Escrito por Andrés Restrepo Gómez
Cada vez que escucho por televisión que se habla de la supuesta inteligencia del presidente —cuando vocifera a mansalva conceptos económicos o autores vetustos—, busco en YouTube cualquier entrevista a Raúl Ruiz y se me pasa la más remota sospecha de lucidez adjudicable al mandatario libertario. Lo que diferencia a uno del otro es innumerable para esta nota; la sola comparación parece un ejercicio tonto de cadáver exquisito. Sin embargo, aprovechando la antología fílmica de Ruiz que se está haciendo durante agosto en el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires, vale la pena separar la paja del trigo (en cuanto a lo que de inteligencias luminarias se refiere) y tratar de dar cuenta de un autor latinoamericano fundamental e indefinible, prolífico como nadie, y portador de una sensibilidad absolutamente desafiante y, no obstante, legible.
Siguiendo con el exceso de adjetivos, digamos de una vez que Raúl Ruiz fue un cineasta renacentista, en el sentido davinciano del desaforado apetito sapiencial. Tanto en las películas como en las entrevistas nos zambullimos a un gozoso flujo de conciencia, con desvíos insólitos y algunas pequeñas fijaciones, como su entusiasmo por el Corán, la pintura china y el humor negro chileno —que él atribuía a los terremotos—.
Murió con decenas de proyectos sin realizar y terminó (se estima, aunque no se sabe el número exacto) unas ciento veinte películas. Hizo cine en casi todos los rincones del planeta, lo que ha dificultado la recuperación de los negativos. La Cinemateca Francesa intentó hacerlo hace algunos años, logrando reunir solo ochenta, mientras que la Cinemateca Portuguesa alcanzó casi un centenar en una retrospectiva que le organizó a principios de este año. Por si fuera poco, para quienes buscan más datos legitimadores, Ruiz es el único cineasta latinoamericano a quien la revista Cahiers du Cinéma dedicó un dossier completo, en 1983; honor que hasta entonces solo habían recibido Eisenstein, Godard y Duras.
Cuando yo estudiaba cine, Ruiz me parecía un autor más bien antipático, al menos para con el espectador. Y me sigue pareciendo así, con la salvedad de que esa antipatía se manifiesta ahora como un poderoso valor formal y (por qué no) revolucionario. Ver sus películas requiere de un esfuerzo, y haberlas visto una sola vez no merma en absoluto este compromiso craneal, pues cada película suya inaugura un nuevo tipo de estructura que exige otras categorías para ser abordada.
Esto no hace de él un autor que solo resuene dentro de nichos especializados. La poca popularidad no debe engañarnos acerca de la conquista global de su obra. Deseado por Marcelo Mastroianni, Catherine Deneuve y John Malkovich, Ruiz exploró desde el lado más surreal de la televisión y el melodrama (La telenovela errante) hasta las implicaciones lingüísticas de ese trabalenguas insondable que llamamos dialecto chileno (Tres tristes tigres).
Durante su exilio filmó películas como Brise-Glace y Diálogo de exiliados. Pero también fue profeta en su tierra, pues algunas de sus obras más recientes, como La noche de enfrente y La recta provincia, fueron filmadas en Chile. Osó adaptar a Proust y a Racine sin salir herido (El tiempo recobrado y Bérénice); se valió de las artes plásticas para componer una rara especie de policial metafísico (Hipótesis del cuadro robado); y hasta diez años después de fallecido sigue estrenando películas (El realismo socialista y El tango del viudo y su espejo deformante) codirigidas con su viuda, Valeria Sarmiento.
Poco merece una vanguardia ser llamada tal si pasan las décadas y Hollywood asimila sus discontinuidades, planos de espaldas, hipertextos, o esa puritana costumbre de romper la cuarta pared. Debido a su propia identidad paria y anarconarrativa (no anarcocapitalista), Ruiz nos impone una manera auténtica de vanguardia por cierta imperecedera resistencia a ser asimilado por el mercado, e incluso por la hegemonía homogeneizadora —esclava de sus temas, de su “urgencia” y de la “realidad”— de los festivales europeos.
En su ensayo Poética del cine, publicado en 1995, Ruiz critica fuertemente la teoría del conflicto central. Sus ideas, que abogan por una desnaturalización de la narración clásica, pudieron dar lugar a una Lucrecia Martel o, a lo mejor, a un César Aira. E incluso si ninguno de ellos lo toma por referente directo, cualquier deriva latinoamericana de conflictividad elíptica, omitida, autosaboteada, tiene un tufo infeccioso del cineasta chileno.
Hay que decir, ante el probable juicio por elitismo que este autor o este artículo susciten, que el ciclo en el Malba es totalmente gratuito y solo requiere de reserva previa. También es gratuita la exposición Raúl Ruiz: fantasmas arabescos en el Centro Cultural MATTA de la Embajada de Chile. Las inteligencias renacentistas, contrario a lo que se cree, son democráticas y generosísimas, y están al alcance de cualquier espectador flâneur, o de cualquier alumno que asista como oyente a una clase magistral en la universidad pública.
Raúl Ruiz: antología fílmica, Malba Cine —en conjunto con el Centro Cultural MATTA y con la colaboración de la Cineteca Nacional de Chile—, Malba, Buenos Aires, 8 de agosto – 18 de agosto de 2024; Raúl Ruiz: fantasmas arabescos, Centro Cultural MATTA, Embajada de Chile, Buenos Aires.
[Fuente: www.revistaotraparte.com]
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