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sábado, 26 de abril de 2025

En Bosnia

 


Escrito por Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Dicen que Vorkuta es la ciudad más triste del planeta. He atravesado Travnik durante el miércoles crepuscular y posiblemente no le vaya en saga al poblado ruso o a otros a orillas del interminable mar Blanco. 

Travnik apareció luego de cruzar una de las regiones más bellas del mundo que he contemplado. Montañas con un ancho, apacible río (o dos), y meandros de tonos verdosos. Pequeños barcos, una mínima marina en algún lugar. Sobrecogimiento, invitación a contemplar el derredor desde el silencio. Permitir a la tarde caer como manto de novia, mortaja que brinda ansiada paz. Fue diluyéndose mientras la claridad del día fantaseaba con la eternidad. Luego las casas, luces de escaso voltaje, lo que ya pesa de por sí. La luz interior de las viviendas muestra el potencial económico de las zonas urbanas. Serían focos de cincuenta vatios dando espantoso tinte sepia a comedores y salas. Lo mismo a cafés y restaurantes. Lo único iluminado a fondo fueron las gasolineras. A pesar de que leo que Travnik eludió la guerra bosnia en buena parte, había recordatorios, tumbas en diversos rincones, de pequeños grupos, seis, diez, veinte personas, lo que marcaba sitio de masacre. Se repetían, a izquierda y derecha. Ni una sombra sentada velando a los muertos, apenas el frío tenue primaveral. No eran estos aires alegres de Turgueniev, los recordatorios fúnebres, a ratos con lista de nombres en un panel, anunciando que en la tierra vecinos matan a vecinos; hombres mayores que vieron crecer a niñas al lado convertidos en bestias violadoras.

Pasamos por Vukovar, en Croacia, ciudad mártir. En los años noventa vimos en el departamento de la avenida Peoria el filme del mismo nombre (Boro Drašković, 1994), una de tantas historias terribles que retrotrajo a Europa a la Edad Media; nada igual hasta lo de Ucrania hoy. Bus desde Ljubljana a Sarajevo, con alto en Zagreb. Bienaventurado y precioso. Difícil quitarse la carga histórica asociada a las regiones. Admirar la belleza sabiendo que detrás de ella, impredecible, inmediato, feroz, puede asomar el horror, que la sonrisa de quien hoy pide una pizca de azúcar o una cebolla prestada para enriquecer el guiso, en medio de una conversación trivial entre conocidos, puede al amanecer siguiente derribar la puerta de una patada y lanzarse a la orgía.

Hurgando la herida con profundidad mayor, miraba los campos cultivados croatas. Siempre el cine para remozar las imágenes y no permitir el olvido, cuando los ustachas acostaban prisioneros, serbios en mayoría, en esos sembradíos en flor y enviaban a sus soldados con inmensas guadañas a segar la cosecha y en medio de ella destrozar cuerpos, dispersar miembros, acallar el trino de las aves con gritos de dolor y miedo. Hijos de la muerte. Padres de la muerte.

Aparece el verde cartel contrastando con el bosque gualda: Jasenovac. Campo de exterminio, de los más crueles que conoció la guerra mundial. Miro mi pasaporte sellado en la frontera entre Croacia y Bosnia i Herzegovina: Stara Gradiška, campo de concentración de mujeres, todo dicho. Lugares de comida, verdulerías, anuncios de kebobs, en apariencia un activo pueblo de borde de ágil dinámica. Los guardas de ambos lados sonrientes, bien alimentados, revólveres colgando con cierto desparpajo del far west. ¿Cuánto tiempo ha pasado? Apenas treinta años.

Recibimos con trabajo, en el periódico The Denver Post, a buen número de refugiados bosnios. Mis amigos Brakmić, rubios de metro noventa, celestes ojos musulmanes, siguieron en contacto conmigo por las siguientes tres décadas, siempre agradecidos por aquellos momentos cuando llegaron descarnados, abandonados, asustados, y de pronto se vieron en una ciudad solidaria, con dinero en el bolsillo y con futuro. Hermosas mujeres bosnias, jóvenes, huyendo al destino cierto. La bella gitana cuyo nombre no recuerdo, con largos pelos en los sobacos y fuerte olor salvaje que reía, libre al fin de la pesadumbre, en alta voz. Ahora estoy allí, en el lugar que tantos de ellos me describieron, en las aldeas incendiadas, en Sarajevo bombardeada. Cuando entraba en la ciudad, anoche, de la bruma de la niebla surgían los rascacielos desde donde los francotiradores hacían pasto de civiles durante la guerra. El bus se detuvo en un desolado parqueo para una ciudad de más de medio millón. Me apresuré al único taxi ya que llovía. Temí quedarme en la penumbra sin acceso a nada. La entrada del hotel me sonó a maravilla, mi cama doble de claras sábanas, el olor a café con crema.

Dormí. Hubo voces que se despedían. Ducha caliente en la mañana y buen desayuno después de tanto. Cuando se viaja por horas y horas, días y noches, en acalorados buses no hay espacios para comer. Camino tras camino, ojos que nunca se gastan del asombro. De lado admiré la ciudad amurallada de Bihać, en la Krajina; fortuna tengo de ver en vivo lo leído. Castillos y casas señoriales asomando techos fuera del bosque. Dejando la fortuna occidental de Eslovenia, noté que la riqueza iba deteriorándose, desapareciendo. Travnik, ya mencionado, ajustando el corazón del observador, yo, con las luces internas que de hogar no tenían en absoluto. Vorkuta, la más triste, o Murmansk. Y los pueblos de la Herzegovina, precarios, semi derruidos, más que humildes, pobres. Casi entrar en cortejo único, solitario, a un mausoleo cubierto de musgo. No es un cuento de Poe, no, ni de Lovecraft la alucinación. Pobreza real, cuando linda con lo dramático, lo trágico, lo horrible en suma. Los meandros del río anterior, sus arboladas y bucólicas colinas, se habrán dormido. Mantengo los ojos abiertos, ya van diez horas de viaje y la espalda continúa de hierro. No el alma, claro, activa como en pena, queriendo obviar enterramientos, astrosas estatuas de desconocidos, ladrillos de color guindo oscuro.

Tres cuervos se disputan un pedazo de pan. Grandes como ratas negras, cola de lombriz emplumada.

Hablo con mi hija menor. Te contaré, le digo al terminar, cuando en Denver esté. No oyeron de esta guerra, quién pudiera no oír más de ninguna. No ha de suceder, los monitores internacionales de conflicto auguran desastre. Una mínima pisada en falso puede detonar un fin. Los geopolíticos anuncian que para fin de siglo España habrá perdido catorce millones de habitantes, Ucrania veintitrés. Ciudades chinas crecen cargadas de personas en la vecindad casi vacía de la Siberia rusa.

Por las colinas de Sarajevo trepa la niebla, o desciende, formando barbas que me obligan a pensar en Tolstoi. Cierro el libro que tenía abierto, no voy a leer. Pienso, no pienses me sugieren. Pienso en el contraste entre lo hermoso y lo brutal, entre el arte y las cámaras de gas. En este trayecto los nombres me han sugerido cosas de ambos lados. Tap tap suena y creo que son tiros de fusil de largo alcance. Resulta ser un insecto alado que desea penetrar mi dormitorio. Escruto lo oscuro afuera. Mi patio da a una subida cubierta de césped. Pasan automóviles arriba, los oigo.

