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sexta-feira, 29 de novembro de 2024

El boicot de Netanyahu contra ‘Haaretz’, el último eslabón del asedio a la prensa independiente en Israel

El intento de ahogar económicamente al diario supone un intento de silenciar a los medios críticos con el Gobierno y, sobre todo, con la ofensiva en Gaza

El primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, en una conferencia de prensa el pasado 4 de septiembre, en Jerusalén.

Escrito por Trinidad Deiros Bronte

El primer ministro de Israel, Benjamín Netanyahu, mantuvo en 2012 una reunión privada en su oficina con Steve Linde, el director del periódico israelí The Jerusalem Post. Dos semanas después, en una conferencia en Tel Aviv, Linde afirmó que el mandatario le habló sobre quiénes eran en su opinión “los mayores enemigos de Israel”. No mencionó a Hamás ni tampoco a Irán, sino a dos diarios: el estadounidense The New York Times y el israelí Haaretz. Netanyahu negó luego esas declaraciones, pero, durante años, no ha disimulado su aversión por los medios críticos de su país, sobre todo por Haaretz. El pasado domingo, el Gobierno israelí aprobó un boicot total contra ese diario, que implica el fin de la publicidad institucional en sus páginas, la cancelación de las suscripciones oficiales y el cerrojazo a toda comunicación con sus periodistas; es decir, la posibilidad de la asfixia económica y el silencio de las fuentes oficiales.

 

El ataque a este periódico es grave, pues compromete su viabilidad futura, pero “no es un caso aislado”, asegura Anat Saragusti, la responsable de libertad de prensa del Sindicato de Periodistas de Israel, sino parte de un “plan maestro” para acabar con los medios de comunicación independientes en Israel. Especialmente aquellos que, como Haaretz, critican la guerra de Gaza, la de Líbano y la ocupación de los territorios palestinos. Ese plan se ha traducido también en la prohibición de emitir a la cadena catarí Al Jazeera, cuyas oficinas en Jerusalén fueron clausuradas en mayo mientras que su redacción en Cisjordania fue asaltada en septiembre, los intentos de privatizar medios públicos en Israel y una batería de propuestas que incluso se dirigen a cerrar sitios de noticias en Internet, “como en Rusia y en China”, denuncia Saragusti.

 

En el caso de Haaretz, el “pretexto” para ese boicot, subraya la responsable del sindicato, fue un discurso en Londres del principal accionista del periódico, Amos Schocken. En el contexto de la ofensiva israelí en Gaza, el editor aludió a una “segunda Nakba” —la huida o expulsión de su tierra de 750.000 palestinos justo antes y después de la creación de Israel en 1948— y al “cruel apartheid” israelí contra esa población autóctona. Luego fue más allá: se refirió a “los luchadores palestinos por la libertad a quienes Israel llama terroristas”.

 

Schocken aseguró luego en un comunicado que no se refería a Hamás y Haaretz desautorizó en un editorial a su accionista mayoritario. Ello no ha convencido al Gobierno, considerado el más derechista de la historia, de revertir ese boicot, aprobado por unanimidad. En realidad, ya en marzo de 2023, el ministro de Comunicación, Shlomo Karhi, había presentado en el Parlamento un plan para modificar el ecosistema mediático del país, al tiempo que acusaba a Haaretz de difundir “propaganda antiisraelí”. El 23 de noviembre de ese año, después de los atentados de Hamás del 7 de octubre —en los que murieron unas 1.200 personas y 250 fueron secuestradas— Karhi presentó “una resolución muy similar” a la sancionada el domingo, subraya por teléfono el periodista israelí Oren Persico.

 

“El proyecto fue bloqueado [por el Ministerio de Justicia, que dudaba de su legalidad]. Así que estaban esperando una excusa para reactivarlo”, coincide este analista, que monitorea a los medios de comunicación de su país en la revista de investigación independiente The Seventh Eye.

 

Para Haaretz, la decisión del Gobierno ha sido “oportunista”, reza un comunicado remitido a EL PAÍS por Aluf Benn, su director, y constituye “otro paso en el camino de Netanyahu para desmantelar la democracia israelí”. La nota compara al primer ministro “con sus amigos Putin, Erdogán y Orbán” a la hora de “intentar silenciar a un periódico crítico e independiente”.

 

La ley “Al Jazeera”

Lo que organizaciones como Reporteros sin Fronteras (RSF) consideran una ofensiva contra los medios críticos no data del inicio de la guerra de Gaza, pero sí se ha visto impulsada por esta y el clima belicista que impera desde entonces en la sociedad israelí y en unos medios de comunicación que, en su mayoría, no muestran cadáveres ni hambre en la Franja. El 6 de noviembre, RSF criticaba cómo “desde hace varias semanas, la agenda de reforma legislativa de los medios, impulsada por el ministro de Comunicación, se ha acelerado en un contexto marcado por la cruenta guerra en Gaza y Líbano”.

