Este ensayo es la segunda parte de Izquierda y cultura: El Largo desencuentro (extractos de un ensayo). La primera parte fue publicada en Malabia 58.
PRIMERA ENTREGA
La Independencia
Estamos
en vísperas de la firma del tratado de paz posterior a la batalla de
Ituzaingó. Hace ya tiempo que el gabinete británico acaricia la idea de
crear un Estado independiente entre Brasil y Argentina, para debilitar a
ambos y al mismo tiempo potenciar un puerto distinto al de Buenos
Aires, con la intención de dominar el comercio de la zona y poder llegar
con sus barcos, sin restricciones, río arriba hasta el centro de
América Latina. Las cartas intercambiadas entre los dos personajes
encargados por el Reino Unido para llevar a cabo la tarea -George
Canning y John Ponsonby, ministro de Asuntos Exteriores el primero y
enviado al Río de la Plata como ministro plenipotenciario el segundo-
son reveladoras: Canning decía a Ponsonby en una de ellas: "La ciudad y
territorio de Montevideo deberá independizarse definitivamente de cada
país, en situación algo similar a la de las ciudades hanseáticas en
Europa". Y poco después reiteraba la idea: "Como V.E. sabe, se ha
sugerido que Montevideo mismo, o toda la Banda Oriental, con Montevideo
por capital, sea erigida en estado separado e independiente".
Ponsonby
escribía a José María Roxas y Patrón, ministro de Dorrego: “Europa no
consentirá jamás que solo dos Estados, el Brasil y la Argentina, sean
dueños exclusivos de las costas orientales de la América del Sud, desde
más allá del Ecuador hasta Cabo de Hornos". Y el mismo lord iba más allá
cuando escribía a Mr. Gordon, ministro del Reino Unido en Río, durante
las negociaciones de paz: "Usted observará que he hecho en mi nota al
ministro una leve alteración en el segundo artículo. Su segundo artículo
dice: "El emperador consiente que el nuevo estado no tenga libertad de
unirse, por incorporación, a ningún otro". Yo digo: "El nuevo estado no
tendrá libertad para unirse, etc." Con ello significaba la negación al
nuevo Estado del derecho a volver a unirse a las Provincias Unidas.
Mr.
Forbes, agente de Estados Unidos en Buenos Aires comentaba mientras
tanto: "Mi firme opinión ha sido siempre que los ingleses codician
ejercer una influencia sobre la Banda Oriental que en sus efectos sería
igual a un gobierno directo colonial".
¿Cómo se había llegado a esa situación?
La
lucha contra la Corona española había sido apoyada por los estancieros
de la Banda Oriental, ahogados por las condiciones económicas impuestas
por el gobierno colonial. Pero ese apoyo cesa cuando Artigas faculta a
los suyos a expropiar los campos de los españoles o de los enemigos de
la patria. Este hecho es decisivo para explicar la traición a Artigas de
los comerciantes, de los estancieros que no deseaban vivir en la
campaña, de personajes como Rivera y de la “gente decente” que se
arrodillará ante el emperador de Brasil y recibirá bajo palio a sus
tropas, lideradas por Lecor. Solo quedarán con el caudillo los paisanos
pobres y los indios, casi todos procedentes de aquella experiencia
frustrada de las Misiones.
Tras
combatir a los españoles, Artigas se enfrenta al Imperio de Brasil,
aliado de los portugueses, que estaban a su vez dominados por
Inglaterra. La desigual lucha se complica porque el gobierno de Buenos
Aires se resiste primero a prestarle ayuda, y luego, con el desarrollo
de los acontecimientos, rechazará a los diputados artiguistas a sus
congresos y llegará a poner precio a su cabeza. La prensa, mientras
tanto, lo difamaba.
Pese
a todos los inconvenientes, Artigas es, para las masas populares de las
Provincias Unidas, el “Protector de los Pueblos Libres”. Su enorme
prestigio se debe a que es el único caudillo de las guerras de la
Independencia que combina en su lucha la unidad latinoamericana con la
revolución agraria y el proteccionismo industrial en los territorios
bajo su mando. Con semejante programa, Artigas no podía gustar a los
poderosos, cuyos intereses coincidían con los extranjeros.
La
derrota en Tacuarembó a manos de las tropas portuguesas, superiores en
número y armamento, lo obliga a replegarse a Entre Ríos. Ya vencido, es
perseguido por “Pancho” Ramírez, sobornado por el dinero de Buenos
Aires. Su final, en Paraguay, es de sobra conocido.
Al
caer derrotado Artigas por las intrigas de Buenos Aires, las tropas
portuguesas ocupan la Banda Oriental y la incorporan al Imperio
probritánico bajo el nombre de "Provincia Cisplatina".