Ajusto el cinturón y me preparo para salir. Cambiaré unos dólares por marcos y caminaré unas horas la ciudad. Por la tarde continuaré con mi novela, imaginando un mundo geográficamente muy distinto pero tan humano y cruel como este y cualquier otro. En unos días a Belgrado, otras sensaciones. Pensé que cuatro meses de viaje durarían una eternidad y ya veo cómo se aproxima el fin. Sweet sixteen, cantaba Neil Sedaka. Ni dieciséis quedan y tampoco dulzura. Necesito un chocolate para creer que estoy vivo y que no me he metido en tumbas de las que no podré huir.

[Imagen: Srebenica - fuente: lecoqenfer.blogspot.com]

segunda-feira, 3 de março de 2025

Ekaterina regresa a Kharkiv

 

Escrito por Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Voy leyendo noticias, escuchándolas. Eterna congoja de entrar o no a Ucrania en este momento. 

Ekaterina huyó apresurada de Kharkiv aquel febrero de 2022. Los rusos estaban a puertas de la ciudad y la asolaban con cañones, aviones, tanques. Salió rumbo a Lviv, en el oeste, lejos del frente de guerra. Jarkov sigue siendo bombardeada por drones y misiles todos los días. Las explosiones marcan las horas de la noche como serenos. Aun así, tres años después y luego de haber juntado monedas una a una, retorna para ver a sus amigos. Cada tren, todo bus, es apuesta contra la muerte, pero qué es ella para una joven mujer cosaca, zaporoga, si con la muerte conviven por diez siglos. No ve a sus padres desde 2014, cuando los invasores penetraron en la cuenca del Don acompañados de traidores. Extrema crueldad entre hermanos; ni para qué hablar de los otros. La pequeña aldea de los progenitores carece de ventanas desde entonces. Se combate el invierno con cartones. Nunca la he visto llorar ni quejarse de su desgracia. Las mujeres de Ucrania destapan como nadie las vergüenzas masculinas, no de sus propios hombres que matan y perecen como siempre lo han hecho, sino los de lejos, esos que merodean la frontera y temen que un misil caiga justo sobre ellos y termine con su notable existencia de cobardes. 

Ekaterina va a Kharkov con grabadora en los oídos, con música que de rato en rato se interrumpe por fogonazos de sangre alrededor. 

Goncharov, Bulgakov, Chejov. Me hablaba en ruso. El 2018 había tanques en las calles y se sabía que hacia el sur las cosas no iban bien. Visitamos iglesias ortodoxas, ella de cabeza cubierta besando pies de iconos de perdida mirada. Yo, embelesado con el canto profundo que sale de detrás de las paredes en esa eterna penumbra de tales sitios. Era obvio lo que sucedería y sin embargo abrí la boca de mal agüero. Vendrán, decía, quién sabe cuándo. 

Anna volvió de Szczecin a Kiev. Sumy estaba siendo destrozada y no tuvo opción. Viktoriia viaja de Valencia, donde vive ahora, a fiestear en la capital ucrania. Postea fotos del crimen ruso y alegres tomas suyas abrazada con amigas. Peculiar manera de encarar un conflicto bélico. Tal vez Rulfo se hubiera deleitado con ello. Diles que no me maten en versión eslava. No encuentro otro parangón. México siempre fascinó a los escitas. A mí me fascinan ambos. 

Trenes que aguardan. Los carteles rezan Poltava, Kiev, Lvov. Barcos pescadores se aproximarán por el ponto hasta Odesa. Veré. No puedo prometerme nada a mí mismo pero lo voy a intentar. Justo ahora en que el demonio naranja, mesías adorado por los fascistas evangélicos de los Estados Unidos, intenta hacer realidad las páginas de George Orwell y dividirse el mundo entre tres tiranos. Criminales. Como que no hay Dios ni nunca lo ha habido; solo el valor que nutre una población sufrida y persistente, tozuda como yunque y valiente al extremo. 

Sotnias cosacas vuelan en la llanura. Águilas, halcones. Pequeños coreanos abren los cerrados ojos ante el terror. El monstruoso engendro de la Casa Blanca cuenta dineros con los que sueña, destruye un país, el suyo propio, con la mitad de su población compuesta por semialfabetos, cowboys que jamás dejaron en su escasa mente las imágenes de Hollywood. Siguen persiguiendo indios y disparan a todo lo que se mueve, a ellos mismos. De seguro les llega el fin, así parece. Se creyeron Roma y apenas duraron un soplo. Triste, porque allí viví y fui feliz por décadas. Ahora respiro otros aires, nefastos también sin duda, pero las naves me alejan circunstancialmente y sobrevivo. Picasso me observa desde el festival de Avignon, en 1973; se preguntará qué hago, a quién escribo. 

Siouxsie and the Banshees acompañan la caída de la noche con volumen suave. Las hijas relatan que Denver está bajo cero. Una maleta abierta va recibiendo objetos seleccionados. No muchos. Alistaré el largo viaje en Colorado, no desde aquí. Me emociono con la idea de los aviones primero y los vagones de tren consiguientes, aguas del delta del Danubio. Grito de garzas, canto de ranas. Si se alterna con el vozarrón de obuses pensaré en la Madeleine de Apollinaire, en las cartas de Robert Desnos a Youki. 

Los villorrios del camino mostraban modestas pero bien arregladas casas en los llanos de Ucrania. Supongo que había pobreza pero también orgullo, la dicha de presentar un limpio hogar, sencilla y olorosa comida. Vi algo similar en los pequeños poblados de Cuba en el Escambray, barridos, impecables. En ese momento lo atribuí a la férrea disciplina comunista sin estar seguro ni cierto. 

No pude bajar del autobús sino en contadas ocasiones. Crucé el inmenso país desde el mar Negro a la frontera rusa. El único pasajero que encaró el viaje en su totalidad. El resto se iba desgajando en ciudades menores, en pueblos. Al atardecer arribé a Kharkiv. Le hice saber a Ekaterina pero me fui al hotel a descansar. Muy distinto a Odesa a simple vista. Otro tipo de ciudad, de idiosincrasia también, supongo. He de volver de igual manera, ahora o más adelante. No quedará este idilio entre esta tierra y yo en divorcio permanente. De manera alguna. Me falta tanto por ver. Esta tarde recordé Dykanka, del cuento de Gogol. Raión de Poltava, siete mil personas y espectros terroríficos. No impedirán los enemigos, ni siquiera son rusos en su mayoría sus soldados sino minorías étnicas, que lo haga. Imagino mi persona en un café, en el instante en que la tarde se nubla, leyendo de nuevo los relatos del gran escritor, sintiendo sobre mi piel escalofríos, lo irracional que se posesiona del ambiente, cuervos que gritan fúnebres, aletear extendido de cigüeñas que imitan el sonido de sábanas desempolvándose. Primavera, en esta ocasión, tonos de verde y samovares color de heno. Bucolismo de Turgueniev y dulces versos de poetas campesinos. No hay batallas que puedan contra eso. 

Pregunto a Ekaterina cuándo va de vuelta a Lviv, la Lemberg austrohúngara, y no lo sabe. En esta época el tiempo no es oro en el sentido capitalista; no hay por qué correr a inexistentes salarios. Mejor risas amistosas, vodka que salte de boca en boca, señuelos de compartida felicidad, horas marcadas por bombas a las que poco caso se hace ya. Si la muerte viene cayendo en picada sobre nosotros, sea, no alterará el curso del momento, el instante en que creemos que todo está bien, como cuando por encima de los prados de altas hierbas siseaba el viento, el mismo que al mover los juncos entregaba escenarios distintos cada minuto, igual a un cinematógrafo.

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Imagen: Roksolana, la sultana Hurrem, esclava del serrallo, de origen ucraniano (ruteno), favorita y esposa de Solimán el Magnífico, la mujer más poderosa del imperio otomano. 


