sábado, 29 de abril de 2017

Marraquetas.../MIRANDO DE ABAJO


Escrito por Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Quizá porque era domingo y se alternaban sol y lluvia. O porque se cocinaba un puerco con reminiscencias de fricasé. Puede ser. Lo cierto es que pensé en la marraqueta. La había visto tanto durante mi vida, a diario, que la costumbre me hizo obviarla hasta un día en que mis hijas, en Denver, nacidas en Norteamérica de madre norteamericana, y hablando sobre sus visitas a Bolivia, recordaban las marraquetas del desayuno de la abuela. Ahí presté atención a este acorazado de masa, demasiado duro para mi gusto, pero sabroso.

Se pasaba el cremoso Roquefort encima, o la mantequilla PIL, o la mermelada de guindas que es única del país (que no hay cereza o baya  en este hemisferio que se le iguale). En Cochabamba, además, ajenos e irreverentes a la hoy condición paceña del pan, parte de su manifiesto histórico.

He visto en Chile marraquetas similares. Iquique puede como La Paz reclamarlas parte de su patrimonio cultural. Pero el sabor no coincidía, no sé si en la sal, si en el agua del Ande opuesta a las subterráneas del desierto o qué. En dudas tales comienza a formarse el mito. Si a eso se suma la infancia, los años que corren fatídicos, la pérdida precisa de la memoria en cuanto a sabor y aroma, ya está: la marraqueta se ha convertido en mítica, con características que le dan dote de chamán alimenticio. Pan de pobres, sobre todo, pero también atesorado por los ricos. Como el Carnaval, revolución social.

Recibo por email, desde esa hoyada entre infame e inolvidable, una tarjeta de réquiem por el fallecimiento de este tipo de pan. No se invita a asistir porque no se entierra lo grande e intangible. Invita a la pena, pero la tristeza tiene facetas más mundanas y dramáticas que la ilusión y nos envuelve en la marisma inmunda de la política, donde hay gobernantes disfrazados queriendo crear escuela de moda y sudorosos panaderos de espaldas brillosas y salitrosas. En medio de la brega entre ellos, la marraqueta elude su rol amistoso y tórnase en ficha de un juego macabro de poder y oro, un juego esperado y por qué no, lógico.

Cuarenta centavos, cincuenta centavos, semejan cantidades irrisorias. No en una tierra en que 80 por ciento de sus pobladores viven del trueque en un intercambio que con lucidez compara un periodista boliviano al Manchester del XIX, en el caldo natal de un sistema que se fortalece más, aunque ya lo difuntearon pensadores de mucha talla y maricas locales. La marraqueta, entre tantas otras cosas, representa ese capitalismo pujante y desalmado que impera en la mal llamada patria socialista, donde reclutas pelones y mugrientos y gordos oficiales de escaso movimiento y menos batallas no alcanzarán jamás la maestría en la confección de esta masa de harina de cualquier empresario independiente. Hay sabores con características propias, singulares, que la masificación no iguala. La pequeña empresa privada suele ser el espinazo de las naciones y, tal vez, puntal de un sistema democrático. Por eso se la ataca tanto, aunque en el caso boliviano, a diferencia del norteamericano, ella depende en parte o en mucho de las decisiones y/o subsidios estatales, lo que no la hace por completo independiente.

Un domingo, la opinión “extranjera” de los más cercanos, el desbrozar recuerdos hasta hallar rescoldos de placer, la imagen de la larga mesa, de padre y madre en cabecera, de un desayuno y una mañana, con un sol que no se repite, con dosis de nostalgia y asco por la debacle boliviana, con tangos que pasaba por radio un tanguero oriundo. Al medio, en paneros de mimbre, tortillas y marraquetas; a veces tocos y ch’amillos.

Hoy los panaderos sitian la capital, con la avidez de cóndores de Isherwood. La cercan de ausencia: la marraqueta no está. Y el terror de desaparecer lo que siempre estuvo tiene augurios de catástrofe nuclear.

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Publicado en El Día (Santa Cruz de la Sierra)


[Fuente: lecoqenfer.blogspot.com]

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