El tratado de Tordesillas provocó la separación del Brasil del resto de América Latina. Si los propios países latinoamericanos vivieron siempre de espaldas, la situación se agravó por la lengua, al ser el idioma portugués menos hablado en la región que el francés, inglés o el alemán.
Napoleón
había impuesto en Europa el llamado Bloqueo Continental, en el que
excluía a Gran Bretaña de todo intercambio comercial con el continente
buscando arruinarla económicamente. Ese embargo comercial terminó
fracasando, pero Gran Bretaña pagó un coste altísimo.
El
único país europeo que se opuso a la medida fue Portugal, cuya economía
dependía del enemigo de Napoleón y no podía permitírselo. Esa oposición
causó la amenaza de Francia (que apoyó España) de invadir el país.
Entonces el príncipe de Portugal, que luego sería el rey Juan VI,
propuso a lord Strangford, embajador inglés en su país, un plan para
salir del embrollo: simularía entrar en guerra con Gran Bretaña para
ganar tiempo.
George
Canning, de quien ya escribimos, propuso como alternativa el traslado
de la corte portuguesa al Brasil. Aceptada esa solución se firmó un
tratado que establecía, además de dicho traslado, la entrega de toda la
escuadra marítima portuguesa a Gran Bretaña, más la isla de Madeira y un
acuerdo comercial que le permitía introducirse en el mercado brasileño.
El
Imperio portugués había quedado reducido por esa época, a principios
del siglo XIX, a su gran colonia americana y algunos enclaves africanos.
Brasil era el principal rival y potencial enemigo del Virreinato del
Río de la Plata, al que había quitado las Misiones orientales en 1801
sin que Buenos Aires pudiera impedirlo. La base central sobre la que
reposaba la economía brasileña era la esclavitud.
Al
exilio dorado de Río de Janeiro llega la corte portuguesa con la flota y
el apoyo de los amigos ingleses. Comienza entonces el siglo británico
en el estilo de vida brasileño. Canning había ordenado a su embajador en
Río, Lord Strangford "hacer del Brasil un emporio para las manufacturas
británicas destinadas al consumo de toda la América del Sur".
Depender
de Inglaterra y acomodar sus intereses a los suyos no impedía a la corte portuguesa tener proyectos políticos propios, como la anexión de
la Banda Oriental, que el imperio europeo no veía con buenos ojos. En la
lucha contra Artigas, dicho sea de paso, coincidían de pleno.
Un
primer paso para la anexión lo dio el príncipe Juan enviando a Buenos
Aires a Javier Curado, quien ofreció en nombre de Portugal poner bajo su
protección a las provincias del Río de la Plata, en especial al margen
oriental. Eso sí, en caso de respuesta negativa amenazaba con atacar,
junto a su poderoso amigo, a Buenos Aires y todo el virreinato.
Este primer intento no prosperó, pero hubo otros, hasta que la invasión de la Banda Oriental se hizo efectiva en agosto de 1816.
Durante
los primeros años de ocupación el dominio militar fue total en la ahora
llamada Provincia Cisplatina, aunque las escaramuzas con las fuerzas
artiguistas fueron constantes. Lograda la incorporación de hecho, en
1821 se trató de lograr la de “derecho” a través del Congreso
Cisplatino, una asamblea de “notables” orientales adictos a las fuerzas
de ocupación, que terminaron aclamando en la reunión a Portugal (entre
ellos el inefable Fructuoso Rivera). Como corolario del encuentro se
fijaron los nuevos límites de la Banda Oriental, a la que se amputó
definitivamente un territorio tradicionalmente suyo, las Misiones
Orientales, que pasaron a la jurisdicción de Río Grande del Sur.
La
ocupación portuguesa de la Banda Oriental y la pérdida del puerto de
Montevideo, descalabra el sistema federal de los pueblos asociados a
Artigas en la lucha contra la hegemonía de Buenos Aires. Los pueblos del litoral se veían obligados a buscar un acuerdo con Buenos Aires, dueña
del único puerto en condiciones de comerciar. En este hecho, señalan
varios historiadores, está la base material de la traición de Ramírez al
Protector de los Pueblos Libres.
Años
después un puñado de hombres -33, liderados por Lavalleja- conciben una
empresa tan descabellada como todas las heroicidades soñadas por la
humanidad: enfrentar desde su pequeñez al poderoso Imperio. Desembarcan
en la playa de la Agraciada, juran odio eterno al invasor y desde allí
“incendian” la campaña.
Lavalleja
convocó a los pueblos de la provincia a un congreso para que decidieran
la formación de un gobierno provisional. El Congreso de la Florida
declaró:
(...)