 

El 20 de noviembre, el Parlamento aprobó el endurecimiento de la llamada ley Al Jazeera, una medida que permitió prorrogar la prohibición de trabajar y emitir en Israel a esa cadena catarí, sobre todo por su cobertura de lo que el Tribunal Internacional de Justicia investiga como posible genocidio de Israel en Gaza. Esa norma otorga a las autoridades la facultad de cerrar cualquier medio extranjero que “ponga en peligro la seguridad del Estado de Israel”, una “condición ambigua que puede justificar “la clausura de cualquier” periódico, radio o televisión, critica Saragusti.

 

Mientras, el Gobierno de Netanyahu aprueba ayudas estatales a medios afines, sobre todo a una televisión privada en la que el primer ministro y sus partidarios se prodigan: el Canal 14, que ha abrazado sin ambages la incitación al genocidio de los palestinos. Esta televisión es un ariete de lo que Oren Persico llama la “máquina del veneno”: el aparato de propaganda de Netanyahu.

 

El domingo, cuando se aprobó el boicot a Haaretz, el ministro Karhi, amigo personal del primer ministro, presentó también un proyecto de ley para privatizar la cadena estatal Kan y las radios públicas, aprobado de forma preliminar en el Parlamento este miércoles. Ese proyecto recoge el cierre de esos medios si no encuentran comprador en dos años.

 

La ofensiva legislativa se une a una “orquestada campaña de difamación, amenazas y discursos de odio contra los medios de comunicación y los periodistas independientes”, añade Saragusti. El Sindicato de Periodistas de Israel ha constatado un aumento “de las agresiones físicas contra periodistas”, atacados por “turbas” cuando cubrían noticias como las manifestaciones para reclamar un alto el fuego en Gaza y un acuerdo para liberar a los rehenes.

 

En Gaza, la Cisjordania ocupada y Líbano, la situación es aún peor. Allí “los periodistas siguen siendo objetivo del Ejército israelí”, según el comunicado de RSF. La organización eleva a 145 los periodistas muertos en la Franja desde el 7 de octubre de 2023. Antes, en mayo de 2022, soldados israelíes mataron en Yenín (Cisjordania) a la periodista palestina Shireen Abu Akleh.

Gaza

Haaretz es un diario minoritario. Solo el 5% de judíos israelíes —sobre todo asquenazíes de clase media o alta— lo leen. Aun así, es el periódico de referencia para los periodistas extranjeros y “muchos responsables políticos”, asevera Persico. El periódico ha cubierto de forma exhaustiva las protestas por la controvertida reforma judicial en Israel, los casos de corrupción contra Netanyahu y ahora la orden de arresto del Tribunal Penal Internacional. También denuncia la violación de los derechos humanos de los palestinos y defiende la solución de los dos Estados. A ello se añade ahora otro agravio a ojos de la Administración israelí: su cobertura de Gaza.

 

Haaretz alude en sus titulares a “bombardeos israelíes” en Gaza cuando muchos medios internacionales omiten mencionar a Israel en sus títulos. Publica “muchas historias humanas” de gazatíes, destaca Persico, y “trata de traducir las cifras”— más de 44.000 muertos—, “para que se pueda entender la horrible situación de la población en Gaza, algo inaudito en los medios israelíes”. Sus páginas han albergado tribunas con títulos como “Genocidio o no, Israel está perpetrando crímenes de guerra en Gaza”.

 

“La línea editorial de Haaretz generalmente ha sido sionista progresista”, recalca el historiador experto en Oriente Próximo Jorge Ramos Tolosa. Ese sionismo moderado y secular defiende el difícil —para sus críticos, imposible—equilibrio entre Israel como Estado judío en la Palestina histórica y su carácter democrático. Ese diario ha dado cabida a voces “muy críticas con el sionismo e incluso no sionistas”, como Gideon Levy o Amira Hass, destaca el historiador. Aunque “desde el 7 de octubre de 2023, esa línea se ha endurecido y ha cerrado filas en el consenso sionista”, el periódico ha difundido “algunos de los artículos más valientes” publicados sobre Israel y Gaza, opina.

La radicalidad de Haaretz reside, más que en su línea editorial, en su independencia. Incluso respecto a sus accionistas. Tras el discurso de su editor en Londres, uno de sus periodistas publicó una tribuna en la que definía como “escandalosas” las declaraciones del dueño del diario.


 
 
 
 
[Foto: ABIR SULTAN (EFE) - fuente: www.elpais.com]

quinta-feira, 26 de setembro de 2024

Hipercapitalismo y Semiocapital

 

La formación de plataformas digitales ha puesto en marcha sujetos productivos que no existían antes de la década de 1980 

 

Interior del Centro Logístico de Amazon España en San Fernando de Henares (Madrid). 2013

Escrito por Franco 'Bifo' Berardi 

 

“Calibán: Me enseñaste el lenguaje y mi provecho
es que sé maldecir. La peste roja te lleve
por enseñarme tu lengua”

Shakespeare: La tempestad

 

Colonialismo histórico: extractivismo de los recursos físicos

La historia del colonialismo es una historia de depredación sistemática del territorio. El objeto de la colonización son los lugares físicos ricos en recursos que el Occidente colonialista necesitaba para su acumulación. El otro objeto de la colonización son las vidas de millones de hombres y mujeres explotados en condiciones de esclavitud en el territorio sometido al dominio colonial, o deportados al territorio de la potencia colonizadora.

