Cuando nos enfrentamos a una más que posible segunda burbuja inmobiliaria con un encarecimiento de las viviendas tanto en venta pero sobre todo en alquiler, nos detenemos en el clásico ‘El pisito’, dirigida por Marco Ferreri y basada en una novela homónima de Rafael Azcona.
Escrito por Antonio Bazaga
Hace
mucho tiempo que los conceptos de vivienda y de hogar son dos de los
más estudiados en la historia. Meditados a conciencia desde la ética en
la República de Aristóteles, de lo social en la Ilustración, de lo revolucionario en Marx y Engels o lo sociológico de Heidegger, hasta lo jurídico de la Declaración universal de derechos humanos de 1948 y de nuestra Constitución
de 1978. Eso sí, coincidiendo, quizás sin proponérselo, en el hecho
filosófico –o moral– de que la Humanidad y por tanto el individuo,
como suscribió Engels, “por encima de todo tiene que comer,
beber, tener una casa y vestirse, antes de hacer política, religión,
ciencia, arte, etc”. Una vez conseguidos esos derechos mínimos e
inapelables de subsistencia, lo demás puede que entre a formar parte de
interpretaciones de otra naturaleza, economicistas, políticas,
ideológicas… o como ustedes lo juzguen.
En 1959 el encuentro de dos personajes que con el tiempo se convertirían en dos de los grandes cineastas europeos, Marco Ferreri y Rafael Azcona, supuso la creación de una de las obras maestras del cine español, El Pisito,
dirigida como ópera prima de su dilatada carrera por Ferreri, sobre la
adaptación de Azcona de una novela propia del mismo título.
Ambientada en el Madrid de los años 50 en la España de Franco, en el que la crisis inmobiliaria arrasa con las ilusiones y necesidades de la mayoría de la población joven, Rodolfo (José Luis López Vázquez) y Petrita (Mari Carrillo),
novios durante doce años, solo piensan en casarse, pero un obstáculo se
interpone: no tienen un piso donde poder vivir como matrimonio.
Desesperados por encontrar el techo en el que vivir su larguísima
historia de amor, Rodolfo, empujado por la controladora y poco
escrupulosa Petrita, aceptará la idea de casarse con doña Martina (Concha López Silva),
la anciana a la que tiene realquilada una habitación y a la que le
queda poco tiempo de vida, y de esta forma poder quedarse como inquilino
en el piso situado en el centro de Madrid.
El Pisito, disfrazado de comedia neorrealista o de Realismo Grotesco,
como lo definiera el realizador italiano, es más un análisis social,
antropológico y existencial, inmisericorde, sobre la debilidad a la que
la pobreza y sus carencias arrastran a una sociedad.
Entre
la miseria es menos difícil dar la espalda a los valores y afrontar la
vida desde la conveniencia, sin escrúpulo. La desestimación de lo justo
que deriva sin remedio, de manera casi forzosa en la picaresca, tan
mediterránea. Una picaresca que con esta gran película da la impresión
que hemos entendido mal, ya que parece no enorgullecernos, como
creeríamos, comprendiendo que su alegoría es en esencia darnos a conocer
la profundidad de la amargura escondida entre las situaciones más
hilarantes.
Y de eso no falta en El Pisito; Ferreri
retrata a los personajes creados por la pluma de Azcona a través de un
montaje deliberadamente enloquecido, con una profundidad de campo en la
que aparecen y desaparecen infinidad de personajes que interactúan en
segundo plano bajo el velo del absurdo, resaltando aún más la ironía
frente a la insatisfacción del protagonista y la falta de generosidad de
la que está rodeado. Ferreri juega con toda la artillería posible: la
masificación, la debilidad de carácter, el deseo sexual como arma, los
sueños frustrados, la falta de reparos, la ironía, la falsa
conmiseración.
Hemos de resaltar las grandes interpretaciones, no
solo de los protagonistas sino del reparto entero, que cuenta, entre
otros, con actores de la talla de María Luisa Ponte, Ángel Álvarez o
Chus Lampreave. Ácida, tragicómica, negra, conmovedora, cruel, así es
esta película, una de las obras maestras de nuestro cine patrio, tan de
ayer como de hoy.
Hoy día, que al parecer volvemos a estar sumergidos (¡otra vez!) en un tifón
urbanístico, con bancos que hipnotizan a sus confiados clientes para
hipotecarse ante un mercado inmobiliario cada vez más caro, con cada vez
menos opciones por las que tomar una alternativa entre la falta de
vivienda social, los fondos buitres y el rabioso progreso del llamado
apartamento turístico, echarle un vistazo a esta película puede ser un
revulsivo que al menos nos haga pensar que no han cambiado tanto las
cosas como debieran. Porque dejarse ningunear termina, como en El Pisito, por rendirnos ante la falta de escrúpulos de quien nos rodea.
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