Escrito por Jonathan Cook, Middle East Eye
Hay muchas razones por las que Gaza lleva meses fuera del radar de la mayoría de los medios de comunicación occidentales, a pesar de que el enclave se está convirtiendo en una zona de exterminio cada vez mayor.
Una de ellas es que, casi un año después de lo que el Tribunal Mundial ha calificado de «genocidio plausible», en el que Israel ha mantenido alejados a los periodistas occidentales y ha matado a la mayoría de los periodistas palestinos, además de expulsar a las organizaciones internacionales de ayuda y a las Naciones Unidas, casi no queda nadie que nos cuente lo que está ocurriendo.
Solo tenemos instantáneas del sufrimiento individual, pero no la visión de conjunto. ¿Cuántos palestinos han muerto? Sabemos que hay al menos 40.000 muertos a manos de Israel: las muertes registradas por los funcionarios palestinos antes de que se colapsara el sistema sanitario. Pero ¿cuántos más? ¿El doble? ¿Por cuatro? ¿Por diez? La verdad es que nadie lo sabe.
¿Y qué decir de la hambruna que asola Gaza desde hace muchos, muchos meses, mientras Israel bloquea sistemáticamente la entrada de ayuda al enclave, de acuerdo con su promesa de octubre pasado de negar a los palestinos de allí alimentos, agua y energía?
El fiscal jefe de la Corte Penal Internacional, Karim Khan, ha solicitado órdenes de detención contra el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, y su ministro de Defensa, Yoav Gallant, porque la hambruna con que ambos asolan a Gaza constituye un crimen contra la humanidad.
Pero la prolongada hambruna se presenta como un crimen casi sin víctimas. ¿Dónde están los muertos de esta hambruna? Desde luego, no están en nuestras pantallas de televisión ni en nuestras portadas.
Es probable que nunca se conozca el número real de muertos, como tampoco se conoció tras los baños de sangre de Occidente en Afganistán, Iraq y Libia. Los políticos occidentales no tienen ningún interés en conocer la verdad, y los medios de comunicación occidentales no tienen ningún interés en descubrirla.
Las noticias de Gaza están siendo activamente enterradas por otra razón. El genocidio de Israel sigue siendo una prueba tangible e impactante de que las capitales occidentales no son los bastiones de la democracia y baluartes contra la barbarie que dicen ser.
Los políticos occidentales han sido totalmente cómplices del genocidio, un hecho imposible de ocultar a sus públicos. La matanza podría haberse detenido en cualquier momento, si la administración Biden así lo hubiera querido.
Los ciudadanos de a pie han dejado claro que quieren que se ponga fin a la matanza, y por eso Biden tiene que fingir que «trabaja incansablemente» para negociar un alto el fuego, un alto el fuego que podría imponer cuando quisiera.
Israel depende totalmente de la generosidad militar, diplomática y financiera de Estados Unidos, como demuestran las 50.000 toneladas de armas que la administración Biden ha enviado a Israel desde el pasado mes de octubre.
Pero lo cierto es que la política occidental no responde en absoluto a las demandas populares. Los últimos vestigios de responsabilidad democrática fueron desmantelados hace muchos años cuando los sistemas políticos occidentales fueron completamente capturados por poderosas corporaciones mundiales.
Decenas de millones de personas salieron a las calles de Europa para tratar de detener la invasión ilegal de Iraq por parte de Estados Unidos y Gran Bretaña en 2003, y no sirvió de nada.
La situación de Gaza es aún peor. No es solo que, como antes, nadie en el poder escuche. Quienes se oponen al genocidio de Israel y a la complicidad de Occidente en él están siendo difamados. Los millones de personas que se manifiestan contra la matanza son «decenas de miles», pero se les calumnia activamente como «antisemitas».
Los Estados occidentales -y su autoproclamada «alianza defensiva», la OTAN- no están ahí para representar el interés público. Se han convertido principalmente en vehículos para la promoción de los estrechos intereses de una élite corporativa, cuyo propósito, a su vez, es desviar a manos privadas los beneficios de las guerras permanentes financiadas con fondos públicos.
No son solo los fabricantes de armas y las industrias de alta tecnología, con sus florecientes negocios de vigilancia, cuyas acciones están subiendo como consecuencia de la matanza en Gaza y Ucrania.
Bloomberg informó el mes pasado de que los ataques aéreos israelíes sobre Gaza habían convertido los hogares de 2,3 millones de palestinos en 42 millones de toneladas de escombros. Eso es suficiente para llenar una fila de camiones volquete desde Nueva York a Singapur.