[Fuente: lecoqenfer.blogspot.com]

segunda-feira, 13 de janeiro de 2025

Fabricante de mosaicos

 

Escrito por Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Hablé hace poco de El viejo del tiempo, obra de William Blake. Inicia mi serie de afiches en el extremo derecho de la pared de la sala. Viene de una exhibición del Metropolitan Museum of Art de Nueva York, año 2001. Al lado de una mujer de Schiele, Národní Galerie Praha, que fue el primer póster que adquirí a mi llegada a USA. Dupont Circle, saliendo del metro hacia la derecha. Allí obtuve aquel de los ojos de Kafka también. Ambos están en la Cochabamba del 2025, treinta y siete años después. Kafka encima de Alfred Kubin y enfrente de Ben Shahn. En el silencio de la tarde de lluvia del once de enero, de cielo gris azulado. Ni sonido de martillos hoy, los maestros masones han dejado la obra inconclusa por el día, van subiendo piso a piso un edificio de diez con rutinarias y precarias técnicas de albañilería local. Maderos resbalosos, húmedos, con mínimas condiciones de seguridad, perfecto para que Chico Buarque inicie su icónica balada.

Recostada Pilar mientras bucólicos molles se extendían por sobre su vientre. El departamento semiescondido. Pálidas paredes como rostros de niño, cortinas que impiden el día y crean penumbra. No hablemos de amor que al menos hoy no vinimos a ello. Conversemos de Carlos Fonseca y la revolución nicaragüense luego de desollar la piel hasta el cansancio, de frotarla con vino oscuro; hueles a uva martirizada, a polvo de caminos del sur, interminables camiones saliendo de Camargo con destino alcohólico. Aquello terminó, va consumiéndose de a poco entre populares necrológicos de amigos y enemigos, misa negra por estos últimos, cabrones, bien muertos estén.

Compás que delimita los márgenes de la existencia, perfectas marcas que ni el péndulo destroza. Caminaba por el pasto y la tierra desde la plaza Constitución. Podría decirse que las horas eran más calladas, mesurados los vientos del ruido. O es que la memoria me distrae y hace jugarretas adolescentes.

A inicios de los ochenta ella se marcha; no Pilar, no ella, otra. En la carrera de Sociología suben y bajan los revolucionarios del porvenir, flama y gloria de la insurrección boliviana. Tengo mi propia opinión al respecto y la callo por voto de decencia. Afanosos futboleros llenan las canchas. Me conmueve, me entristece pensarte acostada en el lecho de eucaliptos. Al oscurecer se presentan luciérnagas, justas para nuestra boda, teas de batallón de soldados trashumando la llanura. Febril crepúsculo que apagas con muslos, tibia agua de manantial, arroyo embrujado. Hablamos; contigo me iría hasta la mierda, dices en sutil piropo apasionado. Ideal para el momento el Hervé Vilard que escucho. Lo cambio en un rato por The Doors. Por los alfalfares de Sarco te buscaba en grito. Sabía dónde estabas y no iba a buscarte. Alma suicida; “pobre muchacho”, comenta mi madre a mi padre y las tías se escriben entre ellas envueltas en tragedia que apenas ha comenzado. Eliana, amiga de mi hermana, me pide que me detenga, que deje de caminar ida y vuelta mirando el ventanal, que semejo un tigre encerrado, que tranquilo. Spanish Caravan… “I have to see you again and again”.

Again and again. Agonizo.

Ya entonces, inconscientemente, sabía que la redención vivía en el castigo. Aherrojar el cuerpo para liberar la mente. Si cierto o no en el instante, me sirvió en el futuro. Penitente de aquellos que Bergman pasea por pueblos nórdicos azotándose. Eso, al menos allí, mejor que sentarse a jugar con la Muerte una partida de ajedrez.

Llueve como en el filme de Molière.

Don Mario Poggi me dice que la empresa que administra necesita obreros. Las amistades de mis padres se solidarizan con mis búsquedas insensatas. Trabajo duro, escasa paga, no es para ti. Me anoto, comienzo en la Marmolera Urcupiña, justo a un costado del río de Sarco, muy cerca de la iglesia. En el exterior, dispersas rocas gigantescas. Me alcanzan un combo que debe pesar diez kilos, máquina de guerra medieval, arma para matar dragones. Ni guantes ni entrenamiento. Hay que romper las piedras, desgajarlas, hacerlas pedazos que irán armando mesones de mármol para las casas de los ricos. Al principio me sonrío pensando en películas con prisioneros que combo en mano pasan la vida de picapedreros. Al rato sé qué es muy distinto a ver cine. Golpe tras golpe y ni mella. Pústulas en las palmas. Revientan, humedecen el mango sudado del instrumento de tortura. Estiro las mangas de la camisa para protegerlas. En vano. En dos semanas se habrán hecho callo. Queman, igual a agarrar brasas.

Salario de ocho dólares mensuales. Cuando cobramos, los aprendices, aunque a veces asiste algún maestro, subimos siguiendo la torrentera una cuadra arriba, hacia la avenida América, a la chichería más cercana. A medianoche ya debo diez dólares. Me gasté el mes y más jugando rayuela en chupa insulsa. ¿La estoy olvidando? No la olvido pero el dolor se ha hecho espacio en mí al mismo tiempo, el dolor físico, no la ausencia de sus pezones puntiagudos. Ampollas que pesan tanto como el amor.

Cuando no hay monstruosas rocas disponibles nos sientan en tres ladrillos apilados a picar desechos de las máquinas pulidoras. Pequeños trozos de mármol y de piedra awayo que viene de los cerros de Tupiza. Hay mosaicos armados en mesones con una viscosa pasta preparada de colores diversos. Allí arrojamos el resultado de nuestros martillos. Alisarán el compuesto y cuando estén secos los pulirán. Saldrán hermosos cuadrados de granito, de mármol negro, rosado, blanco. Otra vez, para casas pudientes, no son mosaicos comunes. Los pulidores soportan agua helada y sílice de cuando se corta la piedra. El recinto se llena de polvillo mezclado con líquido.

Llego a casa con ganas de tirarme con ropa sobre la cama. Mi cena está en la mesa de fórmica roja de la cocina, tapada con un plato para preservar el calor. Soy afortunado. Lavo con cuidado las manos, tratando de no romperlas más de lo que están. Pizca de sal en el tibio caldo. Callado, me acuesto. Ni me baño. Leo a Proust y a Franz Werfel y caigo dormido.

Día tras día, mes tras mes. Hasta que la bondadosa Gaby Vallejo me cuenta que están haciendo una película de una de sus novelas y que necesitan extras. Chino, Hans, Julio, Elmer y yo nos alistamos. Nos pagarán cien dólares por escenas de violencia donde no tenemos que decir nada. Cien es como un año de trabajo en la marmolera. Don Mario se alegra que salga de allí, a él siempre le dio pena mi situación pero a mí no. Sin quererlo, a fuerza de bestialidad, no me importa ya con quién ella esté. Ni Marx ni Gramsci, ya no. Se va esculpiendo con lentitud el porvenir. Que no será de pétalos pero aquí estoy, colgando el teléfono que conversó con mis hijas en la placidez de su invierno.

Llueve, pesaroso ebrio cielo.

En un balcón hay fiesta. Tiran cohetes. Tengo dos opciones de filmes hoy: Ucrania en 1937 o la operación Barbarroja en idioma alemán. Cierro un breve libro de Walter Benjamin. Miro el cuadro de Blake como cada día, pongo agua a hervir, separo los cubiertos de la anterior reunión familiar.

