, increíblemente diverso y colorido, con los amarillos del carnaval y el rojo de la sangre, algo que tomaron mucho las novelas tradicionalistas y/o sociales retratando -de afuera- la desdicha del otro. Muerta ciudad viva jamás aspiró a ser una obra de denuncia social. Es una novela de amor trágico, inmersa en la tragedia mayor del entorno ambiguo y desquiciado de un mundo alterado por la historia. Lírica desesperada también, y sin embargo muy arraigada en la tierra.

Tus libros, a excepción quizá de El exilio voluntario, son prácticamente imposibles de conseguir en España, pese a los premios y reconocimientos que has tenido en Latinoamérica. ¿Intentaste en el pasado contactar con alguna editorial española? A mí, por los nombres que pueblan su catálogo, se me viene a la cabeza, evidentemente, Anagrama, por no hablar de Seix Barral. ¿Hemos de reprocharle a editores como Jorge Herralde haberte dejado escapar? 
(Risas). El asunto editorial es un negocio, y para triunfar hay que moverse en el mercado. Para eso se necesita dinero, contactos, y, sobre todo, interés. Nunca lo he tenido, nunca he buscado que me publiquen, ni enviado originales a nadie. A algunos concursos, sí, por si acaso. Tuve suerte. Me parece que la desesperanza del autor boliviano de quedarse anónimo es brutal, real e injusta. Por ello me desvelo, en mi blog, de publicar a tanto autor joven. ¿Cuál puede ser la cuota que las editoriales internacionales podrían dar a la literatura boliviana? Casi ninguna. Es un juego atroz donde los negociantes se conforman con uno o dos nombres que bastan y sobran. ¿Y crees que van a gastar tiempo y dinero en investigar sobre qué se escribe en Bolivia? Por supuesto que no. Toman lo cercano a ellos, lo que forma parte de su ritual gregario, y listo. Lo hacen con cada país pequeño, le inventan un profeta e imaginan que son justos y sabios. Y etiquetan: Literatura Boliviana. Mentira.

Presupongo pues que es Limbo Errante la que contacta contigo. 
Hemos estado en contacto virtual con bastante frecuencia. Apostaron por algo que posiblemente no les traiga rédito alguno. Quedan hidalgos.

Estuviste en España en los 80. ¿En qué ciudades? ¿Qué experiencias destacas de aquella visita? 
Viajé desde París con los anarquistas castellonenses de la FAI que visitaban Francia por la Internacional Anarquista del 86. La auspiciaban 4 federaciones: la francesa, la italiana, la española y la búlgara en el exilio. Conocí gente preciosa allí y entonces. Me invitaron a visitar Italia, Irlanda, Gran Bretaña, Holanda, pero no acepté porque no representaba yo a nadie. Era un individuo a quien el azar de la bonhomía de anarquistas chilenos mantenía en la capital francesa. Ni siquiera asistí a la fiesta de despedida de la Internacional. Estaba Leo Ferré, entre otros. Preferí caminar por las vías del tren en Menilmontant, sin un franco para comprarme un trozo de gruyere y un pan que eran mi dieta diaria. Estuve en Castellón de la Plana, Valencia y Madrid, siempre con los ácratas. Con un viejo de la Columna de Hierro y punks de los Países Bajos. En Madrid me hablaron de las dos CNT y me cansé. Cuando entré, por Figueras, la policía me llevó aparte: «¿Qué haces con estos?» «¿Dónde está la coca?». La España que vi, pucha que la recuerdo bien.

Hablemos de tu faceta como cronista/articulista. En tus colaboraciones en prensa compartes tus fobias y desdenes para con los unos y los otros, sin preocuparte ni por la filiación de los poderosos a los que atacas ni por la enfermiza mentalidad de sus acólitos. ¿Alguno de tus escritos políticos ha llegado a ocasionarte problemas serios de tipo legal o de índole parecida? 
Sí. Miguel Sánchez-Ostiz contó que alguien «arriba» le sugirió que me cuidara, que querían juzgarme por sedición. Un viceministro y una ministro lo afirmaron. Supe que Álvaro García Linera, el vicepresidente, estaba histérico. Yo, por televisión, reté al ministro tal a un debate público sobre racismo y herencia india. Mucha gente me dejó de hablar, me cortaron el saludo. La prensa se dividió entre los que me denigraban y los que me defendían al menos un poco. Me expulsaron de casi todos los diarios importantes del país. Resulta cómico que muchos de aquellos que volcaron la cara para no mirarme hoy despotrican contra Evo Morales. Tiempo de lucro, digo yo, cuando el ocaso asoma. A pesar de todo, antes del conflicto ya descarado, gané el premio nacional de novela y fui a La Paz a recibirlo en dependencias de gobierno. Con un discurso –leído- crítico. Desde entonces, desde que lo gané, se ha prohibido a los bolivianos en el extranjero de participar en la convocatoria. No pudieron quitármelo, aunque quisieron, y decidieron vetarme «para siempre» poniendo en la bolsa a otros autores afuera que no tenían nada que ver.

