El candidato del movimiento Colombia Humana, quien aspira a encarnar el legado del líder liberal asesinado en 1948 Jorge Eliécer Gaitán, se ha topado con dos grandes obstáculos: sus propias contradicciones y el abstencionismo de los votantes que podrían darle la victoria.
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| Gustavo Petro, candidato a la presidencia de Colombia por el partido Colombia Humana, en un mitin en Medellín el 16 de mayo de 2018 - Joaquín Sarmiento/Agence France-Presse — Getty Images |
Por MARIO JURSICH DURÁN
Cincuenta años de conflicto con las Farc convirtieron a Colombia no solo en uno de los países más a la derecha de América Latina, sino también en uno de los más reacios a considerar cualquier cosa que parezca de izquierda, ya sea el aborto, el acoso sexual, los derechos humanos o la titulación de tierras.
Con una mezcla de humor y resignación, el analista Hernando Gómez Buendía ha
explicado que aquí no elegimos entre izquierda y derecha, sino entre
derecha y extrema derecha. Colombia nunca ha tenido un presidente de
izquierda y los partidos socialistas o comunistas, si bien han ganado
alcaldías de primera fila como las de Bogotá, en general han sido
espectadores pasivos de los comicios presidenciales. El único político
de izquierda que ha estado cerca de sentarse en el solio de Bolívar fue Jorge Eliécer Gaitán,
pero en este caso “cerca” expresa sobre todo una conjetura. Suponemos,
aunque no podamos dar por cierto, que Gaitán habría ganado las
elecciones de 1949 si no lo hubieran matado el 9 de abril de 1948.
Dos
Para la gente de izquierda, conmemorar el 9 de abril siempre ha sido
importante. Ese día, claro está, se recuerda al líder caído y a las
víctimas de la violenta confrontación conocida como el Bogotazo,
pero más aún se reaviva la memoria de una frustración. Fue ese día
cuando el triunfo en las urnas de la izquierda quedó aplazado, cuando el
sueño de gobernar al país entró en un purgatorio.
No es extraño, pues, que los asesores de la campaña de Gustavo Petro,
exguerrillero del Movimiento 19 de Abril (M-19) y el primer candidato de
la izquierda con opciones reales de convertirse en presidente de
Colombia, hayan decidido presentarlo como el heredero histórico de
Gaitán o, para decirlo de otra manera: como el encargado de llevar a
buen puerto una tarea que había quedado inconclusa en 1948.
Sería necio desconocer que en este aspecto la campaña ha sido brillante.
Además de ofrecerle al público una narrativa sin ninguna dificultad de
comprensión y de aprovechar las semejanzas que todo el mundo ve entre
ambos —la elocuencia ante el público, la cercanía en el trato con la
gente, la defensa de los desposeídos—, sus asesores también han
realizado un trabajo modélico en redes sociales, particularmente a
través de un conjunto de memes cuya espontaneidad apenas oculta su
sofisticación.
En el que más me gusta, se han conjuntado la célebre foto que Lunga le tomó a Gaitán en la Marcha del Silencio (un mitin realizado el 7 de febrero de 1948, donde los participantes debían guardar silencio como expresión de duelo por las víctimas de la policía) y una instantánea de Petro —candidato por el movimiento Colombia Humana— recogida en una de las manifestaciones multitudinarias a su favor cuando la Procuraduría anunció que lo destituiría como alcalde de Bogotá en 2013. Salvo porque la primera imagen está en blanco y negro y la segunda no, uno podría imaginar, con absoluta naturalidad, que se trata de dos fotogramas de una misma secuencia fílmica.
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| El 22 de enero de 2014, cientos de seguidores de Gustavo Petro protestaron por su destitución como alcalde de Bogotá. Meridith Kohut |
Tres
El problema con el paralelismo anterior es que, así parezca elegante y
obvio, tiene más agujeros que un queso gruyer. Si uno consulta libros
descubrirá enseguida que Gaitán, antes que un líder de la izquierda, era
un político liberal con ideas socialistas —de hecho, nunca dejó de
mirar con ojo torvo a los comunistas de su tiempo— y, si se vale de
cálculos geomáticos o de los callejeros de Bogotá, Medellín o cualquiera
de las ciudades donde Petro ha desbordado las plazas, acabará por
convencerse de que las matemáticas electorales son tercas y no ceden a
los embrujos de la imagen. En la plaza de Bolívar, la más grande del
país, solo caben 55.612 personas (el
cálculo lo hizo el profesor de la Universidad de los Andes Daniel
Páez). Eso significa que Petro podrá haber abarrotado todos los
escenarios que quiera, pero aun así necesitará todavía bastantes más votos si quiere llegar a convertirse en el cuadragésimo primer presidente de Colombia.
Si cruzamos variables como el respaldo obtenido en anteriores
elecciones, el número de sus seguidores en Twitter y lo que muestran
distintos sondeos y encuestas, se puede especular que Petro parte con un
capital de tres millones de votos.