írritos, nulos, disueltos y de ningún valor para siempre, todos los
actos de incorporación, reconocimientos, aclamaciones y juramentos
arrancados a los Pueblos de la Provincia Oriental, por la violencia de
la fuerza unida a la perfidia de los intrusos poderes de Portugal y el
Brasil (…) y con amplio y pleno poder para darse las formas que en uso y
ejercicio de su Soberanía estime convenientes. Y agregaban luego: …
unidad con las demás Provincias argentinas a las que siempre perteneció
por los vínculos más sagrados que el mundo conoce. Por tanto, ha
sancionado y decreta por ley fundamental la siguiente: Queda la
Provincia Oriental del Río de la Plata unida a las demás de este nombre
en el territorio de Sud América, por ser la libre y espontánea voluntad
de los Pueblos que la componen (…) Sala de Sesiones de la Representación
Provincial, en la villa de San Fernando de la Florida, a los
veinticinco días del mes de agosto de mil ochocientos veinticinco.
Esta
declaración volvió inevitable la guerra con el Brasil. La batalla
final, llamada de Ituzaingó o del Paso del Rosario, según las fuentes,
se desarrolló en lo que actualmente es Río Grande del Sur en febrero de
1827. La convención preliminar de paz, derrotado Brasil, se firmó en
1828.
¿Continuaba
la Banda Oriental integrada en las Provincias Unidas después de la
batalla de Ituzaingó? Eso era lo lógico, pero era importante saber qué
papel jugaría Buenos Aires, siempre de espaldas a las demás provincias
argentinas y donde, coincidiendo con la victoria en la guerra contra
Brasil, había accedido a la presidencia Bernardino Rivadavia; y cómo
reaccionaban el Imperio de Brasil, cuya ambición sobre el territorio era
bien conocida, y sobre todo Inglaterra, que se oponía abiertamente a
dicha integración.
La
investidura de Rivadavia, un tanto dudosa, fue rechazada por todos los
gobernadores de las provincias. Su base política y económica residía,
entonces, solo en la ciudad de Buenos Aires. Los ingleses, mientras
tanto, no deseaban que brasileños o argentinos se hicieran con la
posesión de la Banda Oriental.
La ineptitud de ambos altos mandos había convertido la batalla de Ituzaingó en un episodio bochornoso. Barbacena, comandante de las tropas brasileñas, estaba convencido de que los aliados habían cruzado el río la noche anterior, por eso marchaba de forma descuidada y fue sorprendido. El descalabro terminó en huida. Por su parte, el general Alvear dejó escapar al ejército enemigo casi intacto, demasiado preocupado por el botín y en buscar un nombre a la batalla (según testimonios estuvo dos días tratando de encontrar algo exótico; los brasileños, con total lógica la llaman como el lugar, batalla del Paso del Rosario).
La ineptitud de ambos altos mandos había convertido la batalla de Ituzaingó en un episodio bochornoso. Barbacena, comandante de las tropas brasileñas, estaba convencido de que los aliados habían cruzado el río la noche anterior, por eso marchaba de forma descuidada y fue sorprendido. El descalabro terminó en huida. Por su parte, el general Alvear dejó escapar al ejército enemigo casi intacto, demasiado preocupado por el botín y en buscar un nombre a la batalla (según testimonios estuvo dos días tratando de encontrar algo exótico; los brasileños, con total lógica la llaman como el lugar, batalla del Paso del Rosario).
El
coronel Iriarte había participado en la batalla y escribiría luego: “El
general Alvear no quiso: se contentó con quedar dueño del campo de
batalla, de la gloria sin consecuencia, porque todo el resultado quedaba
reducido a las balas cambiadas de parte a parte, y al efecto que ellas
produjeron en muertos y heridos. La República Argentina, empañada en una
guerra desigual, tenía sumo interés, urgentísimo, en que no se
prolongase la lucha: había echado el resto apurando todos sus recursos
físicos y morales para luchar contra un Imperio abundante en hombres y
medios pecuniarios. La República, venciendo, quedaba exánime; el
Imperio, vencido en una sola batalla, pero sin ser su ejército
anonadado, podía continuar la guerra con ventaja, con menos sacrificios;
y es por esto que necesitamos sacar buen partido, no digo de las
batallas campales, sino de las más ligeras ventajas que obtuviesen
nuestras armas. Ardía la guerra civil en las provincias argentinas, y
era Buenos Aires una ciudad sola, la que soportaba todo el peso de la
guerra; la única que podía alimentarla, darle pábulo, y para que no se
extenuase era necesario dar grandes golpes. Tal fue el que recibieron
los enemigos en Ituzaingó, pero solo en el campo de batalla: fuera de él
no sintieron sus efectos como lo habrían sentido si su ejército aquel
día hubiera sido anonadado, y pudo, debió serlo. La guerra habría
entonces concluido, y la paz, se habría firmado dictando el vencedor las
condiciones: la evacuación de Montevideo y de todo el territorio
oriental ocupado por las tropas del Imperio, y su incorporación a la
República Argentina”.