Hablemos de tus inicios. Se conoce que empezaste escribiendo poesía y luego te pasaste al relato corto. ¿Cuándo empiezas a sentir la llamada de la literatura, a pensarte escritor? ¿Y cuándo la mera afición pasa a convertirse en algo vital? 
Siempre digo que escribo cuando puedo. Nunca he cobrado un céntimo por ningún texto. Mis únicas ganancias fueron de los premios literarios. Lo hago porque lo necesito, pero no siempre dispongo de espacio para hacerlo. No soy un escritor profesional pero tampoco uno eventual. Si no escribo, pienso y anoto para más tarde. Disfruto de escribir. El motivo está en el placer de hacerlo.

¿Qué autores influyeron en aquel Claudio incipiente escritor? 
Muchísimos. Soy un pésimo cuentista, siendo que mis dos maestros eran amos del género: Marcel Schwob e Isaak Babel. Luego la lista es inmensa. No solo en literatura sino en ensayo, biografía, libros de viajes…

La música rock en tu literatura está más que presente. Muerta ciudad viva no es una excepción. Sorprendido, caigo en la cuenta de que no conozco un solo grupo de rock boliviano, ni bueno ni regular ni malo. ¿Se ha cocido o se cuece algo en este sentido en Bolivia, o allá solo existe el folclor étnico que nos llega, y con escasísima profusión, aquí? 
No, hubo, y ahora más que nunca, un ávido y sólido cortejo de rockeros allí. Algunos fusionaron, con éxito, el rock and roll con las músicas étnicas. Wara, por ejemplo, un icono de la música contemporánea boliviana. Hay grupos y solistas muy interesantes. Les pasa lo que a la literatura. La cuota internacional para ellos no está o no existe. Emigrar siempre ha sido una falsa solución. Pero es que no queda otra a veces.

Precisamente a causa de la muerte de un músico, de Lou Reed, en 2013 empiezas a contactar con el escritor madrileño Pablo Cerezal. Poco a poco se fragua una amistad, primero en la distancia y luego en persona, pues os conocéis en un viaje que tú haces a Cochabamba (curiosamente él se hallaba en la ciudad por aquel entonces, es una larga historia). Al poco esta relación produce un libro apoteósico a cuatro manos, Madrid-Cochabamba (Cartografía del desastre). Años atrás ya hiciste algo parecido junto al periodista Roberto Navia, con quien publicaste Crónicas de un perro andante. Sé de buena tinta que la experiencia con Pablo fue más que especial. 
Es tan raro lo sucedido. Con Pablo nos hemos visto unas horas, buena parte de ellas intoxicados e inconscientes, que no cuentan, y estamos tan estrechos, tan fraternos. Primero fue personal, en mi caso, porque no había leído nada suyo. Ese hombre es un ángel disfrazado de demonio y un gran autor. Madrid-Cochabamba es hechura suya, de su grandeza. Un precioso libro que amo como si fuera mujer. Creo que si nunca más nos viéramos no importaría. Lo nuestro vive fuera de tiempo y espacio. Y no es romanticismo. Pura, o puta, realidad.

¿Qué te animó a emprender la huida hacia Estados Unidos? ¿El caso era escapar de Bolivia y punto? ¿Era una opción de tantas o la única? ¿Barajaste la opción europea? 
Fui a Europa primero, detrás de una mujer. Todo se fraguó bajo ese error y tenía que fracasar. EUA fue casi un azar, pero para entonces ya casi todos mis amigos cercanos, los de Muerta ciudad viva, emigraban al norte. Los seguí y no me arrepiento. Pero, como en la relación con Pablo, es como si nunca hubiera salido. Vivo allí y aquí al mismo tiempo. Se puede ver en mis escritos. Fuera de la nostalgia.

Odio decir que es una pregunta obligada, pero he de soltártela sí o sí, ya me perdonarás: ¿cómo ha afectado a tu vida y a la de tus cercanos la sorprendente -o no tanto- llegada al poder de Trump? 
Para la ira. En términos legales para nada. Pero sí ha afectado a muchísima gente sin papeles. Ha metido un miedo que no existía. Y tiende a empeorar. El tipo se me ha convertido casi en una obsesión. He de verlo caer, así el daño que causó sea irreversible en el país. Después de él no será lo mismo.

Concluyamos recordando de nuevo a Juan Goytisolo. Y es que seguro que estaría absolutamente de acuerdo con una declaración tuya en cierta entrevista. Cito: «El escritor que escribe por la fama es un fracaso que no excederá su vida. El cementerio literario está plagado de pavos reales de los que nadie se acuerda. […] No se escribe por gloria; se lo hace por amor y por dolor». Tú mantienes, aparte de tu blog personal, Le Coq en Fer, el blog Sugiero Leer (recientemente han alcanzado el millón de visitas, hay que felicitarte por ello), por lo que estás muy al tanto de lo que se está cociendo en la actualidad en materia literaria. En una época en la que estos recalcitrantes pavos reales copan los escaparates y las mesas de novedades de las librerías, ¿mantienes alguna esperanza de que un escritor de verdad sitúe su obra en esos privilegiados espacios destinados en ellas a los simplemente mediáticos?
No sé, Emilio, soy pesimista al respecto. El status quo es poderoso, incluso el literario. Por eso soy tan afecto a las redes sociales, porque democratizaron la cosa. A lo que importa, a que te lean. Dónde es pregunta superflua. De todos modos no se vive de esto.

[Fuente: www.elsaltodiario.com]






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