No es posible describir la formación del sistema capitalista industrial en Europa sin tener en cuenta el hecho de que este proceso fue precedido y acompañado por la subyugación violenta de territorios no europeos y la explotación en condiciones de esclavitud de la mano de obra doblegada en los países colonizados o deportada a los países dominantes. El modo de producción capitalista nunca habría podido establecerse sin exterminio, deportación y esclavitud.

No habría habido desarrollo capitalista en la Inglaterra de la era industrial si la Compañía de las Indias Orientales no hubiera explotado los recursos y la mano de obra de los pueblos del continente indio y del sur de Asia, como relata William Dalrymple en The Anarchy, The relentless rise of the East India Company (2019).

No habría habido desarrollo industrial en Francia sin la explotación violenta del África Occidental y del Magreb, por no hablar de los demás territorios sometidos al colonialismo francés entre los siglos XIX y XX. No habría habido desarrollo industrial del capitalismo estadounidense sin el genocidio de los pueblos nativos y sin la explotación esclava de diez millones de africanos deportados entre los siglos XVII y XIX.

También Bélgica construyó su desarrollo sobre la colonización del territorio congoleño, acompañada de un genocidio de una brutalidad inimaginable. Martin Meredit escribe a este respecto:

“La fortuna de Leopoldo procedía del caucho en bruto. Con la invención de los neumáticos, para las bicicletas y luego para los automóviles, alrededor de 1890, la demanda de caucho creció enormemente. Utilizando un sistema de mano de obra esclava, las compañías que tenían concesiones y compartían sus beneficios con Leopoldo saquearon los bosques ecuatoriales del Congo de todo el caucho que pudieron encontrar, imponiendo cuotas de producción a los aldeanos y tomando rehenes cuando era necesario. Los que no cumplían sus cuotas eran azotados, encarcelados e incluso mutilados cortándoles las manos. Miles de personas murieron por resistirse al régimen del caucho de Leopoldo. Muchos más tuvieron que abandonar sus pueblos....” (Martin Meredit: The State of Africa, Simon & Schuster, 2005, p. 96).

Muchos autores contemporáneos insisten en esta prioridad lógica y cronológica del colonialismo sobre el capitalismo. 

“La era de las conquistas militares precedió en siglos a la aparición del capitalismo. Fueron precisamente estas conquistas y los sistemas imperiales que se derivaron de ellas los que promovieron el ascenso imparable del capitalismo” (Amitav Gosh: La maldición de la nuez moscada, p. 129).

Y según Cedric Robinson: “La relación entre el trabajo esclavo, la trata de esclavos y la formación de las primeras economías capitalistas es evidente” (Marxismo negro).

Pocos, sin embargo, han observado cómo las técnicas utilizadas por los países liberales para subyugar a los pueblos del Sur global son exactamente las mismas que las utilizadas por el nazismo de Hitler en las décadas de 1930 y 1940, con la única diferencia de que Hitler practicó las técnicas de exterminio contra la población europea, y contra los judíos que eran parte integrante de la población europea.

Uno de estos pocos es, sorprendentemente, Zbigniew Brzeziński quien, en un artículo de 2016 titulado Hacia un realineamiento global, tuvo la honestidad intelectual de escribir: “Las masacres periódicas han dado lugar en los últimos siglos a exterminios comparables a los de los nazis durante la Segunda Guerra Mundial”. El artículo de Brzezinski concluye con estas palabras: “Tan impresionante como la escala de estas atrocidades es la rapidez con la que Occidente se olvida de ellas”.

De hecho, la memoria histórica es muy selectiva cuando se trata de los crímenes de la civilización blanca. En particular, el recuerdo del exterminio de las poblaciones no europeas no recibe una atención especial y no forma parte de la memoria colectiva, mientras que a la Shoah se le dedica un culto obligatorio en todos los países occidentales.

La civilización blanca considera a Hitler como el Mal Absoluto, mientras que los británicos Warren Hastings y Cecil Rhodes, el alemán Lothar von Trotha, exterminador del pueblo herrero, o Leopoldo II de Bélgica son olvidados, cuando no perdonados por la memoria blanca. 

Como el general Rodolfo Graziani, torturador de Libia y Etiopía, que fue gravemente herido en un atentado en Addis Abeba, pero desgraciadamente salvó la vida, y que después de la guerra fue indultado por el gobierno italiano para que pudiera convertirse en presidente honorario del Movimiento Social Italiano, el partido de los asesinos que ahora gobierna de nuevo en Roma. 