La mayoría de los analistas coincide en que, si quiere pasar a la
segunda vuelta, deberá conseguir otros dos millones más. Ahí surge la
pregunta crucial: en un país con niveles de abstención cercanos al 50 por ciento,
en una cultura política donde la izquierda siempre llega dividida a los
comicios presidenciales, en un entorno social polarizado, ¿cuáles son
los obstáculos que enfrenta su campaña para seducir a ese no
precisamente exiguo caudal de votantes esquivos? O, para ponerlo en
otros términos: ¿qué barreras le impiden capitalizar en las urnas el
innegable descontento social de Colombia si, como se nos ha enfatizado,
él es quien recibió la herencia política del gaitanismo?
Cuatro
La dificultad de arranque, el brazo de retén con que se enfrentan los
escépticos y los indecisos, es la extraña posición que Gustavo Petro
ocupa en el espectro político. Nacido en Ciénaga de Oro, Córdoba, en
1960, Petro tuvo una infancia pobre que lo llevó muy temprano a las
filas del M-19, a pasar unos años en la cárcel y luego a convertirse en
uno de los legisladores más reputados de Colombia.
En el camino de un punto al otro tuvo tiempo para aprender a construir
casas (en su juventud fue un estupendo maestro de obra), para estudiar Administración de Empresas, para aficionarse a los libros de Gabriel García Márquez (su alias en la guerrilla era Aureliano, en homenaje al coronel de Cien años de soledad),
para convertirse en un consumado bailarín de porro, para desarrollar
una profunda aversión por los lácteos y una no menos profunda pasión por
los dibujos animados, para cultivar una manifiesta indiferencia por la
ropa (su mujer es quien le elige lo que se pone cada mañana), para
casarse tres veces, la última de ellas con Verónica Alcocer, la hija de un rico abogado conservador del departamento de Córdoba, y para tener seis hijos.
Aunque el M-19 no fue exactamente un partido de izquierda convencional,
la formación teórica de Petro sí lo fue. Sus lecturas fueron el Libro rojo de Mao Zedong, Los conceptos elementales del materialismo histórico de Marta Harnecker y, como no podía ser de otro modo, Las venas abiertas de América Latina de Eduardo Galeano. A ese marxismo rudimentario, Petro añadió posteriormente Imperio de
Michael Hardt y Antonio Negri e investigaciones relacionadas con las
“nuevas sensibilidades” de la izquierda —el medioambiente, el
animalismo, las luchas feministas, los derechos de las minorías raciales
y sexuales—, todo lo cual ha terminado por darle un perfil de político
inesperado aunque contradictorio.
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| Seguidores de Petro en Medellín, el 16 de mayo de 2018. Fredy Builes/Reuters |
Pese a que sus seguidores y él mismo tratan de hacer a un lado las
incongruencias de su carrera, estas son demasiado evidentes como para
ignorarlas. En 2008, Petro dio el voto decisivo para
que un católico ultramontano, Alejandro Ordóñez, llegara a ser el
procurador general de la Nación, un puesto crucial. (En su ingenuidad o
falta de cálculo, no previó que cinco años después ese mismo funcionario
lo destituiría con malas artes de tinterillo). Ya como alcalde de Bogotá, se opuso con vehemencia a las corridas de toros, aunque no manifestó las mismas reservas frente a las peleas de gallos, que son tan o más brutales.
Estas contradicciones producen alarma entre quienes son sus adversarios políticos, pero sobre todo entre
quienes están cavilando su voto para el próximo 27 de mayo. Los
indecisos no saben hasta qué punto creerle al exalcalde de Bogotá. Hace
unos meses, Petro repetía que su primer acto de gobierno sería convocar una Asamblea Constituyente para
expedir una nueva carta magna. Al advertir que la propuesta era
rechazada, incluso por algunos de sus más conspicuos seguidores, dejó de
hablar de ello. ¿Significa eso que renunció al proyecto o que
simplemente está esperando el momento propicio para ponerlo de nuevo
sobre la mesa? ¿Es Petro un simple antipolítico o en realidad quiere
cambiar las reglas de juego que limitan el poder en las democracias
liberales?
Yo veo en estas incongruencias los efectos inesperados de una vida que
lo llevó de la pobreza a la guerrilla, a la cárcel, al poder y a los
clubes sociales, y de una posición política incómoda, difícil, en la que
no tiene más remedio que intentar la cuadratura del círculo. Dicho de
otra manera: las incoherencias que uno le advierte a Petro son la
consecuencia de tener que sonar muy radical para las masas que lo siguen
y no muy radical para quienes tienen en sus manos la única posibilidad
de que gane la presidencia de la República.
Cinco
Pero hay algo más. En un país con tanta desigualdad como Colombia, los
candidatos presidenciales están obligados a demostrar que quieren
enfrentar el statu quo. Con eso no me refiero a
las vacuas promesas de campaña, sino a la necesidad de mostrar ideas
novedosas a la hora de combatir la pobreza, la discriminación o la
violencia. Sometido a esa lógica, Petro ha terminado por ser víctima de
su temperamento sanguíneo y de lo que aquí, a falta de un mejor término,
me gustaría llamar el imperativo reformista de los partidos de
izquierda.
