Escrito por Claudio Ferrufino-Coqueugniot
La juventud… Dos chicas, historiadora una y socióloga la segunda, hablan acerca de Bolivia con un amor que creo no tengo, ni tuve estando allí, jamás. Me pregunto por qué. Que Bolivia crece sin parar en la memoria, la vida, en mi literatura, no tengo dudas, y me alegro por ello. Que no necesito confesar amores ni alegatos de patria, también. Basta con su presencia y la mía, indisolubles. Saber que nací allí y allí moriré, que no tendré enterramiento alguno porque ya dejé instrucciones que en el spiedo de la cremadora me convierta en polvo que arroje alguien, ellas de ser posible, desde las alturas de Puka Puka, donde había qhewiñas, sobre el valle que fue de eucaliptos y que hoy es pasto de la anti-plurinación.
Ayer fue día del padre. Concuerdo con el mío ya ido que ese es invento de comerciantes, como todos los otros, como el de Cristo niño bien vendido en el mercado de la espiritualidad contante. Concuerdo con el poeta negro Nicomedes Santa Cruz que cualquier domingo de mayo escogido para idolatrar a la madre “vergüenza debiera darme”. Dicho eso, cuento que “festejamos”, que ellas quisieron traerme regalos: Emily una biografía del pistolero Wild Bill Hickok, que llenó la infancia de épicas en el semidesierto del oeste norteamericano, y Aly un Jameson de 12 años, whisky irlandés. A leer y a beber; quizá el sol no salga mañana y no conversemos ya con los amigos muertos.
Bolivia vino con el sabor; construí una llajwa cochabambina con los recursos del norte; no estuvo mal. Porque tosté las papas como se las tuesta para el sillpancho y ahí supimos la gloria de haber nacido yo tan lejos, tan cerca del corazón de mis hijas, donde el recuerdo tiene olor a molle. Nada mejor que la papa para acordarse del color de las montañas de Lípez, el verde adormilado y terroso de Anzaldo. Siempre me tiro hacia el valle y el cerro. El trópico no me tuvo de adicto, ni por aguas de ríos caudalosos y menos por calor. Prefiero los terrones duros y la lluvia que siendo escasa es adorada cuando cae. El embeleso “del Chapare” no ha nunca formado parte de mi necesidad vital y ese fue el país que les mostré, el único que conocen. Del que ahora hablamos.
Toro Toro. Tuvieron que pasar 50 años para que el interés de muchachas curiosas y patriotas en el buen sentido, de un país que ni siquiera es suyo directamente sino de soslayo, me obligaran a emprender esa larga marcha. A qué decirlo, gocé. Me reencuentro conmigo mismo y mi historia familiar cada vez que dejamos la zona urbana e indagamos el campo. Si no hubiera sido que el chofer nos torturaba una y otra vez con las atrocidades de los Kjarkas, el viaje hubiera sido perfecto. Inolvidable la vista del río Caine desde la altura y bordeando sus orillas con líneas de preciosos papayos enanos. Como en Humahuaca, el Jujuy quechua y argentino, en el Caine, la tierra se pinta multicolor: gris, verde, amarilla, roja. Me vino la historia, Goyeneche cruzando el río, Esteban Arze y sus lanceros. Todas las sangres mi sangre y decidí, entonces y ya de atrás y largo, regresar. Dije que tendría que recorrer los caminos del sur, que no veía el Chorolque desde un lejano 1984; el Sajama desde el 80; Siete Suyos, Quechisla, Betanzos y Villa Abecia. Hay letras que escribir allí. Me esperan. Callejas y pajas bravas, diablos y morenos. O el silencio, pavor en las heladas paredes de la iglesia de Curahuara de Carangas.
Emily y Aly afirman que apenas venga el consulado ambulante boliviano por Denver otra vez, sacarán sus papeles, el que la constitución les concede como hijas mías. Envidio su cariño por el sol que quema en la calle José Quintín Mendoza, la de los abuelos. Sé que he de regresar pero me gustaría hacerlo así, con espíritu alegre y sorpresa. Tal vez.
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[Publicado en EL DÍA (Santa Cruz de la Sierra) - foto: Pico Tunari/Douglas von Hollen - reproducido en lecoqenfer.blogspot.com]
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