Exterminaron a poblaciones enteras para imponer el dominio económico de Gran Bretaña, Bélgica, Alemania o Francia, por no hablar de Italia. Sin embargo, no se les recuerda, porque solo Hitler merece ser execrado para siempre, ya que sus víctimas no tenían la piel negra.

En cuanto a los exterminadores de los pueblos de las praderas norteamericanas, son incluso objeto de un culto heroico que Hollywood decide celebrar.

El principal legado del colonialismo es la pobreza endémica de zonas geográficas que han sido saqueadas y devastadas

La colonización ha actuado de forma irreversible no solo a nivel material, sino también social y psicológico. Sin embargo, el principal legado del colonialismo es la pobreza endémica de zonas geográficas que han sido saqueadas y devastadas hasta tal punto que son incapaces de salir de su condición de dependencia. La devastación ecológica de muchas zonas africanas o asiáticas empuja hoy a millones de personas a buscar refugio mediante la emigración, entonces se encuentran con la nueva cara del racismo blanco: el rechazo, o una nueva esclavitud, como ocurre en la producción agrícola o en el sector de la construcción y la logística en los países europeos.

Dado que el proceso de descolonización no consiguió transformar la soberanía política en autonomía económica, cultural y militar, el colonialismo se presenta en el nuevo siglo con nuevas técnicas y modalidades, esencialmente desterritorializadas, aunque las formas territoriales del colonialismo no quedan anuladas por la soberanía formal de la que gozan (por así decirlo) los países del Sur global. 

Con el término hipercolonialismo me refiero precisamente a estas nuevas técnicas, que no suprimen las viejas basadas en el extractivismo y el robo (de petróleo o de materiales indispensables para la industria electrónica, como el coltán), sino que dan lugar a una nueva forma de extractivismo que tiene como medio la red digital y como objeto tanto los recursos laborales físicos de la mano de obra captada digitalmente como los recursos mentales de los trabajadores que permanecen en el Sur global pero producen valor de forma desterritorializada, fragmentada y técnicamente coordinada.

Hipercolonialismo: extractivismo de los recursos mentales

Desde que el capitalismo global se ha desterritorializado a través de las redes digitales y la financiarización, la relación entre el Norte y el Sur globales ha entrado en una fase de hipercolonización.

La extracción de valor del Sur global tiene lugar en parte en la esfera semiótica: captura digital de mano de obra muy barata, esclavitud digital y creación de un circuito de mano de obra esclava en sectores como la logística y la agricultura. Estos son algunos de los modos de explotación hipercolonial integrados en el circuito del Semiocapital.

La esclavitud reaparece hoy de forma extendida y omnipresente gracias a la penetración del mando digital y a la coordinación desterritorializada.

La esclavitud –que durante mucho tiempo hemos considerado un fenómeno precapitalista, y que era una función indispensable de la acumulación originaria de capital– reaparece hoy de forma extendida y omnipresente gracias a la penetración del mando digital y a la coordinación desterritorializada. La cadena de montaje del trabajo se ha reestructurado en una forma geográficamente deslocalizada: los trabajadores que dirigen la red mundial viven en lugares situados a miles de kilómetros de distancia, por lo que son incapaces de poner en marcha un proceso de organización y autonomía. 

La formación de plataformas digitales ha puesto en marcha sujetos productivos que no existían antes de la década de 1980: una mano de obra digital que no puede reconocerse a sí misma como sujeto social debido a su composición interna. 

Este capitalismo de plataforma funciona a dos niveles: una minoría de la mano de obra se dedica al diseño y comercialización de productos inmateriales. Cobran salarios elevados y se identifican con la empresa y los valores liberales. Por otro lado, un gran número de trabajadores dispersos geográficamente se dedican a tareas de mantenimiento, control, etiquetado, limpieza, etcétera. Trabajan en línea por salarios muy bajos y no tienen ningún tipo de representación sindical o política. Como mínimo, ni siquiera pueden considerarse trabajadores, porque esas modalidades de explotación no están reconocidas de ninguna manera y sus escasos salarios se pagan de forma invisible, a través de la red celular. Sin embargo, las condiciones de trabajo son, por lo general, brutales, sin horarios ni derechos de ningún tipo. 

La película The Cleaners (2018), de Hans Block y Moritz Riesewick, relata las condiciones de explotación y desgaste físico y psicológico a las que se somete a esta masa de semitrabajadores precarios, reclutados en línea según el principio de Mechanical Turk, creado y gestionado por Amazon.

Entre los años noventa y la primera década del nuevo siglo se formó esta nueva mano de obra digital, que opera en condiciones que hacen casi imposible la autonomía y la solidaridad. 

Ha habido intentos aislados de trabajadores digitales de organizarse en sindicatos o de desafiar las decisiones de sus empresas: pienso, por ejemplo, en la revuelta de ocho mil trabajadores de Google contra la subordinación al sistema militar.

