Por JAVIER MARÍAS
Cada aparato kindle, o e-book, o de libro electrónico existente en Francia, compra una media de 4,6 libros al año. En Italia, país con fama de no muy honrado, son 4,4 los que adquiere legalmente cada usuario. En España, el porcentaje es de 0,6. Cada individuo con uno de esos dispositivos de lectura en pantalla paga más o menos medio libro en el plazo de doce meses. ¿Quiere esto decir que los españoles que se han hecho con un e-book (o como finalmente se llamen) lo tienen de adorno en sus casas y no lo utilizan para su función lectora? En absoluto. Lo que significa es que casi cuanto se lee en ellos es pirateado, robado con total impunidad y con el beneplácito vengativo de nuestro Gobierno. Fue a partir de la Navidad de 2011 cuando el juguete llegó aquí de veras y se puso de moda. El resultado es que las ventas de libros en papel han disminuido brutalmente. Tengo un informe en el que se comparan las de las novelas última y penúltima de varios autores de best-sellers como Dan Brown, Ken Follett, Paulo Coelho y unos cuantos españoles cuyos nombres omitiré para no darles “mala prensa”. Sus últimas obras respectivas han vendido un 52%, un 62%, incluso un 70% menos que las anteriores. Cierto que no hay dos libros iguales, aunque sean del mismo escritor: unos caen más en gracia que otros; el público se cansa fácilmente (“Ya he leído dos de éste, me da pereza un tercero”), las modas son efímeras. Y, por supuesto, está la crisis, pero ésta ya llevaba varios años antes de la Navidad de 2011. Últimamente los editores, las agentes, los libreros –independientes o de grandes superficies–, hasta algunos autores, todos me aseguran que la salvaje caída de las ventas se debe mucho más a la piratería que a la situación económica que el Gobierno de Rajoy nos agrava día tras día.
Me disculpo por utilizarme como ejemplo y por resultar didáctico, pero en este país lo segundo es recomendable siempre. De aquí a un par de meses espero haber terminado una nueva novela que rondará –calculo– las 500 páginas. Habré empleado en ello dos años y pico, con unos veinte meses de muy intenso trabajo (al principio hay mucho tanteo). Lo que ganaré con esta novela dependerá de sus ventas, exclusivamente. Si su precio es de 20 euros, a mí me llegarán unos 2 por cada ejemplar despachado. Eso en papel. En libro electrónico costará unos 8 euros, luego percibiré alrededor de 0,80 por cada uno comprado legalmente. Así, si se venden 10.000 ejemplares en papel, mi tarea de dos años largos se remunerará con 20.000 euros. Si se venden 100.000, multipliquen por diez. Todos dependemos del interés de los lectores; nada se nos regala; si ellos deciden no asomarse a nuestro texto, no cobramos, o muy poco. Cada individuo que piratee esa novela futura mía me estará robando –o me privará de ganar– 0,80 o 2 euros, según el soporte. Si 5.000 personas hacen eso, me habrán restado 4.000 o 10.000 euros (a los editores y libreros más, naturalmente).
Imaginen ustedes, se dediquen a lo que se dediquen, que les quitaran esas cantidades de sus sueldos o ganancias, simplemente porque quienes se benefician de su trabajo pueden hacerlo sin que pase nada. Pueden disfrutar de él gratuitamente. Bueno, no del todo: pagan una buena cantidad a las empresas de telefonía por una banda muy ancha que les permite “descargarse” el producto del esfuerzo de ustedes. El escritor en España (como el músico y el cineasta) no hace negocio con eso, no percibe nada (recuerden: 0,6 libros vendidos al año por dispositivo electrónico). Pero las telefonías sí lo hacen, y perciben muchísimo “ofreciendo” tácitamente el goce del trabajo ajeno. Lo que no se le dice al usuario, pero se le insinúa, es: “Si se compra un e-book y contrata una banda anchísima, leerá gratis lo que se le antoje. Usted no le pagará al autor ni al editor, ni yo tampoco. Usted me pagará a mí por el mecanismo que lo facultará para robar tranquilamente. El autor, el editor y el librero, que se fastidien”.
Yo no sé hasta qué punto la gente es consciente de lo que se trae entre manos, con la connivencia inconfesada de las telefonías, que son las que cobran y sacan tajada de mis dos años largos ante la máquina (el talento posible es otro asunto y no voy a presumir de poseerlo, pero es algo que también merece recompensa en los casos indudables). Cada novela corre su suerte, ya lo he dicho. Pero, si cuando salga la que estoy cerca de acabar (no creo que antes de septiembre, y si le doy el visto bueno), sus ventas respecto a la anterior bajan tanto como un 70%, deberé plantearme si valdrá la pena acometer otra más adelante, a sabiendas de que mis posibles ganancias me las estarán esquilmando a lo bestia. Figúrense a un profesor al que no se le abonan muchas de sus horas de clase; a un banquero que debe dar gratis parte de sus servicios; a un empleado al que sólo se le pagan cinco horas de las ocho que trabaja a diario; a un zapatero que debe entregar por nada un porcentaje del calzado que crea y produce; a un ministro que ha de regalar sus conocimientos y su gestión parcialmente. Y así con cualquier oficio. Repito: yo sólo cobro si a los lectores les da la gana de leer lo que escribo. Si se la da, pero muchos no pagan nada por ello, ya me dirán qué clase de tonto sería si continuara atado a la silla, devanándome mis pocos sesos para llenar, línea a línea, 500 páginas supuestamente interesantes o turbadoras o placenteras. Uno no debería estar dispuesto a que lo perjudiquen quienes lo aprecian. Como si no bastara con los otros.
[Fuente: javiermariasblog.wordpress.com]
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