Escrito por Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Dicen que Vorkuta
es la ciudad más triste del planeta. He atravesado Travnik durante el miércoles
crepuscular y posiblemente no le vaya en saga al poblado ruso o a otros a
orillas del interminable mar Blanco.
Travnik
apareció luego de cruzar una de las regiones más bellas del mundo que he
contemplado. Montañas con un ancho, apacible río (o dos), y meandros de tonos
verdosos. Pequeños barcos, una mínima marina en algún lugar. Sobrecogimiento,
invitación a contemplar el derredor desde el silencio. Permitir a la tarde caer
como manto de novia, mortaja que brinda ansiada paz. Fue diluyéndose mientras
la claridad del día fantaseaba con la eternidad. Luego las casas, luces de
escaso voltaje, lo que ya pesa de por sí. La luz interior de las viviendas
muestra el potencial económico de las zonas urbanas. Serían focos de cincuenta
vatios dando espantoso tinte sepia a comedores y salas. Lo mismo a cafés y
restaurantes. Lo único iluminado a fondo fueron las gasolineras. A pesar de que
leo que Travnik eludió la guerra bosnia en buena parte, había recordatorios,
tumbas en diversos rincones, de pequeños grupos, seis, diez, veinte personas,
lo que marcaba sitio de masacre. Se repetían, a izquierda y derecha. Ni una
sombra sentada velando a los muertos, apenas el frío tenue primaveral. No eran
estos aires alegres de Turgueniev, los recordatorios fúnebres, a ratos con
lista de nombres en un panel, anunciando que en la tierra vecinos matan a
vecinos; hombres mayores que vieron crecer a niñas al lado convertidos en
bestias violadoras.
Pasamos por
Vukovar, en Croacia, ciudad mártir. En los años noventa vimos en el
departamento de la avenida Peoria el filme del mismo nombre (Boro Drašković,
1994), una de tantas historias terribles que retrotrajo a Europa a la Edad
Media; nada igual hasta lo de Ucrania hoy. Bus desde Ljubljana a Sarajevo, con
alto en Zagreb. Bienaventurado y precioso. Difícil quitarse la carga histórica
asociada a las regiones. Admirar la belleza sabiendo que detrás de ella,
impredecible, inmediato, feroz, puede asomar el horror, que la sonrisa de quien
hoy pide una pizca de azúcar o una cebolla prestada para enriquecer el guiso,
en medio de una conversación trivial entre conocidos, puede al amanecer
siguiente derribar la puerta de una patada y lanzarse a la orgía.
Hurgando la
herida con profundidad mayor, miraba los campos cultivados croatas. Siempre el
cine para remozar las imágenes y no permitir el olvido, cuando los ustachas
acostaban prisioneros, serbios en mayoría, en esos sembradíos en flor y
enviaban a sus soldados con inmensas guadañas a segar la cosecha y en medio de
ella destrozar cuerpos, dispersar miembros, acallar el trino de las aves con
gritos de dolor y miedo. Hijos de la muerte. Padres de la muerte.
Aparece el
verde cartel contrastando con el bosque gualda: Jasenovac. Campo de exterminio,
de los más crueles que conoció la guerra mundial. Miro mi pasaporte sellado en
la frontera entre Croacia y Bosnia i Herzegovina: Stara Gradiška, campo de
concentración de mujeres, todo dicho. Lugares de comida, verdulerías, anuncios
de kebobs, en apariencia un activo pueblo de borde de ágil dinámica. Los
guardas de ambos lados sonrientes, bien alimentados, revólveres colgando con
cierto desparpajo del far west. ¿Cuánto tiempo ha pasado? Apenas treinta años.