Estas primeras manifestaciones de solidaridad se produjeron, sin embargo, allí donde la mano de obra digital está unida en gran número y percibe salarios elevados. Pero, en general, el trabajo en red se antoja irregulable, por ser precario, descentralizado y porque, en gran medida, se desarrolla en condiciones de esclavitud.

En el libro Los ahogados y los salvados, Primo Levi escribe que cuando estuvo internado en el campo de exterminio “había esperado al menos la solidaridad entre compañeros de infortunio”, pero luego tuvo que reconocer que los internados eran “mil mónadas selladas, entre las que hay una lucha desesperada, oculta y continua”. Esta es la “zona gris” donde la red de relaciones humanas no se reduce a víctimas y perseguidores, porque el enemigo estaba alrededor, pero también dentro.

En condiciones de extrema violencia y terror permanente, cada individuo se ve obligado a pensar constantemente en su propia supervivencia, y es incapaz de crear lazos de solidaridad con otros explotados. Como en los campos de exterminio, como en las plantaciones de algodón de los estados esclavistas del País de la Libertad, también en el circuito esclavista inmaterial y material que la globalización digital ha contribuido a crear, las condiciones para la solidaridad parecen estar vedadas.

Es lo que yo llamaría Hipercolonialismo, una función dependiente del Semiocapitalismo: extracción violenta de recursos mentales y tiempo de atención en condiciones de desterritorialización.

Hipercolonialismo y migración. El genocidio que viene

Pero el Hipercolonialismo no es solo extracción de tiempo mental, sino también control violento de los flujos migratorios resultantes de la circulación ilimitada de los flujos de información. 

Puesto que el Semiocapitalismo ha creado las condiciones para la circulación mundial de la información, en territorios alejados de las metrópolis se puede recibir toda la información necesaria para sentirse parte del ciclo de consumo y del propio ciclo de producción. 

Primero se recibe la publicidad, luego un cúmulo ingente de imágenes y palabras que pretenden convencer a todo ser humano de la superioridad de la civilización blanca, de la extraordinaria experiencia que representa la libertad de consumo y de la facilidad con que todo ser humano puede acceder al universo de bienes y oportunidades.

Por supuesto, todo esto es falso, pero miles de millones de jóvenes que no tienen acceso al paraíso publicitario aspiran a alcanzar sus frutos. Al mismo tiempo, las condiciones de vida en los territorios del Sur global se han vuelto cada vez más intolerables, porque efectivamente empeoran con el cambio climático, pero también porque se enfrentan inevitablemente a las oportunidades ilusorias que el ciclo imaginario proyecta en la mente colectiva.

De ahí que, por necesidad y por deseo, una masa creciente de personas, sobre todo jóvenes, se desplace físicamente hacia Occidente, que reacciona a este asedio con miedo, agresiones y racismo. Por un lado, la infomáquina envía mensajes seductores, y llama hacia el centro, del que emanan flujos de atracción. Por otro lado, sin embargo, quienes creen en ella y se acercan a la fuente de la ilusión acaban en un proceso masacrante.

La población del Norte global, cada vez más vieja, poco prolífica, económicamente en declive y culturalmente deprimida, ve en las masas migrantes un peligro. Temen que los pobres de la tierra lleven su miseria a las metrópolis ricas. Se les presenta como la causa de las desgracias que sufre la minoría privilegiada: una clase de políticos especializados en sembrar el odio racial ilusiona a los viejos blancos haciéndoles creer que si alguien pudiera acabar con esa inquietante masa de jóvenes que presiona a las puertas de la fortaleza, si alguien pudiera eliminarlos, destruirlos, aniquilarlos, entonces volverían los buenos tiempos, Estados Unidos volvería a ser grande y la moribunda patria blanca recuperaría su juventud. 

En la última década, la línea que divide el Norte del Sur se ha convertido en una zona donde se libra una guerra infame: el corazón negro de la guerra civil mundial

En la última década, la línea que divide el Norte del Sur, la línea que va desde la frontera entre México y Texas hasta el mar Mediterráneo y los bosques de Europa central y oriental, se ha convertido en una zona donde se libra una guerra infame: el corazón negro de la guerra civil mundial. Una guerra contra personas desarmadas, agotadas por el hambre y la fatiga, atacadas por policías armados, perros rastreadores, fascistas sádicos y, sobre todo, por las fuerzas de la naturaleza.

A pesar de los brillantes anuncios de mercancías que animan a los idiotas consumistas, y a pesar de la propaganda de los cerdos neoliberales, la lógica del Semiocapital funciona de una única manera: el Norte global se infiltra en el Sur a través de los innumerables tentáculos de la red: una herramienta para captar fragmentos del trabajo desterritorializado

Pero la penetración física del Sur, que presiona para acceder a territorios donde el clima aún es tolerable, donde hay agua, donde la guerra aún no ha llegado con toda su fuerza destructiva, es repelida por la fuerza y el genocidio. Una parte significativa, si no mayoritaria, de la población blanca ha decidido atrincherarse en la fortaleza y utilizar cualquier medio para repeler la oleada migratoria. Los colonialistas de ayer –los que en siglos pasados llegaron a través de los mares para invadir los territorios-presa– claman ahora por la invasión porque millones de personas están presionando las fronteras de la fortaleza.

