sábado, 20 de agosto de 2016

Grafomanía


Por Nicanor Gómez-Villegas

Rellenar papeles con garabatos puede llegar a convertirse en una peligrosa obsesión. Muy pocos de los que incurren en ello dan en escritores; la mayor parte ellos no pasan de ser escribidores o meros grafómanos, bibliómanos o bibliofrénicos. Esta pasión es antigua, aunque no anterior al lenguaje verbal, como es lógico. Muy pronto las comunidades humanas sintieron la necesidad de poner por escrito en un primer momento los menesteres prácticos y más tarde asuntos mucho más elevados, como la memoria de la tribu, los embrollos de los dioses y los héroes e incluso los sentimientos más profundos. Estamos hablando, claro está, del nacimiento, primero de la escritura, más tarde de la literatura. ¿Qué hubiera sido de nuestras vidas sin la literatura, sin esa ampliación a lo largo, a lo ancho, en profundidad, hacia delante y hacia atrás en el tiempo y en el espacio que nos permite evadirnos de nuestra prosaica realidad o incluso dotarla de belleza e intensidad? La invención de la escritura fue una auténtica revolución que comenzó con inventarios de bienes, de cosechas o de reses en materiales varios: pizarras, tablillas de barro o de cera, cortezas interiores de árboles y más tarde papiros y pieles de animales. En el modo de denominar el acto de la escritura y el material en el que esta se llevaba a cabo en las diferentes culturas hay algunas constantes que hacen referencia, a veces de modo inconsciente para los hablantes y escribientes de esas lenguas, a esos orígenes.

Los griegos aprendieron de los fenicios las artes de la escritura alfabética, mucho menos compleja que los ideogramas y jeroglíficos de las escrituras linear A y linear B de las culturas minoica y micénica; además del alfabeto importaron de aquellas tierras un material nuevo para escribir: el papiro, que se obtenía de la manufactura de los tallos de la planta homónima, pápyros, que crecía en las riberas del Nilo, del Jordán y de otros ríos del Mediterráneo meridional. Pero los griegos tenían otra palabra para denominar al papiro: býblos, del nombre griego de la ciudad fenicia desde la que se importaba la mayor parte del papiro: Biblos.  Papiro acabó siendo el étimo de “papel” y byblos del libro por excelencia: Ta Biblía, “La Biblia” o también “Las Escrituras”. ¿Y cuál era ―y es― el verbo griego para designar la acción de escribir? Graphein, que significa “arañar” sobre tablillas de arcilla y más tarde escribir con tinta en un papiro, siempre con un estilo, es decir, con estilo.

Los escritores latinos escribieron las joyas de su literatura en papiro, que como tantas cosas importaron de Grecia, pero sus obras recibieron el nombre de libros, porque en los albores de Roma se comenzó escribiendo en cortezas de árbol: liber. Por esa razón al acto de la escritura lo nombraron con el verbo scrivere, que significa precisamente, al igual que graphein, “arrascar” con un estilo, del latín stylus, palo o instrumento de escritura. El papiro siguió siendo utilizado a lo largo de la alta Edad Media. La cancillería papal, institución conservadora por excelencia, utilizó el papiro hasta prácticamente finales del siglo XI, momento en que fue reemplazado por un nuevo soporte que ya se utilizaba desde la antigüedad, el pergamino, cuya materia prima eran las pieles tratadas de los animales. El pergamino tomó el nombre de la ciudad de la que procedía el material de mayor calidad, la ciudad microasiática de Pérgamo.

Folio y hoja tienen su origen en el latín folio, “hoja de un árbol”, noción que se entronca con el origen vegetal de liber. A partir de esa palabra se formó libellus, “libro pequeño”, “pampleto”, origen de nuestro libelo. Los pueblos germánicos utilizaban también las cortezas de algunos árboles para escribir, concretamente de las hayas. Por ello no es de extrañar que del nombre de ese árbol en las lenguas germánicas, *bokiz  (origen del alemán Buche y el inglés Beech) provengan Buch en alemán y book en inglés, y que el verbo to write proceda de una raíz protogermánica *writan que significa “arañar”. En sánscrito la raiz likh, “arañar” también está en el origen de la noción de escribir, como en la mayor parte de las lenguas indoeuropeas.

En la marina inglesa las observaciones diarias dignas de anotación se consignaban en un cuaderno de bitácora, log-book, porque el método para medir la velocidad de un barco consistía en un pedazo de madera ―log― suspendido de un cabo. Y ese término náutico es el origen de la corteza en la que se araña este artículo: un blog, contracción de weblog, que a vez es apócope de (World Wide) Web + log.  Corteza de haya, pizarra, tablilla de arcilla o de cera, papiro, pergamino o un portátil. La escritura o la vida.

[Fuente: www.fronterad.com]

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