Llueve. Lentos transeúntes de abiertos paraguas descienden por la calle del obispo. Hace rato que se detuvo la música. Recuerdo a mi sobrina nieta Renata bailando marineras con servilleta haciendo de pañuelo. Hojeo mis álbumes de estampillas. Spinoza y Hermann Hesse. Lejanos relámpagos en la cima de las montañas producen luces como de fósforos encendiendo cigarrillos.

El combo pesaba diez kilos. O veinte. O veinticinco. O cien. ¿Ella? La perdí en una última caminata por Condebamba, cuando más interés tenían las lanceoladas hojas de los eucaliptos azules que el humo de sus delgadas vértebras. La vida es así, sentenciarán, y le pondrán ritmo. Cuento tus huesos como shamán de Polinesia, me faltan algunos; al parecer olvidé algo o simplemente no ocurrió. Me sirvo un vaso de agua natural, olvido mis pequeñas victorias y mis aún más pequeñas derrotas. Es ahora tiempo de fantasías en serio. Dice el Satiricón: “Ya no supo la mujer mantener el ayuno de la otra parte de su cuerpo”. Yo lo aprendí, fue más fácil que partir rocas, muy por debajo de acomodar piedrecillas dentro de cierta masa pegajosa para crear pulidas formas geométricas henchidas de arte y de belleza.

La luna se ha escondido. La veo sin embargo a través de la tormenta.



[Fuente: lecoqenfer.blogspot.com]

sexta-feira, 3 de janeiro de 2025

Muerte sobre la estepa

 

Escrito por Claudio Ferrufino-Coqueugniot

El anciano de los días, de William Blake, observa desde la pared lateral. Bebo un trago de agua con dificultad. Estoy viendo un filme de Kazajistán sobre su Holodomor, llamado Asharshylyk en su propia lengua. Cuesta creer que cada grupo humano de lo que fue la nefasta Unión Soviética tiene un nombre para su singular genocidio, ejercido sobre ellos por la “moral” comunista.

Hambruna de 1930-1933 en las estepas. Nunca se lo pregunté a Yefim. Creo que él y su familia fueron forzados a trasladarse allí desde Bielorrusia poco antes de la guerra, a la hermosa, así sea ilusoriamente, Pavlodar, tierra de huertos de manzana. Prometí a Yefim ir con él allí un día. Recuerdo su alegría cuando llegó a Denver su esposa, ingeniero de profesión, que luego de unos meses lo abandonó y retornó a su ciudad. Yefim no vivía en las mejores condiciones en la Pequeña Rusia, barrio denverita. Con presupuesto limitado poco podía ofrecer a la mujer. Sobre todo si ella poseía en la estepa, que retuvo a Trotsky y a Dostoievski, un patio con árboles frutales y vecinos con quienes chismear. Estados Unidos es lugar difícil. La gente vive aislada. Las minorías sobreviven y progresan porque no se desvinculan de sus tradiciones familiares. Muchos retornan, como yo. El norteamericano común, el que masivamente votó por el delincuente Trump, vive martirizado por la precariedad de su existencia, la droga, el alcohol, soledad y falta de afecto. Armas de fuego alrededor, como quizá única salida a sus frustraciones. Vivir en miedo, además, miedo del otro, la muerte y las enfermedades. Carente de estructura que le permita continuar sin enloquecer. Sugiero ver el filme Fray (Geoff Ryan, 2014).

No le pregunté a mi amigo Yefim Schleyfer acerca del hambre. Él y su hermano fueron dirigentes comunistas en los años 60, seguramente con privilegios que les permitían vivir mejor. De ascendencia judía, no había olvidado su yiddish aunque no lo hablaba con nadie. Ruso, muy pocos kazajos en Colorado entonces. Como varios otros se desvaneció. Mi esposa lo encontró en un supermercado y lo abrazó. No recordaba quién era ella y ni intentó comunicarse en inglés. Lo arrebató el tiempo, el viejo de los días que da la impresión de ser Zeus, regidor de destinos.

La bella Daniela me cuenta que en Viena, en el museo Albertina, hay una exhibición de Chagall. Nuestro Chagall, le digo, y anota una risa mientras envía dos cuadros del pintor. Una mujer de blusa y medias rojas, brazos echados detrás de la cabeza, ojos que se cruzan con los de un chivo verde, un pez con aleta que parece mano y creo una luna con pretensiones de sol. El segundo, la figura central de un gallo rojo, la usual pareja en matrimonio, el chivo azul violeta, Vitebsk detrás y la media luna como garfio encendido. ¿Nosotros?, pregunto. Por supuesto, nosotros, en la boda sideral de lo onírico, cabellos carmesíes sobre la funda de la almohada, lluvia leve a modo de sutil piano crepuscular.

Llueve este tres de enero del año veinticinco. He abierto todas las ventanas y una ventisca fría limpia el aire interior. Humea el café instantáneo, extiendo mantequilla sobre el pan tortilla. Visto un chaleco de lana, negro con hombreras de cuero claro. El Ejército Rojo decomisa el grano, mata a los animales, les enseñaremos a amar a la Unión Soviética y al profeta Stalin. Millones de muertos, como en Ucrania o en regiones del Volga. Más de cien años después el mundo sigue siendo festín de oligarcas. Y la recua marcha al arbitrio de ilusiones. Llueve, fresca brisa. Chove.

De Vitebsk a Karaganda, en tren. Lo puedo imaginar, sentir. Polvo inmemorial, indecente, cielos flamígeros que quedaron desde las explosiones atómicas. El “polígono” de Semipalatinsk, tan cerca de Pavlodar. Brillo radioactivo de los novios que surcan el cielo: Kusturica, Chagall…

Maca negra y kéfir. Camino por los mercados con mochila de preguntas y aprendo siempre. Diminutas semillas de chía, gusto de gelatina en la boca. Cuando pienso en el borscht que preparaba Yefim, con trozos de puerco flotando en grasa, la famosa cuchara de escamas negras ya imposibles de quitar, eneldo picado, crema agria. Delicioso y mortal. Sangre de la remolacha, suaves trozos de repollo, encurtidos de pepino y chorizos polacos.

Inmensas águilas entrenadas para matar lobos. He visto documentales de los cazadores de zorros de la cadena del Tian Shan. Hay que tener brazo fuerte para aguantar el peso de esas aves de mirada aguda, recuerdan al Napoleón de Abel Gance. Sueño con el Asia Central. Cada vez se hace más difícil ir, conflictos por doquier. Una opción era el Transiberiano, descender en Tashkent. Vuelo hasta Omsk, a doscientos kilómetros de Pavlodar, también. Veré. Tomar té en un bazar uzbeko. En Denver iba siempre con mis hijas a comer delicias de Uzbekistán, saladas, panes especiales y más. En Kharkiv probé una tarta de carne en una tiendita en la cima de la colina a un paso del hotel, atendida por dos muchachas asiáticas. Compré cerveza en vaso de plástico al lado. Elegí al azar de varias pilas que sobresalían de la pared. Eso, para mí, equivale a felicidad, entrada al universo mayor. De postre, ya cerca de la universidad, ordené un cheesecake de maracuyá que nada envidiaba a Sudamérica. Luego a tomar sol en un banco, con las piernas estiradas, ojos entrecerrados y pensamientos. Bajo la sombra de un gigantesco soldado soviético, de treinta metros al menos, que ostentaba una bandera amarilla azul en la punta de su bayoneta. Ah, Kharkiv, bombardeada hoy, cuándo he de pasear por tu parque Gorky otra vez, cuándo la sonrisa de Kate de perfectos dientes y dichosas caderas. No acepto nuncas, ni hoy que el atardecer amodorra y estoy lejos del ruido de la ciudad y todo parece detenido o en velorio.