No serán las empresas de Gaza las que se lleven los beneficios de la gigantesca operación de limpieza. Tras 17 años de bloqueo del enclave por parte de Israel, el sector industrial y comercial de Gaza apenas existía incluso antes de la actual campaña de destrucción israelí. Los beneficiarios, una vez más, serán las empresas occidentales.
Si el «día después» llega alguna vez, serán las empresas occidentales las que pujen por reconstruir Gaza, y lo más probable es que no sea para los actuales habitantes palestinos. Israel los quiere muertos o sometidos a una limpieza étnica del territorio.
Una Gaza arrasada y vacía será una tabula rasa. Los judíos israelíes ricos podrán adquirir nuevas y caras propiedades frente al mar. Nuevas zonas industriales y puertos podrán exportar fácilmente a Europa y al norte de África.
Y eso antes de considerar quién explotará el abundante gas natural de la costa de Gaza, que las empresas occidentales han estado codiciando durante las dos últimas décadas.
Las corporaciones occidentales han engordado cada vez más al mismo tiempo que se exigía a los ciudadanos occidentales que se ajustaran el cinturón sin cesar.
El nuevo primer ministro del Reino Unido, Keir Starmer, que entiende que su propia supervivencia política depende de la continuación de este asalto corporativo a la riqueza pública, está gestionando afanosamente las expectativas de los británicos.
Armado con una mayoría parlamentaria masiva, no tiene ningún mensaje de esperanza o cambio. La semana pasada dijo a los británicos que «las cosas están peor de lo que nunca imaginamos». No se refirió a por qué estaban tan mal, más allá del previsible escarnio político contra el gobierno anterior.
Starmer advirtió de la necesidad de «hacer las cosas de otra manera». Pero la diferencia que ofreció fue en realidad un compromiso con más austeridad, la política emblemática de sus predecesores.
Al igual que la agenda de Starmer no cambia en el frente interno, tampoco en política exterior. Las guerras interminables continuarán.
El nuevo gobierno británico, como el anterior, sigue vendiendo excusas para seguir vendiendo armas a un ejército israelí que las utiliza para masacrar a civiles.
El ministro de Asuntos Exteriores, David Lammy, se arrastró ante Israel el 2 de septiembre al anunciar que suspendía el 8% de esas ventas tras haber sido advertido de su posible uso en crímenes de guerra israelíes. Al parecer, no hay problema en enviar el otro 92% de los contratos militares, incluidos los componentes utilizados en el escuadrón israelí de aviones de guerra F-35, a un régimen que participa activamente en el genocidio.
Mientras tanto, el nuevo gobierno, al igual que el anterior, prosigue con lo que denomina «enfoque láser»: mayores oportunidades de negocio con Israel.
En Estados Unidos, Kamala Harris, metida con calzador como candidata presidencial demócrata para sustituir a Joe Biden, sin un solo voto emitido, es vendida por unos medios de comunicación complacientes como la candidata de la «alegría», un insípido mensaje político tan vacío de contenido como el muy celebrado eslogan de «esperanza» del expresidente Barack Obama.
La «alegría» sirve de excusa para reprimir. Los manifestantes fuera de la Convención Nacional Demócrata, mientras se coronaba a Harris, protestaron contra su complicidad y la de Biden durante casi un año en el genocidio de Gaza. Pero no se les iba a permitir que empañaran el «alegre» ambiente del interior. La policía los expulsó a la fuerza.
En su primera entrevista desde que fue nominada, Harris prometió que Estados Unidos seguiría apoyando el genocidio en Gaza, incluso si, como parece muy posible, eso le arrebata un puñado de estados indecisos en noviembre y garantiza la elección de Donald Trump como presidente.
Tanto Starmer como Harris son fieles criaturas de una burocracia permanente que fue capturada hace mucho tiempo por la máquina de guerra corporativa de Occidente ávida de beneficios.
Su hijo predilecto es Israel, un Estado altamente militarizado -una excrecencia colonial de Occidente- implantado en un Oriente Próximo rico en petróleo como un hueso clavado en la garganta. Israel está ahí para promover un supremacismo judío abiertamente beligerante, reflejo de un supremacismo occidental que hoy en día prefiere velar sus ambiciones imperiales.
Desde el principio, a los partidarios de Israel se les dio una historia perfecta para encubrir los crímenes que patrocinaban contra los habitantes nativos de la tierra, los palestinos, y que podía adaptarse para justificar la postura permanentemente belicosa de Israel en la región.
