Un
precioso volumen suma poemas inéditos a la Poesía completa del gran
poeta cubano publicada en 1985. Son 1.000 páginas por las que dejarse
llevar gozosamente
José Lezama Lima fotografiado en 1970. Iván cañas (France press) |
Escrito por Edgardo Dobry
Cuando el comienzo de la guerra civil española le hace decretar a Neruda
el fin de la fiesta vanguardista (“¿Preguntaréis por qué su poesía / no
nos habla del sueño, de las hojas (…)? / Venid a ver la sangre por las
calles”), un habanero solo seis años más joven que el chileno, José
Lezama Lima (La Habana, Cuba, 1910-1976), publicaba su primer libro, Muerte de Narciso:
“Dánae teje el tiempo dorado por el Nilo / envolviendo los labios que
pasaban / entre labios y vuelos desligados. / La mano o el labio o el
pájaro nevaban…”. Parecía que, de pronto, el endecasílabo áureo y el
alejandrino modernista servían de instrumento de una música nueva,
oscura e hipnótica. Un metro que empieza a deshacerse, al poco, en
versículos donde solo la referencia al mito clásico sostiene, en el
sentido, un juego de todos los timbres, en el sonido. La adhesión a las Soledades de Góngora
es ya evidente allí: “Gota marmórea y dulce plinto no ofreciendo”. Pero
la atmósfera de erotismo sombrío es cercana a los grandes malditos
franceses de finales del XIX: Rimbaud, Lautreamont. Y, en la formulación
de una poética, que para Lezama fue tan importante como la poesía
misma, a Mallarmé: “Tres siglos después parece como si Mallarmé hubiese
escrito la mitología que debe servir de pórtico a don Luis de Góngora”,
escribió en 1956.
Esta contracorriente desde el simbolismo a Góngora es capital en el
pensamiento y en la obra poética de Lezama Lima: también está en su idea
del Barroco como “arte de la contraconquista”. En un ensayo capital, La expresión americana
(1957), sostiene que la lectura e imitación de Góngora le sirvió a sor
Juana Inés de la Cruz, a finales del siglo XVII, para intuir la
Ilustración; para desarrollar, desde su posición periférica (un convento
de México) y su biblioteca fragmentaria, una apetencia universal de
conocimiento. Se funda ahí una posición americana que Lezama,
que apenas abandonó La Habana en toda su vida, encarna en el siglo XX;
de un modo que puede compararse al de Borges desde Buenos Aires, aunque
las obras resultantes sean del todo diversas. Lezama, en su Coloquio con Juan Ramón Jiménez,
llamó “insularidad” a esa posición. La poesía de Lezama es magmática,
golosa, opaca: “Apesadumbrado fantasma de nadas conjeturales, el nacido
dentro de la poesía siente el peso de su irreal, su otra realidad,
continuo. Su testimonio del no ser, su testigo del acto inocente de
nacer, va saltando de la barca a una concepción del mundo como imagen”,
escribe en Las imágenes posibles (1958). Imágenes como: “Ah,
que tú escapes en el instante / en el que ya habías alcanzado tu
definición mejor. / Ah, mi amiga, que tú no quieras creer / las
preguntas de esa estrella recién cortada / que va mojando sus puntas en
otra estrella enemiga”; o bien: “Las óperas para siempre sonreirán en
las azoteas / entre las muertas noches sin olvidos marinos”; o también:
“El problema de la cuaresma del ruiseñor está ya alegremente resuelto. /
Si canta bien, golpea: si canta mal, estalla”.
La tremenda carnalidad de la palabra de Lezama, tanto en su poesía como en su novela Paradiso (1966),
se extiende sobre el plano de lo que Severo Sarduy llamó “la
proliferación”: un abanico de significantes que orbitan sobre el vacío
de un significado velado o escamoteado. Exiliado en París, en presencia
de los grandes debates de la nueva crítica y del posestructuralismo,
Sarduy puso a Lezama como fundador de la escuela que denominó
“neobarroca” y que domina buena parte de la escritura de poesía en
América Latina desde la década de 1970: “Lezama es, en nuestro espacio,
ese antecesor; es su obra la que, desde el porvenir, regresa e invita a
que la convoquemos para que el advenimiento de ese porvenir se haga
presente (…) un probable surgimiento del neobarroco hoy a partir de su
obra, en la luz caravaggesca de su escenografía”. Poetas tan distintos y
distantes como los uruguayos Echavarren, Espina, Milán o Marosa di
Giorgio, el cubano José Kozer, el mexicano Jacobo Sefamí o los
argentinos Carrera, Piccoli, Tamara Kamenzsain y Perlongher formaron
parte, en algún momento de su trayectoria, de esa corriente. La obra
poética y ensayística de Lezama fue debatida intensamente en los últimos
40 años, como lo muestra la cantidad de abordajes de todo tipo, desde
el musical hasta el psicoanalítico. Este último puede sustentarse, por
ejemplo, en el primer verso de ‘Llamado del deseoso’ (Aventuras sigilosas, 1945), donde Lezama parece intuir a Jacques Lacan: “Deseoso es aquel que huye de su madre…”.
Como varios de sus compañeros del grupo Orígenes, Lezama tuvo una
visible inclinación católica, de la que su poesía da cuenta en los muy
singulares ‘Sonetos a la Virgen’ de Muerte de Narciso, entre
otras páginas. No fue ese, seguramente, el único motivo por el que su
convivencia con la Revolución fue incómoda y difícil. Baste un solo
ejemplo: como jurado del Premio Casa de las Américas, Lezama se vio
envuelto en el más que desagradable caso Padilla, que marcaría,
a finales de la década de 1960, el fin del apoyo unánime de la
intelectualidad latinoamericana al régimen castrista. El último texto
recogido por esta Poesía completa, “Ernesto Guevara, comandante
nuestro”, que solo en un sentido muy lábil puede considerarse un poema,
muestra que, a 40 años de su muerte, la incomodidad no acaba de
resolverse. César López explica, en el epílogo, que la presente edición
reproduce la publicada en La Habana en 1985, a la que agrega algunos
poemas hasta ahora no recogidos en libro. Es un volumen precioso: 1.000
páginas de océano poético por los que dejarse llevar gozosamente.
Poesía completa. José Lezama Lima. Sexto Piso, 2016. 1.078 páginas. 34,90 euros
[Fuente: www.elpais.com]
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