Salto entre lecturas del Satiricón y las Memorias del duque de Saint-Simon. Me espera el filme kazajo, La estepa que llora, y otros de Finlandia en la guerra de invierno, un documental argentino sobre la Triple A, larga lista de mis deseos y novedades. Abarcaré cuanto pueda, nadando entre aguas dispares, feliz de haber hallado de nuevo Carrington (Christopher Hampton, 1995), acerca de la vida de la pintora Dora Carrington y el escritor Lytton Strachey. Magníficas las actuaciones de la bella Emma Thompson y Jonathan Pryce. La vi alrededor de 1996, cuando mi novia brasilera me visitaba por tres meses y solo tenía yo dos sillas, una mesa y un viejo sleeping bag. Avenida Peoria, apartamento K24, tercer piso. Tiempos de lujo aunque parezca contradictorio. Libros y discos por el suelo. Un televisor y lo necesario para reproducir videos. Mucho de cine y cuerpos, buena mano en la cocina, ambos, y la brisa de julio entrando por las tres ventanas que daban al jardín de árboles.

Trabajo nocturno. A veces su compañía, el retorno a casa viendo morir las estrellas, cruzar cometas la pradera de búfalos, lunas bifrontes en las selvas donde cantan renos con voz de bajo profundo. Sutiles mapaches se escurren por las escaleras, ese zorro colorado acecha a la multitud de conejos salvajes.

Leíamos a Mayakovski ¿O era Ismail Kadaré?

Sábado de borscht. Cozinhas. Tempranillo español recién descorchado. Tu silueta que recorto con tijera y guardo en un gran libro de Joseph Campbell. La penumbra va cubriendo la imagen de William Blake. Me pondré zapatos para ir a tirar la basura. Antes tengo que hacer limonada, lo más ácida posible, y luego retorno a la cueva primigenia, no tan vacía como ayer.

 

[Imagen: Marc Chagall - fuente: lecoqenfer.blogspot.com]

sábado, 7 de dezembro de 2024

Buenos días, Oscar Wilde

 


Escrito por Claudio Ferrufino-Coqueugniot 

Buenos días, Irina. Diciembre del 2024. Pronto el cumpleaños de mis padres. John Lee Hooker a las siete de la mañana. Café instantáneo, horrible, pan negro con pasta de hígado. No la horma de pan alemán que traía papá de la calle San Martín y que pesaba casi un kilo, sólido, compacto, delicioso. Judío-alemán, contradicciones de la historia, El club de los parricidas de Bierce, El funeral de John Mortonson 

Anoche te paseaste por casa por horas. Con la puerta cerrada podía escuchar ruidos de tazas, sigilos de sábanas, ventanas abiertas. Quisiste hacerme creer que estabas muerta y que tu espectro inconcluso se despedía. Viva estás, no sé si mucho o poco, pero desayunada y duchada. Perecidos mis perros, Choky I y Choky II, a ellos sí que no veré de nuevo. Te ignoré, sorbí la fría manzanilla, leí un poco, me rocié de rusos muertos como de agua bendita y disparé un tanque rebelde en contra de las edificaciones de Homs. Hace una década escribí acerca de ahorcar a Assad. No sucederá, ya lo sabemos, pero al menos este flemático asesino se pudrirá en oro lejos de su reino, con su puta occidental y sus maniáticas crías del averno. 

Recurrente en mí el filme Wilde (Brian Gilbert, 1997), no solo porque me gustó tanto, ni la gran actuación de Stephen Fry, sino porque se inicia en Leadville, montañas de Colorado, en donde regentaba un café, el New West Café, con mi cuñado. Lejos de intentar siquiera una aproximación con la debacle del poeta irlandés, pero recuerdo la celda de la cárcel de Leadville y todavía duele el golpe brutal que con laque de palo me aplicó la policía en la baja columna para despertar mi ebriedad. 24 horas de luz roja; a su modo, la prisión es un burdel. Bajo esa luminaria de crepúsculo barato leí los viajes de Marco Polo y conversé con otro preso mexicano que pagaba su cuota limpiando el pequeño recinto. Me enjuiciaron, prohibieron contactos, dos años de “probation”, presentarme cada mes a declarar ante una atractiva gringa uniformada acerca de mis actividades presuntamente delictivas. Se hundió el café, el guiso de fideo picante, fideos uchu que vendía muy bien a un turismo aterido de frío en la cumbre del viento. A pesar de eso tuve a mi segunda hija, Aly, y cuarenta años después, algo menos, solo puedo enumerar los gozos que ellas dos me han traído y en dónde barrotes de metal, penas, desasosiegos y desamor pesan ligero. 

Mensajes en los dos celulares, pitidos de voces en la distancia. Cómodamente, en medio de brisa cruzada que resfría, termino el breve libro de André Gide sobre Oscar Wilde. Según creo, publicado dos años después de su muerte. Mucho por anotar mas no diré nada. Precioso homenaje de un grande a otro. Disyuntiva en la vida de entregarse al placer o a la mesura. Siete comensales en el funeral del difunto en una callecita de París. Algunos abandonan el cortejo y Wilde llega a la fosa con solo una nota de despedida, de su dueño de casa, encima del féretro. El ruiseñor ni flores recibe, ni cortejo de sabios. Eso dice bien de él. ¿Quién necesita elogio de hologramas? Mejor adecuarse en solitud a un camino que en medio de la lírica había él ya bien previsto. 

Dice Gide que ninguna de las obras de Wilde alcanza la estatura de su conversación. El retrato de Dorian Gray contado en voz supera con mucho lo que después fue impreso. Cómo saberlo, tenemos que tomar su palabra como válida, supongo. 

No canta el ruiseñor del jardín del emperador chino. Chilla la lechuza, blanca con antifaz. Había un período del invierno en Colorado cuando llegaban los grandes búhos de las nieves. ¡Qué espectáculo! Como cuando pasaban las grullas en su ruta al África. Puedo equivocarme y no me importa, me refiero a la emoción, al asombro, love me two times girl, a eso. 

Ámame dos veces, una por hoy, otra por mañana, buenos días, Irina, el verde de los muros de tu edificio está opaco hoy, casi pintado de tristeza mientras el sol brilla. Suena el órgano de Ray Manzarek. Jim Morrison echa un grito desgarrado antes de que la música termine. Cuánta grandeza suele albergar el Père Lachaise. Paseo las sendas con bolsillos desventrados. Ni un amor en el fondo de la tela, ni un pan. Pero Agnieszka Wrokoj todavía tiene ganas de leerme a la vera de Chopin algunas líneas de Oscar Wilde en polaco. Su francés es peor que el mío. Pronto tiene que regresar a su trabajo de empleada doméstica y yo al mío del hambre. Un toque, un beso, ámame dos veces, buenos días, Irina, buenos días, Oscar. Agnieszka toma el camino de Denfert-Rochereau; voy camino de Vanves, el catorce y el quince de la guía Peuser de París que nunca abandoné. 

“La vida nos engaña con sombras”, dice Wilde en Gide, seis años antes de la cárcel. 