En una narrativa interesada promovida por Occidente, la continua amenaza del antisemitismo exigía que los judíos tuvieran su propio Estado fortaleza militarizado -una moderna Zona de Asentamiento– como baluarte contra un futuro Holocausto.
Las capitales occidentales solo aceptaban un indicador de si los occidentales se habían rehabilitado de su anterior odio a los judíos: debían aceptar satisfacer todos los deseos militares de Israel.
Los occidentales que armaron a Israel y le ayudaron a expulsar a los palestinos nativos en 1948 y 1967, los que hicieron la vista gorda mientras construía el único arsenal nuclear de la región, los que alentaron sus guerras contra sus vecinos y los que presionaron para que se socavara el derecho internacional en la consecución de esas guerras, demostraron estar libres del virus del odio a los judíos.
Quienes se oponían al imperialismo occidental y a los excesos de su Estado cliente favorito en Oriente Próximo, quienes defendían los derechos humanos y el derecho internacional, podían ser desechados y denunciados como antisemitas.
Esa trillada fórmula, por extraordinaria que parezca, ha persistido incluso cuando Israel ha perseguido el supremacismo judío hasta su lógico punto final en Gaza: exterminar a su población.
Periodistas independientes y activistas por la solidaridad con Palestina están siendo detenidos e intimidados en virtud de la draconiana legislación antiterrorista británica.
Las plataformas de las redes sociales están limitando el alcance de las publicaciones críticas con Israel, reagrupando a la oposición al genocidio en pequeños guetos en línea.
Las universidades están empezando a redactar nuevas normas para que ser sionista -suscribir la ideología política extremista de Israel- sea una característica protegida, igual que nacer hispano o negro.
El objetivo es silenciar todo activismo de solidaridad palestina en el campus como equivalente al racismo, extinguiendo cualquier posibilidad de que se repitan las grandes protestas que se extendieron por las universidades estadounidenses durante la primavera y el verano.
Por una buena razón, las instituciones occidentales están haciendo imposible explicar las raíces del genocidio de Israel. Están eliminando la terminología necesaria para iniciar esa conversación.
El sionismo es una ideología que se originó hace siglos, incrustada en un fundamentalismo cristiano antisemita que exigía obligar a los judíos de Europa a «regresar» a Tierra Santa. De ese modo, se cumpliría una supuesta profecía bíblica que traería un fin de los tiempos en el que solo los cristianos encontrarían la redención.
Hace poco más de un siglo, el sionismo empezó a calar en el pensamiento de una pequeña élite judía europea, que veía en el antisemitismo cristiano un camino hacia la creación de un Estado judío que pudieran gobernar con licencia desde Occidente.
Los sionistas cristianos antisemitas querían a los judíos fuera de Europa y encerrados en guetos en Tierra Santa, al igual que la nueva generación de sionistas judíos.
Theodor Herzl, el padre del sionismo judío, comprendió con precisión esta confluencia de intereses cuando escribió en sus Diarios: «Los antisemitas se convertirán en nuestros amigos más fiables, los países antisemitas en nuestros aliados».
Para entender cómo y por qué Israel está cometiendo un genocidio en Gaza, y por qué Occidente lo está permitiendo, es vital analizar el papel histórico desempeñado por el sionismo, y cómo el antisemitismo ha sido convertido en arma durante décadas para servir de tapadera perfecta al despojo, y ahora exterminio, del pueblo palestino.
Precisamente por eso, en su camino al poder, Starmer, el nuevo primer ministro británico, se aseguró de confundir el antisionismo -la oposición al sionismo- con el antisemitismo.
La maquinaria de guerra corporativa exige a cualquiera a quien permita acercarse a los centros de poder que demuestre que mantendrá esta inversión de la realidad: que los que apoyan la guerra son los buenos y los que se oponen al genocidio son los antisemitas.
Al tratar de enfrentar ese estado de cosas, el predecesor de Starmer, Jeremy Corbyn, se condenó a sí mismo a un sinfín de difamaciones.
Ahora, quienes intentan mantener -frente a un genocidio- su dominio de la realidad, así como su humanidad, se ven igualmente vilipendiados.
Este es el contexto oculto para interpretar los acontecimientos cada vez más peligrosos que se desarrollan en torno al genocidio de Gaza.
Los líderes políticos y militares israelíes están divididos sobre hacia dónde dirigirse a continuación.
Hay quienes están dispuestos -tras haber arrasado Gaza- a llegar a un acuerdo sobre los rehenes israelíes que quedan, retirarse un poco y dejar que el resto del genocidio se desarrolle gradualmente.