Recibimos
con trabajo, en el periódico The Denver Post, a buen número de refugiados
bosnios. Mis amigos Brakmić, rubios de metro noventa, celestes ojos musulmanes,
siguieron en contacto conmigo por las siguientes tres décadas, siempre
agradecidos por aquellos momentos cuando llegaron descarnados, abandonados,
asustados, y de pronto se vieron en una ciudad solidaria, con dinero en el
bolsillo y con futuro. Hermosas mujeres bosnias, jóvenes, huyendo al destino
cierto. La bella gitana cuyo nombre no recuerdo, con largos pelos en los
sobacos y fuerte olor salvaje que reía, libre al fin de la pesadumbre, en alta
voz. Ahora estoy allí, en el lugar que tantos de ellos me describieron, en las
aldeas incendiadas, en Sarajevo bombardeada. Cuando entraba en la ciudad, anoche,
de la bruma de la niebla surgían los rascacielos desde donde los
francotiradores hacían pasto de civiles durante la guerra. El bus se detuvo en
un desolado parqueo para una ciudad de más de medio millón. Me apresuré al
único taxi ya que llovía. Temí quedarme en la penumbra sin acceso a nada. La
entrada del hotel me sonó a maravilla, mi cama doble de claras sábanas, el olor
a café con crema.
Dormí. Hubo
voces que se despedían. Ducha caliente en la mañana y buen desayuno después de
tanto. Cuando se viaja por horas y horas, días y noches, en acalorados buses no
hay espacios para comer. Camino tras camino, ojos que nunca se gastan del
asombro. De lado admiré la ciudad amurallada de Bihać, en la Krajina; fortuna
tengo de ver en vivo lo leído. Castillos y casas señoriales asomando techos
fuera del bosque. Dejando la fortuna occidental de Eslovenia, noté que la
riqueza iba deteriorándose, desapareciendo. Travnik, ya mencionado, ajustando
el corazón del observador, yo, con las luces internas que de hogar no tenían en
absoluto. Vorkuta, la más triste, o Murmansk. Y los pueblos de la Herzegovina,
precarios, semi derruidos, más que humildes, pobres. Casi entrar en cortejo
único, solitario, a un mausoleo cubierto de musgo. No es un cuento de Poe, no,
ni de Lovecraft la alucinación. Pobreza real, cuando linda con lo dramático, lo
trágico, lo horrible en suma. Los meandros del río anterior, sus arboladas y
bucólicas colinas, se habrán dormido. Mantengo los ojos abiertos, ya van diez
horas de viaje y la espalda continúa de hierro. No el alma, claro, activa como
en pena, queriendo obviar enterramientos, astrosas estatuas de desconocidos,
ladrillos de color guindo oscuro.
Tres
cuervos se disputan un pedazo de pan. Grandes como ratas negras, cola de
lombriz emplumada.
Hablo con
mi hija menor. Te contaré, le digo al terminar, cuando en Denver esté. No
oyeron de esta guerra, quién pudiera no oír más de ninguna. No ha de suceder,
los monitores internacionales de conflicto auguran desastre. Una mínima pisada
en falso puede detonar un fin. Los geopolíticos anuncian que para fin de siglo
España habrá perdido catorce millones de habitantes, Ucrania veintitrés.
Ciudades chinas crecen cargadas de personas en la vecindad casi vacía de la
Siberia rusa.
Por las
colinas de Sarajevo trepa la niebla, o desciende, formando barbas que me
obligan a pensar en Tolstoi. Cierro el libro que tenía abierto, no voy a leer.
Pienso, no pienses me sugieren. Pienso en el contraste entre lo hermoso y lo
brutal, entre el arte y las cámaras de gas. En este trayecto los nombres me han
sugerido cosas de ambos lados. Tap tap suena y creo que son tiros de fusil de
largo alcance. Resulta ser un insecto alado que desea penetrar mi dormitorio.
Escruto lo oscuro afuera. Mi patio da a una subida cubierta de césped. Pasan
automóviles arriba, los oigo.
Ajusto el
cinturón y me preparo para salir. Cambiaré unos dólares por marcos y caminaré
unas horas la ciudad. Por la tarde continuaré con mi novela, imaginando un
mundo geográficamente muy distinto pero tan humano y cruel como este y
cualquier otro. En unos días a Belgrado, otras sensaciones. Pensé que cuatro
meses de viaje durarían una eternidad y ya veo cómo se aproxima el fin. Sweet
sixteen, cantaba Neil Sedaka. Ni dieciséis quedan y tampoco dulzura.
Necesito un chocolate para creer que estoy vivo y que no me he metido en tumbas
de las que no podré huir.
[Imagen: Srebenica - fuente: lecoqenfer.blogspot.com]
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