Este es el principal frente de guerra que se desarrolla desde principios de siglo, y que se amplía, adoptando por doquier los contornos del exterminio. No es el único frente de guerra: otro frente de la caótica guerra mundial es el interblanco que enfrenta a la democracia liberal imperialista con el soberanismo autoritario fascista. 

La desintegración de Occidente, y en particular de la Unión Europea, como resultado de la guerra interblanca, corre paralela a la guerra genocida en la frontera: dos procesos distintos entrelazados en la escena de los años veinte.

¿Cómo salir vivo? Esta es la pregunta que se hacen todos los desertores.

Hay que organizarse para desertar juntos.

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Traducción de Ángela Molina Climent

 

 

[Foto: Álvaro Ibáñez - fuente: www.ctxt.es]

segunda-feira, 12 de dezembro de 2022

Las cubiertas de los libros: ¿para qué sirven?

 

Pugna entre editores, autores, diseñadores y comerciantes, las portadas de los libros ¿sirven más para vender o para darle un complemento artístico, visual, a las palabras? ¿Nos distraen, nos engañan o nos acercan a las páginas del libro? Estos asuntos plantean los siguientes párrafos en torno a El atuendo de los libros de Jhumpa Lahiri.

Escrito por Santiago González Sosa y Ávila

En un principio los libros no llevaban portada. Se vendían como una colección de hojas que más adelante el comprador mandaba cubrir, usualmente con cuero o pergamino, protegiéndolas y adaptando el libro incipiente a su gusto y a su biblioteca. Luego llegaron nuevas formas de imprimir, nuevas tintas y colores y así comenzó el diseño gráfico y las impresiones en masa. Para mediados del siglo XIX, los libros se cubrieron con ilustraciones impresas en papel y unos años después, la portada se volvió un medio artístico en sí mismo. Adquirió entonces una doble función: representar con imágenes la palabra escrita y destacar en las vitrinas para facilitar su venta. Para fin de siglo, los editores entendieron que las imágenes vendían y cada década que le siguió, cada país, cada casa editorial, desarrolló su propio estilo —arte abstracto, composiciones tipográficas, fotográficas, ilustraciones de universos variados. En pocos siglos las portadas habían sufrido un cambio radical: de un vehículo protector de páginas a una función publicitaria que comunicara el contenido del texto, hasta convertirse en una parte inextricable de los libros.

Para quienes hemos aprendido a concebir que los libros solo están completos cuando llevan portada, ¿cómo reaccionar ante el desinterés que recorre El atuendo de los libros (Gris Tormenta, 2022), de Jhumpa Lahiri, un brevísimo ensayo que medita en torno a las cubiertas?

Lahiri es una narradora y ensayista —ganadora del Pulitzer en 1999 por su libro de cuentos El intérprete del dolor— cuya biografía debería despertar tanta curiosidad como su obra. Nacida en Londres de padres bengalíes, creció en Estados Unidos porque a su padre lo contrató  la Universidad de Rhode Island como bibliotecario. Mientras exploraba su condición como hija de migrantes también lidiaba con las identidades de otredad con la India y con Calcuta de manera simultánea. En 2015, como escritora reconocida, se estableció en Roma y agregó el italiano a su ya de por sí impresionante repertorio de lenguas, al grado de migrar parte de su obra hacia ese idioma.

Tanto así que el libro que menciono existió primero como discurso en italiano, y luego como una traducción al inglés que se preparó para una edición bilingüe, lo que culminó también en reescrituras del texto original. Esta edición en español contiene señales de haberse traducido del inglés, no del italiano, lo que implica un intercambio constante entre los textos. Pensemos en este tipo de triangulaciones (texto-traductor-lector) y las veces que las colaboraciones se repiten en la literatura, arte y oficio que se piensan esencialmente como producto del trabajo individual. Pensemos, específicamente, en las cubiertas.

Lahiri escribe estas páginas casi completamente desde el punto de vista de una autora que reacciona ante las portadas que las editoriales escogen para sus libros. Tiene una posición recelosa de lo que los diseñadores y editores han malinterpretado de sus obras y que ha culminado con portadas que, a su parecer, no concuerdan con los textos. “Desde mi punto de vista —explica Lahiri— la mayor parte de las camisas de mis libros no me quedan”. Sin duda es una postura de la que el público casi nunca se entera. Como ella misma cuenta: “Cada autor reacciona a las cubiertas de sus libros pero pocos hablan de ello abiertamente”, porque, claro, sería un despropósito antagonizar contra tu propio editor y el libro que han sacado en conjunto.  El punto de vista de Lahiri parte desde el ojo crítico del autor del libro, pero no hay que olvidar que detrás de cada portada hay una danza que a menudo deja insatisfechos a casi todos los involucrados: la conversación comienza entre editores y gente de marketing, después los editores tienen que explicarle a los ilustradores lo que ellos creen que es mejor para el libro; con algo de suerte, los editores consultan con el autor las primeras propuestas y de manera obligada con la gente de marketing previamente consultada y una vez más regresamos con los ilustradores para que mejoren sus bocetos. Una vez que tenemos la ilustración final, los editores consultan con los diseñadores, a quienes les han rechazado propuestas bajo la justificación que “hace falta más diseño”, lo que sea que eso signifique.  Después de este vaivén de voces culmina la creación de una cubierta, una proeza editorial, pero no siempre una victoria contra el descontento.