Aluf Benn, director del venerable periódico israelí Haaretz, expuso recientemente el plan emergente para «el día después».
Una mujer palestina camina entre los escombros en Deir al-Balah, en el centro de la Franja de Gaza, tras un ataque aéreo israelí, 29 de agosto de 2024 (Eyad Baba/AFP) |
Israel dividirá Gaza en dos territorios, el norte y el sur, a lo largo del corredor de Netzarim, y matará de hambre a los habitantes del norte si se niegan a marcharse.
El norte de Gaza será colonizado por judíos, atraídos por su «conveniente topografía, vistas al mar y proximidad al centro de Israel».
El sur de Gaza, repleto de refugiados indigentes, sin hogar y a menudo mutilados, privados de vivienda, escuelas y hospitales, se dejará pudrir bajo el asedio israelí, una intensificación de la política de Israel antes del 7 de octubre. Se espera que los medios de comunicación pierdan el escaso interés que ya muestran por la difícil situación de los palestinos.
Benn evita mencionar lo que ocurrirá después. La población del enclave se enfrentará a un invierno largo, frío y húmedo, sin electricidad ni saneamiento. El hambre aumentará, las epidemias se extenderán.
Un genocidio por poderes.
A menos que se pueda chantajear a los Estados vecinos, especialmente a Egipto, para que acepten convertirse en cómplices de la limpieza étnica de Gaza.
Esta es la opinión de gran parte del mando militar, expresada en la supuesta «pelea a gritos» del ministro de Defensa Gallant con Netanyahu en una reunión del gabinete el 30 de agosto sobre las continuas maniobras del primer ministro para obstruir un acuerdo de rehenes con Hamás.
Es también el impulso que subyace en las enormes protestas de esta semana en las ciudades israelíes y a la convocatoria de una huelga general por parte del principal sindicato, después de que seis rehenes regresaran muertos de Gaza.
La cuestión es si se puede convencer al gobierno de Netanyahu de que se atenga a este genocidio «minimalista».
Impaciente por completar la matanza de Gaza, y consciente de que Israel ya es un Estado paria a los ojos de los Estados no occidentales y ahora, cada vez más, de las opiniones públicas occidentales, la extrema derecha del gobierno de Netanyahu solo ve oportunidades. Desean bloquear indefinidamente un alto el fuego y utilizar ese tiempo para ampliar el genocidio al territorio palestino de Cisjordania, más grande y más preciado.
Esta es la versión israelí de matar dos pájaros de un tiro. También es la única manera de que Netanyahu mantenga unida su coalición de extrema derecha y aproveche su papel de «líder en tiempos de guerra» para aplazar su cita con los tribunales en su largo juicio por corrupción.
Los ataques a gran escala de la semana pasada en las principales ciudades de Cisjordania, en los que las autoridades israelíes advirtieron a la población de que estuviera preparada para huir de las zonas invadidas con poca antelación, son un anticipo de lo que se pretende.
Tras no haber recibido ninguna respuesta significativa de las capitales occidentales por el genocidio de Gaza, la derecha israelí confía cada vez más en que pueda aplicarse el mismo modelo a Cisjordania.
El ministro de Asuntos Exteriores, Israel Katz, señaló que las invasiones de Cisjordania se gestionarían «exactamente igual que tratamos las infraestructuras terroristas en Gaza, incluida la evacuación temporal de civiles palestinos».
En respuesta, un funcionario estadounidense indicó que Washington estaba dispuesto a suscribir una ampliación a Cisjordania de la guerra de Israel contra el pueblo palestino: «Reconocemos que las órdenes de evacuación localizada pueden ser necesarias en ciertos casos para proteger vidas civiles durante operaciones antiterroristas delicadas».
La sensación de urgencia no ha hecho más que acentuarse para los dirigentes israelíes por la reciente sentencia del Tribunal Mundial que declara que la ocupación israelí de los territorios palestinos es ilegal y constituye un régimen de apartheid.
El saqueo de Cisjordania puede justificarse indefinidamente con el pretexto de frustrar una «amenaza terrorista respaldada por Irán».
Y el apoyo de Estados Unidos no hará sino aumentar si Trump gana en noviembre. Si logra cerrar la guerra por poderes de la OTAN en Ucrania, los recursos militares gastados allí pueden ser redirigidos hacia Israel.
Netanyahu y sus aliados entienden que su solución para el «problema palestino» corre el riesgo de provocar una conflagración regional, razón por la cual necesitan arrastrar a Estados Unidos al fango.