Contemplo Europa y sigo con intención de pasar los próximos meses en el este. Los dueños del mundo juegan hábilmente con los miedos, terrores de la plebe trabajadora. Su falsa e incendiaria retórica señala enemigos donde no los hay, pronto no habrá refugio alguno para nosotros. Cuando la sociedad se ceba con algunos, como lo hizo con el autor de El abanico de Lady Windermere, difícil sustraerse al castigo que amenaza. En el reino animal la única especie estúpida es la humana, nada ha aprendido desde que exterminaron a los neandertales. Me pregunto si vivo las postrimerías de nuestro mezquino universo y entiendo que la sangre intenta lavar todo. Quizá no merezca un té en un bazar de Bujara ahora que incendiaron los cafés de Mariupol que miraban al mar de Azov. Pero voy a intentarlo. Entre los cadáveres que se pudrían en los canales supo Pierre Loti, en Pekín, describir con detallada hermosura los recovecos de la Ciudad Prohibida. Descartada la antigua Aleppo quedan, espero, Varna y tal vez Sanaa, en el Yemén, en cuyos alrededores las campesinas llevan altos y negros sombreros que las hacen parecer hechiceras medievales. Como la Meg Merrilies, la gitana de Guy Mannering, de Walter Scott. 

“De su sabiduría como de su locura, jamás entregaba sino lo que él creía que su auditorio podría gustar; servía a cada uno ración según el apetito”, André Gide. 

Desperté ya. Dos discos se consumieron en la creación de la memoria. Lin Yutang decía: “Nadie se da cuenta de lo hermoso que es viajar hasta que regresa a casa y descansa en su almohada”. Pero un viaje hacia la muerte únicamente tiene de hermoso el retorno. Tal vez en eso pensaba Oscar Wilde cuando se recluyó en Berneval después del cautiverio. 

Líneas de La balada de la cárcel de Reading:

“(…) hasta el barro pedía sangre al asfalto de sed ansiosa: Supimos que antes del alba alguien colgaría en la horca”. 

No importa cuánto el mal nos haya destrozado. Oscar Wilde aguantó el embate del tiempo junto al desdén. Otro irlandés, el explorador Ernest Shackleton, ejemplificó lo que implica la entereza. En medio del sureño polo espantoso, cuando los hados llegaban siniestros, recitó a sus marinos versos del poeta Robert Browning. Sobrevivieron.

 

[Fuente: lecoqenfer.blogspot.com]

sexta-feira, 1 de novembro de 2024

Montañas de Bolivia

 


Escrito por Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Subíamos en medio de soberbias alturas no nevadas y un algo raleado bosque de eucaliptos hacia Potolo, departamento de Chuquisaca, Nelson Tovar Ortuño y yo, en un auto chino que respondió muy bien a semejante odisea. Lo digo así porque cuando uno está al otro lado de la cordillera de Los Frailes, ya en los valles, mirando arriba, parece increíble haber descendido esa distancia. Se duda si será posible volver y, otra vez, el vehículo del oriente lejos responde. 

Tierra de hermosos tejidos jalq'as, de sofisticada figuración. Monstruos, o lo que fueren, seres mitológicos, oníricos, estampados en fondos rojo y negro, como las montañas que acabamos de bajar. De la cumbre se observan tonalidades carmesíes de polvo, ríos de agua gredosa, tormentas de viento, árboles típicos de los valles bolivianos, maíz, quinua, papa. En la plaza de Potolo figuras de yeso de muy mala calidad representan héroes locales. Me recordó Tarabuco y las mismas representaciones burdas de sus triunfos ante España, tan distintas a la finura de sus textiles, más en Potolo que en Tarabuco, Yamparáez o Candelaria, pero también. Leo ahora el libro de Lindaura Anzoátegui de Campero, esposa del general Narciso Campero, acerca de Manuel Ascencio Padilla y me ubico, en parte, en esta geografía que recorremos hoy. 

Con lentes de sol por la brillantez del aire, imagino tanto que desconozco. Cerros en forma de ráfagas recuerdan hechos históricos. De muy joven quise escribir una novela que tratase del viaje, a pie, de Tomás Katari de Macha a Buenos Aires con justas demandas económico-burocráticas. Devino en rebelión y en esas montañas que contemplo, desbarrancaron al caudillo. Hubo flores y chicha en el triste festejo de su muerte, cuando lo sacaron del fondo del abismo. Mientras tanto, habían lapidado y extirpado los ojos de su asesino, dejándolo insepulto por ahí, por donde mis ojos caminan como si tuvieran piernas y la imaginación es más viva que la sed. Aquellas páginas no se escribieron, la vida llevó hacia otros derroteros y hoy es tarde para dármelas de investigador con un largo proyecto literario. Pero es bueno ver esto, bueno saber, mal que mal en esta guerra racial que consume Bolivia hoy tenemos que aceptar que nuestra historia es tanto compartida como propia, nos pertenece a todos, así no lo acepten los adláteres de alguna confusa pureza de raza. 

En la otra vertiente, en las curvas del camino por el que subían empolvados minibuses cargados de gente, aparecían casas solariegas que parecían vacías mas no abandonadas, de bucolismo tal que harían las delicias de cualquier cochabambino. Pequeños pueblos, nombres de embrujo, piedra de los ríos, olor a eucalipto, sendas con un destino anotado apenas en un peñón al lado. Con Nelson conversamos que en otra ocasión los seguiremos, hasta los todavía mágicos lugares de Potosí norte, las pampas acuíferas, la ruta de la plata, el oro y la diablada. 

Estoy con El macizo boliviano, libro de Jaime Mendoza; lo estoy disfrutando. Seguirá Raúl Botelho Gosalvez y ensayos sobre el país. El autor nombra localidades, lugares que busco con avidez en la red, en los mapas de Google. He pasado una tarde tratando de ubicar picos de la cordillera occidental fronterizos con Chile, fuera de los famosos Licancaur, Ollagüe, etc. Sin éxito. No dudo que todavía existan, volcanes apagados muchos, pero les habrán cambiado nombres. Conocí a la hermana de un amigo a quien los militares deportaron a Ollagüe por actividades subversivas, al lugar más inhóspito del mundo. Majestuosamente  bello, sin embargo. 

El geógrafo-escritor deambula, con largos párrafos y capítulos según su estilo, por una altiplanicie y orografía a las que poco falta para ser fantasía pura. Tiempos idos hoy que el capitalismo brutal de las mafias ha infectado el largo y ancho de la república. Hablamos de vistas de fines de los años veinte; el saqueo medioambiental, la falsa retórica indigenista, una historia corrupta y desalmada han casi acabado lo que quedaba. De profundo negro, el futuro. Como las oquedades del Tata Sabaya en donde se escondieron tanto indígenas chipayas como chinchillas azules, perseguidos por aymaras y blancos por igual. Relata Jaime Mendoza que los aymaras utilizaban hurones (serían comadrejas) para cazar las últimas chinchillas. El Tata, la montaña, los dejaba penetrar por sus resquicios y ya adentro los mareaba para que no saliesen más. Llorará el volcán Sabaya por sus hijos muertos, porque el viento feroz y helado ya no trae vestigios de vida. Tengo en mi colección de antiguos tejidos andinos tres fabulosos chullpas. Me dijeron “del Desaguadero”. Preguntas sin respuesta, solo adherirse a la belleza, al imperecedero arte de los contradictorios hombres. En 1980, viajando a Chile, auge de la dictadura de García Meza, nos detuvimos a tomar un baño a orillas del otrora gran río Desaguadero. Luego, caminando, me aproximé a un grupo de chullpares muy excavados por los ladrones de tumbas y me enteré que eran baños públicos en la inmensidad de la nada… Seguimos hacia Tambo Quemado, en otra ocasión lo hicimos por Turco, cruzando Curahuara de Carangas, de triste recuerdo para mis tíos falangistas. Frío y notable iglesia. Café destilado en vasos de metal. Queso y pan marraqueta. 

