segunda-feira, 4 de agosto de 2025

Martín Caparrós Rosenberg: «Del Holocausto se vuelve; del Genocidio, no»

 

                                                                               Ciudadanos de Gaza portan sacos de harina que les racionan los genocidas sionistas para provocar el exterminio por hambruna. .



Escrito por Javier Morales 

Como tantos millones de personas woke (sigo sin entender bien qué quiere decir, pero si molesta a los ultras, bienvenido sea el anglicismo), gente que no ha perdido aún el alma para cedérselo a las corporaciones  y al tecnofascismo, me preguntaba desde hace tiempo qué piensan los israelíes de bien, sí, de bien, sobre lo que está haciendo su gobierno. Sé que hay periódicos, como Haaretz, que resisten, que critican el totalitarismo étnico del gobierno israelí, que hay ciudadanos que salen a la calle a protestar y que muchos de ellos son agredidos y asediados por los nazi-israelíes. ¿Pero y el resto?, pensaba con cierta congoja.  Pues justo esta semana dos importantes organizaciones de derechos humanos israelíes se han atrevido a poner nombre a lo que hace su gobierno, con una palabra que ya estará unida para siempre al Estado de Israel: genocidio. 

Del Holocausto se vuelve; del Genocidio, no”, escribe Martín Caparrós Rosenberg en un reciente y lúcido artículo sobre el exterminio palestino en Gaza. Normalmente Caparrós no usa el segundo apellido, Rosenberg, pero en este texto apelaba a sus orígenes judíos para criticar, desde dentro, la ejecución por hambruna a los gazatíes. Nos cuenta el escritor y periodista argentino que esa técnica, la de matar mediante la hambruna, ya la utilizaron con precisión de ingeniería alemana los nazis en el gueto de Varsovia, por ejemplo, y en las zonas que Hitler fue arrasando en su ambición imperial. El autor de El hambre (Anagrama) aconseja en su artículo a los israelíes que lean el estudio que el hermano de su abuelo Vicente, Bernardo Rosenberg, uno de los médicos del hospital del gueto, escribió ante la impotencia de poder alimentar a la población hambrienta: “No tenían remedios ni instrumental ni comida para curar a sus pacientes –ni la menor esperanza de sobrevivir–, pero podían estudiar intensamente la desnutrición y sus efectos, y lo harían para intentar aportar algo a la ciencia: ayudar a que, alguna vez, en otras condiciones, otros hambrientos tuvieran más opciones”, escribe.

Para resquebrajar la niebla de las malas noticias, que a veces te impide ver la luz, esta semana he vuelto a ver un par de películas (las que he podido conseguir) de Eric Rohmer. Como sabemos, la Nouvelle Vague revolucionó el cine (también la literatura, creo que la obra de Eloy Tizón, uno de nuestros mejores cuentistas, no sería igual sin la obra de estos atrevidos cineastas), no solo europeo, sino también mundial, por esa nueva manera de mirar la realidad y el propio medio cinematográfico. Los autores (reivindicaron esta condición, la de autor), cinéfilos empedernidos, hoy clásicos de la historia del séptimo arte, rompieron muchos moldes: había ruptura de tramas, por ejemplo (¿qué haría Netflix con ellos, ayy?) y exploraron nuevas técnicas en la composición, la imagen, la interpretación. Los dedos de la mano no me dan para mencionar las obras maestras que filmaron estos asiduos a los cineclubes y las filmotecas, que escribieron en la mítica Cahiers du Cinéma. Pero confieso que tengo un cariño especial por Eric Rohmer y, sobre todo, por El rayo verde, basada en una novela homónima del gran Julio Verne. Tengo suerte porque no la he leído y, si el libro llega a tiempo a la librería en la que lo he encargado en www.todostuslibros.com , será una de mis novelas del verano.

¿Quién no se ha sentido alguna vez como Delphine? ¿Quién no ha buscado ese rayo verde al atardecer, frente al mar, en el ocaso, en ese instante en el que la luz da paso a la oscuridad? ¿Quién no ha soñado con ese trazo escrito por la naturaleza que define el destino de una relación amorosa? Al verla de nuevo, me ha llamado la atención una escena que me había pasado desapercibida hasta ahora. Delphine ha roto con su pareja, llega el verano, y le parece un fracaso quedarse en París en vacaciones, sin la playa, el sol, el mar. Pero no encuentra un plan que la convenza y vive esa libertad laboral casi con angustia. En uno de los intentos que hace por salir de París, viaja a Cherburgo con una amiga y su familia. Y despierta curiosidad en los demás: está sola, no encaja con los planes que le proponen y, encima, no come animales. 

Sobre la cuestión de comer o no animales hablé hace algunos veranos en los encuentros de Verines, que desde hace años organiza el Ministerio de Cultura y que en esa ocasión se centraron en la escritura de naturaleza. Coordinados por Luis García Jambrina, guardo un precioso recuerdo de esos días frente al mar. Coincidí con algunos amigos e hice otros nuevos. Recuerdo que después de mi charla, se acercó a mí durante la pausa el escritor asturiano Xuan Bello, a quien hasta entonces no conocía en persona. Tampoco habíamos intercambiado nunca ningún mensaje. Me pareció alguien entrañable, inteligente, amable, socarrón y vitalista. Su charla, previa a la mía, fue una narración oral, como su Historia universal de Paniceiros, escrita en asturiano, y nos tuvo absortos a quienes allí estábamos. Él defendía la ganadería, yo no. “No estoy de acuerdo”, me dijo cuando se acercó después de mi intervención, “pero me ha encantado escucharte”. Fue la única y la última vez que nos vimos. No volvimos a tener contacto. Me entero estos días de su muerte, a los 60 años. “No estoy de acuerdo con esa vida arrebatada”, le digo ahora, “pero me encantó y fue un honor haberte conocido”.

 

 

[Foto: UNRWA - fuente: www.elasombrario.publico.es]

 

 

 

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