Y se guardan en la manga múltiples provocaciones potenciales que pueden enredar aún más a Washington en la neutralización de un «eje de resistencia» regional que se erige como obstáculo a la hegemonía militar de Israel en la región.
Itamar Ben Gvir, el ministro fascista a cargo de la policía, pretende encender una cerilla bajo al-Aqsa en la Jerusalén Este ocupada. Sus milicias policiales se han encargado de proteger a los extremistas judíos que irrumpen en el complejo de la mezquita para rezar allí.
El 26 de agosto Ben Gvir intensificó su incitación pidiendo públicamente por primera vez la construcción de una sinagoga en el interior de Al Aqsa.
Pero el verdadero objetivo es Irán y los grupos aliados con él. La piromanía de Netanyahu se ha extendido a una serie de ejecuciones diseñadas tanto para humillar a Teherán, principal patrocinador de la resistencia, como a sus aliados de Hizbolá en el Líbano, al tiempo que imposibilitan las negociaciones para poner fin al derramamiento de sangre en Gaza.
En abril, Israel atacó el consulado iraní en Damasco y mató a 16 personas. Y el 31 de julio, asesinó al líder político y principal negociador de Hamás, Ismail Haniyeh, mientras era recibido en Teherán.
Un día antes Israel mató a Fuad Shukr, comandante militar de Hizbolá, en un ataque contra la capital libanesa, Beirut.
Netanyahu conocía las inevitables consecuencias.
Yahya Sinwar, el líder militar de Hamás, mucho menos comprometido, ha llenado el vacío dejado en el grupo por la ejecución de Haniyeh.
Y tanto Hizbolá como Irán tienen motivos aún más sólidos para lanzar operaciones de represalia contra Israel que podrían derivar rápidamente en una guerra total.
Eso estuvo a punto de ocurrir a finales del mes pasado con un intercambio de fuego intenso a través de la frontera libanesa, con aviones de guerra israelíes bombardeando más de 40 emplazamientos en el Líbano mientras Hizbolá lanzaba más de 300 cohetes y aviones no tripulados contra emplazamientos militares en Israel.
La frontera norte de Israel lleva meses en ebullición.
Altos cargos políticos israelíes han exigido ruidosamente que el ejército israelí destruya el sur del Líbano y lo reocupe. En junio, se informó de que Israel había aprobado un plan de guerra en el Líbano. Se dice que el enviado de Estados Unidos al Líbano dijo a Hizbolá que Washington «no podrá contener a Israel».
El New York Times ha informado de un aumento del reclutamiento de palestinos en el Líbano por parte de las brigadas armadas de Hamás, lo que añade otro elemento impredecible a la mezcla.
Y en un útil bucle de retroalimentación para Israel, cuanto más pueda provocar a Irán, mayor excusa creará para repetir la fórmula del genocidio de Gaza en Cisjordania, bombardeando sus ciudades y expulsando a su población.
El ministro de Asuntos Exteriores Katz ha estado exponiendo precisamente esta tesis en artículos en inglés para el público occidental, sugiriendo que Irán está introduciendo armas de contrabando en Cisjordania a través de Jordania.
Afirma que Teherán está «trabajando para establecer un frente terrorista oriental contra Israel a través de unidades especiales del CGRI [Cuerpo de la Guardia Revolucionaria Islámica de Irán], implicadas en el contrabando de armas, la financiación y la dirección de organizaciones terroristas».
Los políticos y los medios de comunicación occidentales nunca van a admitir que Israel está llevando a cabo un genocidio en Gaza. En el momento en que lo hagan, el velo de ilusiones fomentado durante décadas sobre Israel -diseñado para ocultar la complicidad de Occidente en los crímenes israelíes- se desgarraría.
Al cometer un genocidio, un Estado cruza un umbral. No se le puede armar para que se modere. Tampoco se le puede razonar para que haga las paces. Debe ser agresivamente aislado y sancionado.
No hay indicios de que las instituciones occidentales estén dispuestas a hacerlo por una razón muy sencilla: no pueden permitírselo.
Así pues, seguirán alimentando la maquinaria de guerra hasta que la detengamos o hasta que sus juegos letales nos exploten en la cara.
Jonathan Cook es autor de tres libros sobre el conflicto palestino-israelí y ha ganado el Premio Especial de Periodismo Martha Gellhorn. Vivió en Nazaret durante veinte años, de donde regresó en 2021 al Reino Unido. Sitio web y blog: www.jonathan-cook.net.
[Texto original, Blog del autor, traducido por Sinfo Fernández. Reproducido en www.vocesdelmundoes.com]
Sem comentários:
Enviar um comentário