El Sajama es una de las cosas más impresionantes que he visto. Solitario, misterioso, hatos de cientos de llamas alrededor, uno que otro pastor. En el vivac de los camioneros bolivianos en Arica, Chile, se contaban historias de terror y espectros acerca del gigante que crece como seno de mujer en la llanura. Narra Mendoza que un dios envidioso de que alguien le hiciera sombra al Illimani, lanzó un potente hondazo contra la montaña rival descabezándola y enviando la parte superior muy lejos en el altiplano. Así quedó sin cabeza el Mururata y la testa fue, y es, el Sajama, lejos de cualquier envidia divina, en la torre de marfil de las maravillas. 

Ha pasado mucha agua, demasiada sequía en realidad, y ya no existe el Poopó y no sé si los nativos que se cobijaron en la falda del Sabaya, a orillas del lago Coipasa, continúan latiendo o no. De las chinchillas olvídense. De las vizcachas, igual. Cuando cruzamos la frontera en Tambo Quemado fue como penetrar a otro mundo, con la estética agreste de nuestro entorno, tan feraz y atractiva como la nuestra pero con profusión de especies animales: vicuñas, vizcachas, ñandúes, zorros ya invisibles en Bolivia. Los Payachatas, dos, impertérritos, observaban el camino pavimentado chileno que iba hacia Putre. Cuando retornamos, la frontera boliviana no tenía a nadie en oficina. Estarían de fiesta o de defecada a la intemperie. Lo cierto es que sellamos nuestros pasaportes nosotros mismos y vamos a Patacamaya. No sin antes tomar en el pueblo una grasienta sopa de asnito, asno, sí, de los miles que Jaime Mendoza alega vivían a la vera del Tata Sajama. Con burro rebuznando en el estómago bordeamos la masa helada, tan imponente que dan ganas de rezar. Pedro no estaba en el pueblito de Sajama y hablamos de cómo les estaría yendo a nuestros amigos presos por el golpe de estado en las cárceles del DOP de La Paz. Sesiones de manguera en culo hasta que llegaron los suecos y se los llevaron al paraíso sexual de Malmö donde olvidaron la revolución. 

Por ahora hablo de la cordillera occidental y del gran vacío entre las dos cadenas que se bifurcan y se unen debajo en los Lípez creo. En esa parte oriental que comienza con la increíble Cordillera Blanca y va achatándose y expandiendo en el sur, está Potolo. Hablaré en otra ocasión de ella. En mi sexta década voy a adentrarme en la profunda Bolivia, lectura y viaje, y al morirme es posible que haya encontrado los orígenes de mis contradicciones. De nada servirá cuando el fuego consuma la calavera pero supongo que habrá un instante de sosiego anterior que traiga silencio melancólico semejante al paraíso.

 

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[Imagen del autor - 2024/tormenta de polvo sobre el río Potolo - fuente: lecoqenfer.blogspot.com]

quinta-feira, 28 de dezembro de 2023

El olor de las ciruelas

 

Escrito por Claudio Ferrufino-Coqueugniot 

La casa huele a ellas. Hiervo ciruelas blancas para hacer refresco, a la usanza de mi abuela Neptalí y mi madre Alicia. Espumoso, color ámbar. Añejo árbol que estaba en la puerta de la casita de los tíos que con el tiempo quedó detrás de una construcción mayor. De ahí venía la cosecha. Claro que cuando la abuela murió y crecieron los abismos las cosas tuvieron que cambiar. En el patio trasero del hogar nuestro en la calle José Quintín Mendoza se plantó un ciruelo rojo que daba dulces morados frutos. De resina a sangre los tonos, aunque similares ambos en el sabor y el aire corría por las habitaciones durante el hervor.

Lo hago de noche a propósito, para mezclarlo con mi sueño, para en este quinto piso aéreo caminar de nuevo las grandes baldosas de azul y rojo rodeando el arbolito. Lo consigo, duermo profundo y despierto en paz. No sé la hora pero penetra límpido el cielo por entre las cortinas. Desayuno mi ración de guerra, recorro las noticias y festejo soldados rusos destruidos. Hablo con Gogol y discutimos el gran negocio que sería hoy el de almas muertas, solo quitarles el trozo de metal con identificación y enlistarlos entre los productos que cuentan como propiedad personal; total, ni quien levante esos pobres cuerpos ya corruptos que abonan los campos salvajes cerca y entre los dos ríos. Luego caliento un café, corto pan negro, lo relleno de pasta de hígado y abro ventanas para dejar que los ciruelos vuelen libres ya.

Mi padre atrapaba grillos y los metía dentro de casa. Hallaban rincones y por la noche cantaban. Era maravilloso, música de la oscuridad desde invisibles escondrijos.

Mi padre traía verdes delicadas ranas de los arroyos cercanos para depositarlas en medio de las plantas de cartucho. Verde lechuga. También cantaban. Toda la infancia, cantaban. Y coros de sapos en charcos llenos de espuma y diminutos huevos contrastantes. La calle era el límite entre lo urbano y lo rural y por eso inolvidable. ¿Dónde se podrá encontrar esas noches de concierto otra vez? Se han ido. Desde aquí arriba no veo ni charcos ni anfibios. Ladran perros y vecinos, alguna cumbia chicha festeja algo por ahí. No reptan ofidios ni arañas peludas se encierran en agujeros desde donde las hacíamos salir con una delgada paja y saliva. Dejan su refugio y aparecen enfurecidas. Vuelan mariposas cohete y libélulas de todo color. Tesonero trabajo de hormigas, bichos hediondos e insectos lentos que hacen bolitas de excremento de vaca.

Es dulce el maíz cuando tierno. Entramos ladrones al maizal de los K'achitos Gutiérrez. Hincamos el diente como si el wiru fuese el sutil cuello de Isabelle Adjani. Hasta que nos corre el cuidador: maleantes, rateros. Maizales que también fueron rugosos lechos de amor.

Jilgueros macho, cabeza negra y cuerpo de sol, devoran semillas de las flores en el pasillo que da a los dormitorios. El chiru chiru salta entre ramas interiores; marrones, más oscuros que los horneros.

Viaje al rumbo del pretérito, como permitir que los palitos, barcos imaginarios en carrera, se deslicen o tranquen en el fluir de las acequias. Hoy es crepúsculo de ruidos delicados y melancólicos. Y el agua de acequia era de esos, sobre todo cuando el goteante azadón abría la mita con un par de golpes y comenzaba fecunda inundación.

La bicicleta Hércules de papá, de inusual púrpura, aro 28, de hombre, llevaba mis ojos por doquier. En Cuatro Esquinas, en el canal de la Angostura corriendo hacia El Paso, durmiendo cuando todavía se podía dormir en el bosque de eucaliptos azules de Bella Vista. Al otro lado del río creo que se llamaba El Frutillar y era la subida hacia Ayopaya, al agua caliente de Liriuni que me recuerda a Francine y más antiguo a Marinette. Fuerte olor a azufre, el catre de fierro suena demasiado cuando subo a ti, el vapor diluye el tinto del vino.

Sarco, Condebamba, Linde, Chilimarka, Tiquipaya, Apote, la pampa de Pandoja que no existe más.

Dormíamos en la plaza principal de El Paso, partiríamos al amanecer subiendo por Chocaya. Sonidos muy extraños en aquella casa, mitos del adobe, de viuditas y fantasmas, de karisiris y otros demonios. ¿Qué es eso? Sucede que familias de cuyes conversaban y comían grano mientras el mundo dormía. Lo supimos al encender la linterna. Pasitos de duende y chillidos a manera de ecos, profundos, sordos. ¿Chillidos sordos? Pues sí.