En 1977, en una célebre polémica sostenida por Octavio Paz y Carlos
Monsiváis, Paz dijo que, dada su facilidad para el humor, Monsiváis
corría el riesgo de ser visto como “un hombre de ocurrencias y no de ideas”.
Guardadas todas las proporciones (y en este caso son inmensas), la
facilidad para el impromptu de Petro hace que quienes oímos lo que dice
pongamos la misma cara de sorpresa y suspicacia que pone el público de
un circo cuando el mago saca un conejo del cubilete. Ya se trate de
construir viviendas de interés social en los terrenos más caros de la
ciudad, de remplazar la extracción de petróleo con el cultivo de
aguacates o de poner en todos los techos de las casas caribeñas un panel
solar, Petro siempre tiene a flor de labios un eureka que desconcierta a
sus interlocutores y le ha ganado esa fama de hombre imprevisible, a
medias genial, a medias desvirolado.
Por no prestar atención a los posibles efectos deletéreos de sus ideas, Petro se ha pasado estos meses aclarando qué
fue lo que quiso decir en relación con prácticamente todos los puntos
de su campaña y abriendo un flanco débil que los demás candidatos han
explotado sin vacilaciones.
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| Los candidatos presidenciales de Colombia Humberto de la Calle, Iván Duque, Germán Vargas Lleras y Gustavo Petro en un debate presidencial el 8 de mayo de 2018. Reuters |
Mientras estuvo en el Congreso, Petro fue un magnífico fiscalizador. Adelantó debates memorables contra el paramilitarismo, la quiebra del Banco del Pacífico y la corrupción en las obras públicas. Pero cuando le llegó el turno de ser alcalde —esto es, cuando le tocó estar del lado ejecutivo de la gestión pública— demostró innegables tendencias autoritarias y un desinterés casi suicida por la implementación práctica de sus proyectos.
No sorprende, entonces, que para muchos (entre los cuales me cuento) Petro encarne una versión criolla del Principio de Peter, la teoría desarrollada por el pedagogo del mismo nombre según la cual todas las personas que realizan bien su trabajo son promocionadas a puestos de mayor responsabilidad y llega un momento en el que no solo son incapaces de entender en qué consiste el nuevo trabajo, sino que se vuelven incompetentes.
Y seis
Las variables comentadas hasta aquí son parte de los dilemas que enfrenta todo candidato en unas elecciones y, aunque no las controlen por completo, sí pueden moldearlas con mayor o menor fortuna. No es el caso de la dos últimas. Colombia, como tantos países latinoamericanos, sufre las consecuencias de tener una democracia desprestigiada, una economía incierta y un futuro que despierta enorme ansiedad, sobre todo entre quienes pertenecen a los sectores más desprotegidos de la población. Ese estado de cosas ha instaurado la convicción de que se requiere un notorio cambio de rumbo, pues nadie cree que los mismos políticos y partidos que nos trajeron hasta aquí puedan conducirnos hasta una zona menos borrascosa.
Carezco de instrumentos apropiados para traducir a números el descontento, pero puedo decir que entre la clase media ilustrada —a la que pertenecen muchos intelectuales y artistas—, los estudiantes universitarios y los miembros de la clase baja que no han sido cooptados por alguna de las iglesias evangélicas, ese malestar ha llegado a un punto de no retorno. Para ellos, votar por Petro será “un gesto desesperado de supervivencia y fe que puede salir mal, pero que no se puede no hacer”.
Estas elocuentes palabras del crítico de cine Pedro Adrián Zuluaga enmascaran los dos problemas más complejos que enfrenta Petro: por un lado, la población desencantada entre la cual busca los votos que le faltan no asiste a las urnas (la abstención en esos segmentos supera el 50 por ciento y tiende a aumentar) y, por otro, la coyuntura económica que permitió el ascenso de los presidentes Chávez en Venezuela, Correa en Ecuador y Morales en Bolivia ya no es la misma —¿alguien duda de que el mejor momento de la izquierda latinoamericana coincide con las desaforadas alzas en el precio internacional de los recursos naturales?—. En caso de ganar, Petro no tendría un superávit para redistribuir, razón por la cual está arriesgándose al proponer algo tan impredecible como una nueva constitución.
En diez días los colombianos iremos a las urnas. Veremos entonces si
este país sigue escorado tercamente a la derecha, se decanta —como
tantas otras veces— por el “mal menor” de una opción centrista o si
decide que ya es tiempo de vivir, sí, aquella historia tantos años
aplazada.
Mario Jursich Durán es escritor y editor. Es miembro fundador y
exdirector de la revista El Malpensante y autor de "¡Fuera zapato
viejo!", un libro sobre la salsa en Bogotá.




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