Puestas
así las cosas, la batalla de Ituzaíngó tampoco adquirió un valor
políticamente decisivo. En realidad, satisfizo a los porteños, que
querían concentrarse en su propia pradera sin preocuparse de la Banda
Oriental, y a los ingleses, que buscaban crear una provincia atenta a
sus intereses.
Los
acontecimientos que generó la pírrica victoria militar de Ituzaingó se
cuentan entre los más patéticos de la historia universal.
La
reacción más lógica del gobierno de Buenos Aires, el vencedor, hubiera
sido convocar a un embajador del vencido a su ciudad. Pero Rivadavia
hizo exactamente lo contrario, despachó humildemente a Manuel José
García en su nombre a Río. Y para colmo, entre las instrucciones al
enviado quedaba estipulada la posible devolución de la Banda Oriental
como un Estado libre e independiente, justo lo que pretendían los
ingleses. Pero faltaba la guinda al dudoso pastel. El emperador Pedro I
se negó a llegar a cualquier acuerdo con García que privara a Brasil de
la Provincia Cisplatina o Banda Oriental. Y García cedió a las
pretensiones brasileñas. ¿Por qué? Él mismo lo cuenta: "La razón que
urgía con más fuerza para acelerar un acuerdo, a saber, el riesgo
inminente que corría la República, de desaparecer en la más completa
disolución, y que el tiempo revelase, con mayor claridad, al gobierno
del Brasil, nuestra deplorable situación interior; en cuyo caso
difícilmente accedería a la paz sin nuevas condiciones".
Concluida
una guerra por un territorio, el ganador se había avenido a discutir
las condiciones del tratado de paz en territorio del vencido y, por si
fuera poco, su representante le había entregado el territorio origen del
conflicto.
Para
estos supuestos representantes populares, la hegemonía porteña sobre
las provincias era lo más importante, y se impondría, esta vez con la
ayuda de Brasil, contento con absorber el territorio tan deseado. La
política menor, chiquita, mísera, se imponía sobre la dignidad. Así
ocurriría a menudo en el futuro en América latina.
Para
el pueblo todo esto era demasiado y el país entero se levantó contra el
tratado. San Martín opinaba desde Europa: "Él no tiene la culpa sino
los que emplean a un hombre cuyo patriotismo no solo es dudoso, sino que
la opinión pública lo ha acusado de enemigo declarado de su patria, lo
que confirmo, pues a no ser así, no se hubiera atrevido a degradarla con
arbitrario y humillante tratado. Confieso que el pueblo de Buenos Aires
está lleno de moderación; en cualquier otro lo hubieran descuartizado y
lo merecía este bribón".
García
y Rivadavia, temiendo por su vida, se ocultaron, mientras Ponsonby
ordenaba a una fragata británica acercarse al puerto. Al final Rivadavia
renunció, exiliándose, curiosamente, en Brasil.
Ponsonby,
que desde el principio se negaba a que la Banda Oriental pasara a manos
argentinas o brasileñas, empezaba a ganar la partida, pero un nuevo
obstáculo aparecía en su camino, el coronel Dorrego, gobernador de
Buenos Aires, un patriota curtido en las guerras de la independencia a
quien no le gustaban las intrigas, los obsequios ni el imperio británico
y cuyo objetivo era reintegrar la Banda Oriental a las Provincias
Unidas. Al no poder doblegar a Dorrego, la diplomacia inglesa optó por
otros métodos. Ponsonby escribía: “Dorrego vacila por falta de fondos
(…) Yo creo que ahora él y su gobierno están obrando sinceramente en
favor de la paz (…) A eso están forzados por la negativa de la junta a
facilitarles recursos, salvo pagos mensuales de pequeñas sumas”.
La
diplomacia británica, a través del Banco de la Provincia de Buenos
Aires, controlado por capitalistas ingleses y sus socios locales, trabó
el accionar de Dorrego. La presión económica la combinaba con ataques
militares de navíos ingleses y brasileños (había más de mil marineros
británicos en la flota brasileña) a navíos argentinos.
La
presión obligó a Dorrego a firmar una paz desventajosa: no aceptó todas
las condiciones que se impusieron a García, pero hubo de aceptar la
independencia de la Provincia Cisplatina con nuevo nombre.
Apenas
se enteraron, las tropas estacionadas en Río Grande del Sur se
sintieron traicionadas por Dorrego. Este había firmado su sentencia de
muerte. Poco después fue fusilado por Lavalle.
Ponsonby,
por su parte, había vencido la resistencia de la Corte de Brasil con
amenazas veladas y la Banda Oriental se había transformado en la
República Oriental del Uruguay con la garantía británica. El “Estado
tapón” había nacido.
[Fuente: elmontevideanolaboratoriodeartes.blogspot.com]
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