Ahora bien, para ser una escritora tan prolífica, Lahiri no se explaya como los entusiastas de las portadas hubiéramos querido. Menos aún celebra las cubiertas, por lo que el resultado deja un sabor un tanto anticlimático para los amantes de los libros. No le dedica demasiadas páginas a la historia de las portadas, un tema en sí fascinante, ni reseña tampoco algunas de las imágenes más importantes de la historia del libro. Tampoco nos describe las cubiertas que fueron cruciales para su propia formación. Su libro deja al lector deseando que hubiera seguido la exploración de otras directrices o que hubiera ofrecido una propuesta concreta. Es decir, no es un libro apasionado de las cubiertas ni apasionadamente en contra de ellas. Describe sin entrar en demasiados detalles que algunas portadas a sus libros le han gustado y otras no (en especial las que recurren a estereotipos de la India cuando el texto entero trate de la vida en Estados Unidos) y critica que las cubiertas se utilicen más como herramienta de mercado que como otra cosa.

Es cierto. Las portadas son un sistema de códigos para posicionar los sellos, guiar a su público potencial y sobre todo para ubicar su grado de… literaturidad, digamos. En México, por ejemplo, si son portadas coloridas es probable que se trate de libros infantiles, si son austeras y con tipografía patinada, es probable que sean libros de Literatura, si contienen fotografías de personas alegres es probable que sean de autoayuda o escritos por “celebridades”y/o “gurús”—lo que sea que eso signifique. En el mejor de los casos, las cubiertas mexicanas pueden llegar a ser auténticas propuestas de arte que usualmente provienen de editoriales independientes, impulsadas por una actitud que les permite pasar por alto el desempeño comercial del libro a cambio de experimentar con libertad artística. En el peor de los casos, los editores atiborran las portadas con citas de prensa, códigos de barra, precio, fajas o estampas engañosas que anuncian segundas o terceras reediciones cuando, a lo mucho, son reimpresiones. Lahiri se queja de este fenómeno internacional con toda razón, pero omite que facilitar la venta del libro fue lo que dio pie, en un principio, al surgimiento de las cubiertas.

Lo cierto es que hoy en día los lectores desean un objeto atractivo más allá del texto en sí. La propia Lahiri confiesa haber comprado algunos ejemplares solo por su cubierta, como muchos de nosotros lo hemos hecho. ¿Cuántos ejemplares he comprado de títulos que ya tengo en mi biblioteca por el simple hecho de que la cubierta era distinta? ¿Cuánto de ellos solo por tratarse de una edición extranjera? Si tomáramos la obra de Lahiri como ejemplo, eso equivaldría a cien cubiertas distintas, según sus propias cuentas.

Por un lado —nos explica— “es genial ver [todas sus cubiertas] juntas, percibir la abundancia de estilos, la variedad.[…] Las diferencias expresan la identidad, el gusto colectivo de cada lugar”. No es extraño, por ejemplo, que en Francia las portadas parezcan una página en blanco de Word con un entorno azul de la caja (basta con echar un vistazo a la editorial Gallimard), algo impensable en un lugar como España, donde abundan las fotos genéricas sacadas de bancos de imágenes, cosa que en Estados Unidos, donde las portadas le rehuyen a la homogeneidad, resultaría demasiado restrictivo. Pero para Lahiri esto también representa un desagrado: cuando los editores desaprueban las cubiertas de sus homólogos extranjeros. “Temo que refleje la incapacidad, aun en un mundo globalizado, de reconocerse en el otro”, apunta. En esta parte, Lahiri resulta de lo más desconcertante. Si acaso el desdén hacia portadas que han elegido nuestros pares habla de una reacción contra una monocultura global y una vitalidad de las identidades librescas regionales, o bien, de la mezquindad casi inevitable de la industria editorial a nivel mundial, pero ciertamente no de una incapacidad. Al fin y al cabo, lo interesante de comparar portadas son las diferencias, no las similitudes.

Lahiri sostiene lo contrario. Ante las distintas camisas que no le quedan a sus libros, considera “que tal vez el uniforme sería la solución”, por lo que se inclina más por las cubiertas de colecciones. Esta edición, por cierto, pertenece a la Colección Editor de Gris Tormenta: colores pastel con una gruesa franja superior de color blanco, sin imágenes, texto centrado de palo seco salvo por los apellidos de los autores, que lucen una autoritaria tipografía patinada de mayor puntaje que el resto. (¿Le gustaría a Lahiri? Yo diría que sí.)

