quarta-feira, 31 de agosto de 2022

Muere Gorbachov, el hombre que quiso reestructurar la URSS y cambió el mundo

 

La mayor parte de sus detractores están muy lejos de la altura moral de Gorbachov, pero tienen razón en una cosa: sin él, no puede explicarse el fin de la URSS.

                         Mijaíl Gorbachov, en la plaza Roja de Moscú en 1989.

Escrito por Nicolás de Pedro

Mijaíl Gorbachov, que ha muerto este martes a los 91 años, cambió el mundo. Con seguridad, más de lo que previó y, probablemente, mucho más de lo que quiso. Su intención nunca fue poner fin ni a la Unión Soviética ni al Gobierno comunista. No perseguía instaurar una democracia liberal, sino un "socialismo con rostro humano". Su agenda de "reestructuración", que no "reforma", buscaba, así, insuflar un nuevo vigor al sistema soviético.

Pero no era en absoluto un cínico. Gorbachov quería genuinamente mejorar el sistema y con ello la vida de sus conciudadanos. A diferencia de otros jerarcas soviéticos, sus orígenes eran muy humildes y había conocido las penurias, disfuncionalidades y durezas del sistema desde su infancia en el campo de Stávropol hasta su ascenso a la cúspide del poder. Y, como apunta Marc Marginedas, mantuvo “intacta su integridad, algo excepcional en un país donde las luchas por el poder se libran de forma descarnada”. A lo que cabe añadir que la corrupción omnipresente tampoco hizo mella en su característico idealismo, optimismo y bonhomía.

Para revitalizar la URSS, Gorbachov necesitaba poner fin a la insostenible carrera nuclear y rivalidad con EEUU. De nuevo, no había cinismo en su empeño. Gorbachov era un firme convencido de la necesidad de asegurar la paz mundial. Su química personal tanto con Ronald Reagan como con George Bush padre resultó clave para poner fin a la Guerra Fría. Gorbachov se convirtió así en Gorby, un personaje, particularmente querido y admirado en la Europa Occidental, de Berlín a Madrid. También resultó clave su decisión de retirarse de la Europa central y oriental.

Sin la amenaza del Ejército Rojo, los regímenes comunistas se desmoronaron uno tras otro. Y a diferencia de líderes soviéticos precedentes, Gorbachov se abstuvo de usar la fuerza.

Las interpretaciones de la época y actuales de esta retirada son un buen ejemplo del choque de percepciones entre Moscú y sus vecinos y del idealismo de Gorbachov. Así, el dirigente soviético parecía convencido de que (una vez superadas las turbulencias políticas del momento) sus antiguos satélites mantendrían fuertes lazos con Moscú. Y hoy día, buena parte del ecosistema del Kremlin muestra una profunda irritación con lo que percibe como ingratitud por parte de estos países ante la retirada voluntaria de las fuerzas rusas.

Es decir, ni Gorbachov antes ni Putin hoy han sido capaces de comprender que en estos países se percibiera esta retirada como un ejercicio de liberación nacional.

Otro tanto puede decirse de la relación pasada y actual de Moscú con el resto de exrepúblicas soviéticas. Aquí, Gorbachov se mostró mucho más implacable y beligerante hasta el final con la idea de la ruptura soviética.

A pesar de que Gorbachov siempre quiso desmarcarse de la violencia, las fuerzas soviéticas reprimieron con dureza las muestras de contestación en su periferia, de Lituania a Kazajstán. De ahí la aparente paradoja de que en antiguas repúblicas soviéticas como Uzbekistán o Kazajstán se le recuerde, en ocasiones, como un nacionalista ruso chovinista y en Rusia como un típico representante del internacionalismo soviético hostil al nacionalismo ruso.

Esta paradoja se explica, en parte, porque Gorbachov rompió un pacto no escrito, pero vigente desde la época de Brezhnev con relación al funcionamiento de las repúblicas. En esencia, debían mostrarse leales a Moscú para los asuntos de Estado y a cambio podían hacer y deshacer a su antojo en sus asuntos locales. Se institucionalizaba así el estancamiento y la corrupción endémica en la Unión Soviética. No se trataba de que las cosas funcionaran, sino de que pareciera que funcionaban y todos fingieran que era así. Y eso era, precisamente, con lo que quería acabar Gorbachov.

Ese genuino afán reformista sin vocación de ruptura fue lo que, probablemente, llevó a Yuri Andrópov, jefe del KGB y posterior secretario general de la URSS, a aupar a un joven Gorbachov al politburó en 1980. Al contrario de lo que podía suceder en Europa Occidental o en América Latina, no era fácil encontrar a alguien sinceramente convencido de las bondades del modelo soviético en la Unión Soviética. Así que Gorbachov tenía algo de rara avis. Pero tanto él como Andrópov erraban y eran injustos al poner el foco exclusivamente en la periferia. La corrupción no era parte del sistema, sino el mismo sistema integrado verticalmente de Moscú a los confines soviéticos.

El apadrinamiento de Gorbachov por parte de Andrópov también tiene algo de irónico hoy, si tenemos en cuenta que este último es reverenciado por Putin y otros veteranos del KGB que, a su vez, desprecian a Gorbachov. Y el Kremlin no está solo en eso. Gorbachov era, en general, muy impopular en Rusia. Su recuerdo, quizás, será más positivo en el futuro. Pero hoy día, las valoraciones van desde quienes le consideran débil (lo peor en la cultura política rusa) hasta quienes, en clave conspirativa y un tanto delirante, le acusan de ser un traidor al servicio de Occidente.

La relación con el Kremlin de Putin no fue, pues, demasiado fluida y ya veremos cómo se desarrolla la despedida del último dirigente de la URSS. Anticipando el que, quizás, será el tono estos días, el vicepresidente de la Duma ha declarado que “quiere creer que Gorbachov se arrepintió en sus últimos días”.

En el discurso oficialista, Gorbachov es el máximo responsable de lo que Putin caracterizó como la “gran catástrofe geopolítica del siglo XX”.

Y las críticas de Gorbachov al actual inquilino del Kremlin, aunque escasas y muy contenidas, no hicieron sino aumentar la antipatía hacia su figura. Así, a principios de 2012, Gorbachov, como muchos otros moscovitas a la luz de las protestas en la plaza de Bolotnaya, se mostró crítico con el retorno de Putin a la presidencia tras el paréntesis de Medvédev, a lo que Dimitri Peskov, portavoz del Kremlin, replicó que “el antiguo jefe de un país enorme [la URSS] que, básicamente, destruyó, le sugiere que dimita a otro hombre que ha sido capaz de salvar a Rusia de correr la misma suerte”.

La mayor parte de sus críticos y detractores están muy lejos de la altura moral de Gorbachov, pero tienen razón en una cosa: sin él, no puede explicarse el fin de la URSS. Porque, al contrario de lo que suele repetirse en Occidente, el colapso de la Unión Soviética no fue inevitable. Muy al contrario, la disolución de la URSS fue inesperada, contingente y en parte fortuita. Y ahí, aunque no lo pretendiera así, Gorbachov jugó un papel decisivo para alumbrar un nuevo mundo.

 

Nicolás de Pedro es experto en geopolítica y jefe de Investigación y Senior Fellow del Institute for Statecraft. Es el autor en este periódico de La gran partida, un blog de política internacional sobre competición estratégica entre grandes potencias vista desde España.

 

[Fuente: www.elespanol.com]

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