De la nada se vienen en mente los nombres de Anatole France y Stendhal. No voy a buscar la razón del porqué. No tenemos ni quince años pero nos emborrachamos con chicha blanca. Huimos cuando cholitas de domingo de asueto quieren bailar. Aterrados, hacia el cerro, mirando siempre atrás como estatuas de sal.

Olor a retamas.

Sobre el pedregal tieso y seco crecen flores amarillas. Olor a retama. Olor a ciruelo.

Atún peruano extendido sobre pan de Toco. Cantimplora llenada en cristalina acequia. Murmura la brisa. Vemos la vieja casa de las aguas termales, armamos carpa que era celeste. Ya lista, bajamos a bañarnos en la piscina. Allí, mucho después, Francine flotaba desnuda observada por los eucaliptos del bosque. Fronda pelirroja, vestido que flamea encima de piedras gigantes cubiertas de fósiles marinos, rocas dignas de galgas y revolución. Entiendo por qué amas Bolivia; no entiendo por qué me amas.

Hay cierto horror en la noche del campo. Así lo sentía yo. La paz del atardecer se hacía maligna al oscurecer. Siempre me ha costado lidiar con la ausencia.

El aroma de la fruta se ha extinguido. Galletas navideñas de mi prima sobre la mesa, un cd abierto de música de órgano de Johann Sebastian Bach. Una foto de mis hijas cuando tendrían doce y diez años respectivamente, supongo creo.

Tres dormitorios completos, camas, veladores con lámparas, pullus encima. Tres puertas abiertas. Gira el ventilador. Enfrente mío, mujeres de Otto Dix y de Christian Schad; a mi izquierda, Jawlensky y Klimt; a la derecha, Alfred Kubin y un primer plano del Acorazado Potemkin en afiche cubano. ¡Cómo no pensar en ti, Odesa!

Cerca de la puerta de entrada, Munch. Y Ben Shahn pone letras a un dibujo suyo de Sacco y Vanzetti. Miro desde el quinto piso buscando la torrentera. Veo edificios, huele a comida y fiesta de sábado nocturno. Ni una sola mazorca de maíz, ni un wiru. Y menos tu barbado sexo de choclo. El reloj dice ahorita nueve treinta y cuatro y ahora nueve treinta y cinco. No se necesita filosofar para saber que el destino, algún destino, avanza y que única queda la fragancia.

Huelo retamas. Ciruelos. Hinojo creciendo al lado de la pila, berros que coleccionan para ensalada. Las hormigas fabrican túmulos de tierra vegetal donde, debajo, no descansan héroes. Frágil festín del recuerdo.

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[Imagen: óleo de Albert Kechyan, Armenia - fuente: lecoqenfer.blogspot.com]

domingo, 12 de novembro de 2023

Cartas, susurros...

 

Escrito por Claudio Ferrufino-Coqueugniot 

“15 de mayo de 88”. Limpiando la roja cubierta enmohecida del Durruti de Abel Paz (¡París, 1986!) encuentro un sobre azul opaco. De la hermosa Ute. Viene de Waldems, estado de Hesse.

¿No te gusto?, preguntas. La alcohólica Cochabamba tiene cielos de El Greco. Claro que me gustas y contemplo tus pezones color de terracota debajo de la chompa de lana y cuello tortuga.

“Las últimas cosas que escuché de ti han sido tus pasos en la noche que se alejaron… ¡Dios mío, qué poético”. Quedé tieso como el conde de Orgaz, momificado mi brazo de Django Reinhardt. Pensar que no te he tocado por más de treinta y cinco años. La próxima, en el aire vuelo por sobre guerras y desastres, acostaré tu cuerpo de cien sobre el musgo y te mataré de amor.

Johann Wolfgang von Goethe, la postal que envías, año desconocido, tarjeta perdida, pero recuerdo. Del original cuadro de Johann Heinrich Wilhelm Tischbein tu carta retrataba al poeta con la pierna derecha en esqueleto. Muy linda imagen ¿fue la belleza o había un mensaje? Tal vez quisiste decir que la poesía no servía para nada, que terminaba en pasos perdidos en oscuridad, al lado de las tristes paredes encaladas del estadio, perfumadas de orines. Luego no te vi, los rostros de mi lecho no eran tú. No que no los amé, besé, lamí, devoré sin sal pero no tú. Quedé con hambre, galgo derrotado levantando polvo con la lama de la avenida Juan de la Rosa. Llegué a casa y dormí. Borrachera llena de epítetos y falsos labios de carey de carnaval.

Mis mujeres alemanas. No hay alarde en ello solo holganza de placer. Antje… si olí sus cabellos fue mucho, tenía pecas en los brazos. Menuda y blanca como plátano guineo. Me concubiné con otra hasta que huí en el tren de Oruro-Villazón; si escapar del destino ha sido mi manera de sobrevivir. Esta, que quise, se inmoló en el altar de los muñecos antiguos, sin viso de religión siquiera, sin argumento. Y tú con Goethe, no era Weimar sino la campiña romana. Tomamos vino tinto y cerveza. Tu amiga francesa se acompañaba de un caribeño de inmenso afro. Sé que ella ha muerto y da pena porque siempre sonrió, amaría vivir como presumo yo de amar morir. La noche avanzó y prometía lo que no habría de cumplir.

Conversamos. ¿Fue Schiller mayor que Goethe? En cierto sentido, sí. Te escribí pobres versos en papel sábana que atesoraste como sedas. Hará un año, dos, que me enviaste fotos de ellos. Me avergonzó leerlos tan simples, pero supe que era yo, uno no puede esconder lo basto de los propios detalles. Sin embargo me trajeron besos tuyos, de esos de medianoche que saben a chocolate y me considero satisfecho, pagado algo en una transacción casi flamenca por los ocres tonos que nos rodeaban. Tu cuerpo acostado, almohadas, un Kohlberg color guinda. Tu vientre y tus pechos que asombraron mi descreída sensación de que detrás del suéter encontraría tenues damascos de las gargantas de Tajikistán mientras que aparecía el jardín de las Hespérides y robaba la fruta como si fuera mito. Opaca sombra del fracaso.

Hannover, Singen, Waldems.

Encontré una carta y no pudo ser trivial. No, viniendo de tres décadas de polvo y humedad contradictorios. Me alegró. Lo extraño fue que la hallé dentro de un libro que conseguí en París dos años antes de que tú aparecieras en escena, cine que tendría consecuencias más bellas que la historia contada en la cinta. Al irme junté cosas, reuní el tiempo como si fuese único y lo metí en cartones y bolsas de tocuyo. Tortura medieval, castigar los amores, embolsar a los amantes y tirarlos desde la altura de la torre de Nesle. Si todos hacemos lo mismo. No podré escribir la canción Pictures of You, de The Cure, porque ni una tengo. Si te la pido enviarás fotos de tus nietos y soslayarás la memoria de manera astuta.

Irina me dice hoy: “Tú y yo parecemos salidos de una novela de Bulgakov”. Me gusta. Me pregunto si entre tú y yo hay envueltas páginas del joven Werther o del Wilhelm Meister, breve uno, voluminoso el otro, iguales a la efímera pasión o al aprendizaje largo y rugoso.

Well people I've been here before
I know this room and I've walked this floor
You see I used to live alone before I knew ya
And I've seen your flag on the marble arch
But listen love, love is not some kind of victory march, no
It's a cold and it's a broken Hallelujah

(Leonard Cohen)

 

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[Imagen: Goethe por Tischbein, 1787 - fuente: lecoqenfer.blogspot.com]