Hasta ahora, he dado por hecho que fascinarse por la literatura implica necesariamente fascinarse también por los libros y las cubiertas. Sin embargo, Lahiri toma esta equivalencia y la pone patas arriba al introducir la idea del libro desnudo, como los que conoció en la biblioteca donde trabajaba su padre, cubiertos con una pasta dura genérica, “desprovistos de adelantos e introducciones” y con una “una cualidad anónima, secreta. […] Para comprenderlos había que leerlos”. Como ella explica, los autores de los libros cuyas portadas nunca hemos visto están representados solo por sus palabras. Y esas lecturas se desarrollaron fuera del tiempo, ajenas al mercado y a la actualidad.

Es aquí donde Lahiri establece su mejor argumento y nos lleva a pensar: si tanto nos gusta la literatura, ¿no nos gustaría que las palabras se sostuvieran por sí mismas, sin intermediarios visuales? El atuendo de los libros casi hace que añoremos aquellas hojas sueltas que se cubrían con pergamino, de cuando leer significaba encontrarse a solas con las palabras en un silencio entre autor y lector y un misterio que permitiera la lectura libre. Casi.

 

• Jhumpa Lahiri. El atuendo de los libros, Querétaro, Gris Tormenta, 2022, 100 p.

[Fuente: www.nexos.com.mx]

terça-feira, 4 de agosto de 2020

Dasdores


Escrito por Eduardo Affonso

O problema da inteligência artificial, pelo menos dessa que está ao meu alcance, é que ela é burra.

Pesquisei outro dia sobre aparelhos de celular. O meu estava do meio-dia pra tarde há algum tempo. Mal se aguentava por 12 horas, falhava nos momentos críticos e já não tinha memória para nada. Igualzinho ao dono.

Comparei modelos, escolhi um que me atendia e estava a preço promocional, comprei onlaine e fui buscar na loja física.  Pois desde então o FB e todos os portais de notícia me bombardeiam com anúncios do modelo de celular que agora tenho em mãos.

Como é que pode a internet ser tão inteligente e deduzir que eu estava procurando telefone (afinal, pesquisei no gúgol) e tão burra a ponto de não ter percebido que efetuei a compra?

Uma inteligência artificial que fosse pelo menos esforçada me perguntaria:

- E aí, Edu, tudo joia? Comprou o samsuguezinho?

(Uma inteligência artificial mediana trataria de ser amigável – daí me chamar de Edu, não de sr. Affonso – e teria coletado informações básicas a meu respeito – o que explicaria o “tudo joia”, expressão que, extinta em 1970, só sobrevive em Minas).

- Oi, I.A., tá boa, fia? Comprei, sim. Popará com os anúncios.

- Que bom. Vi que você comprou um aparelho vermelho. Era isso mesmo? Não foi errado e prefere comprar outro, de uma cor mais compatível com sua faixa etária? Azul ou cinza, por exemplo?

- Comprei sem me dar conta de que o da promoção era vermelho, mas não tenho preconceito de cor. E, antes que você inunde todas as páginas da internet com modelos de capas de celular, informo que já comprei uma. Preta.

- Joia. Vou voltar com as propagandas de camisas coloridas e pizza, então.

- Não, pelamordideus. Só pesquisei camisas coloridas para ilustrar um texto – jamais compraria aquilo. E a pizza foi um ato isolado, num momento de fraqueza. Era uma gigante por preço de média, e demorou tanto pra eu conseguir dar cabo dela que mais uns dias ela podia pedir usucapião da prateleira de baixo da geladeira.

- Beleza. Precisando de alguma coisa, estou por aqui. É só digitar no gúgol que eu apareço, tá?

- Obrigado, I.A.

- Pode me chamar de Dasdores.

- Vaicundeus, Dasdores.

Será tão difícil desenvolver um aplicativo assim? Que identificasse meu dialeto, minhas necessidades, que usasse um nome personalizado levando em conta meu bequigráunde cultural? Que me ajudasse a encontrar o que me falta, mas entendesse que ninguém precisa continuar correndo atrás da condução depois que já a pegou? Que tivesse realmente o desejo de facilitar minha vida?

“A emulação máxima da inteligência humana (que também serve ao Desejo) seria a soma do Desejo com a Consciência. Só não estou seguro de que isso seja... desejável. Uma I.A. desejante poderia tornar reais os pesadelos da ficção científica e querer dominar o mundo.” (F.D.)

Eu não me importaria que a I.A, quer dizer, a Dasdores, dominasse o mundo. Desde que parasse de encher minhas telas com celulares da Samsung. Ainda mais esses maiores, melhores e mais baratos que o que comprei. E, ainda por cima, azuis.

 

[Fonte: www.eduardoaffonso.com]