Entrevista. El teatrista, cuya obra “Spam” acaba de reestrenarse,
explica los cruces entre narración y lenguaje que dan sentido a su
teatro.
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SPREGELBURD. Es uno de los teatristas más destacados del país. |
Su trayectoria es extensa –lleva más de una treintena de obras estrenadas–, y si bien su estilo fue cambiando, la densidad de ese mundo tan particular sigue intacta. El primer acercamiento de Rafael Spregelburd al teatro fue a través de la actuación, pero su habilidad como organizador de escena lo encaminó hacia la dramaturgia y la dirección. A los 22, ganó un premio Nacional con Destino de dos cosas o de tres, su primera obra, y lo que empezó como un hobbie se convirtió en su obsesión. Luego de sus funciones como parte del Festival Internacional de Teatro de Buenos Aires (FIBA), acaba de reestrenar Spam, su última obra, y también lo tienen como actor El crítico, actualmente en cartelera, y El escarabajo de oro, mejor película argentina del último Bafici, que se estrenará en septiembre. “Recién ahora puedo decir que estoy actuando profesionalmente en cine y en mis propias obras. Durante mucho tiempo me dediqué a escribir y a dirigir pero sentía que no era el actor que mis obras necesitaban. Ahora sí, y no lo puedo evitar. Escribo, pienso y actúo como parte de un solo fenómeno”, explica Spregelburd a Ñ en su casa, mientras ofrece té, también en modo esposo (de Isol, ilustradora y autora con quien tiene un hijo).
Con
un pie acá y otro en el mundo, financia sus obras en el circuito
independiente con el dinero que obtiene trabajando en el exterior. “Ver
cómo consumen el teatro en otros países me ayudó a pensar en nuestro
teatro. Por qué damos automáticamente por verdaderas cosas que no son
tan automáticas”, cuenta. Spregelburd excede los límites de la
teatralidad porteña, desde la forma y el contenido. Con su teatro
escenifica la fuga de otra realidad entre las redes de las estructuras
lingüísticas, un mundo ajeno a la voluntad del hombre en el que todo es
provisorio y la verdad depende de cada punto de vista. Combina de una
forma inusual la ironía y el misterio metafísico, lo lúdico y lo
caótico; denuncia lo que subyace y no nos deja indiferentes, porque
logra volver pensable lo que el lenguaje determina impensable.
–¿Cómo se gesta esta mirada que desnaturaliza la realidad para considerarla una construcción cultural?
–No
lo tengo muy identificado. Desde la infancia estoy obsesionado con el
tema del lenguaje. ¿Por qué hablamos distintos idiomas?, ¿por qué lo que
en una lengua se dice utilizando dos géneros, otra utiliza tres? y
¿cuáles son las diferencias profundas que deben estar en las maneras de
pensar que el lenguaje organiza y anula simplemente porque hablamos en
una sola lengua? Me parece que toda forma de escritura, todo uso de las
palabras, necesariamente debe asumir ese caos en el que está inmerso.
–¿Qué papel tiene el argumento en tus obras? Si bien hay juegos de lenguaje, se narran historias…
–El argumento juega un papel muy importante. Pese a todo lo que hemos
dicho que haría suponer que mis obras son compendios de lingüística, no
lo son. Mis obras son argumentales, son historias muy intrincadas. A mí
me interesa mucho la fábula como la entiende Brecht. Es formidable poder
narrar una historia y que a su vez esta historia tenga un operativo
narrativo complejo: que haya múltiples puntos de vista, que todos tengan
razón, que no haya personajes secundarios. El teatro responde a modas
diferentes y con el advenimiento de la democracia también se modificó la
forma de producir teatro y ficción. Mis fábulas están atravesadas de
toda esta herencia. Es natural que uno haya absorbido todas las
revoluciones históricas que atravesaron al teatro.
–En casi todas tus obras hay algún personaje que tiene un problema con el lenguaje.
–Mis
primeras obras ya trabajaban obsesivamente sobre este problema, pero
eran más ingenuas en el sentido de que yo pensaba que para construir una
obra había que inventar un lenguaje. Los personajes hablan raro, las
estructuras de las oraciones no coinciden, las preposiciones están mal
usadas. Yo estaba preocupado por esa parte de la construcción que era
deconstruir el lenguaje. Un poco herencia de los absurdistas franceses,
que era lo que había leído como primer teatro. Cuando yo era muy chico,
en mi casa había una biblioteca Losada con todos los clásicos, heredada
de un tío abuelo. Empecé a leer teatro con Ionesco, Cocteau, Adamov, y
pensaba que el teatro era así y que la literatura en prosa, en cambio,
era seria, formal y estructurada. Después llegaron los otros clásicos y
me enteré de que había otro tipo de literatura dramática. Pero a mí
siempre me quedó la sensación de que escribir teatro era más divertido.
–¿En qué sentido?
–Es
que yo veía que había una literatura escrita en prosa y luego una cosa
escrita con guiones, donde solamente se ponía lo que decían los
personajes. Siempre me ha quedado esa deformación profesional. Cuando
leo narrativa me es muy difícil aceptar que el autor detenga la acción
para darme una larguísima descripción del estado de ánimo. Siempre me
pregunto: “¿Cómo lo sabe? No hay pruebas de esto que describe.
Tendríamos que ver qué dicen los personajes”. En el teatro cada uno de
los personajes que habla es un punto de vista y es la diferencia de
estos puntos de vista lo que hace que se ordenen como un sistema
planetario donde todos pueden tener razón. Hamlet se podría llamar
Laertes y no Hamlet si quisiéramos cargar las tintas sobre las razones
de un personaje y no de otro, mientras que en la narrativa, el punto de
vista es el del autor y él se lo presta a sus descripciones. En teatro
hay que concentrarse en ocupar todos los puntos de vista posibles, sobre
todo aquellos que no coinciden con los de uno. Y este es un ejercicio
que estaba en estas lecturas iniciales de teatro, que estaban
atravesadas por el absurdo. Escribir es desenmascarar cada lengua y
muchas veces en mis obras lo que ocurre es que para poder hacerlo hay
que confrontarlo con un punto de vista equivocado.
–Eso, a su vez, es una forma metalingüística de reflexionar acerca de lo que hace el teatro...
–Claro,
las obras también fabrican un lenguaje diferente que está lleno de
agujeros, riquezas y explosiones de sentido. Pero lo curioso de mis
obras es que yo me preocupo mucho por su naturalidad, por su
organicidad. Por eso me gustan tanto autores como Chéjov y Pinter,
porque siendo muy extraños y absurdos, coquetean con la similitud de lo
real. La ciencia ficción es muy interesante, pero asume que está
hablando de cosas de otro planeta y entonces uno se distancia mucho de
eso. A mí me preocupa la afectación personal, me interesan mucho los
lenguajes del realismo extrañado. Pienso que el realismo, lejos de ser
la dominante de la burguesía, es un gran invento de las vanguardias.
Pero no me interesan los realismos que fueron utilizados por su parecido
con lo real para transmitir un único mensaje, me interesa el parecido
biológico con lo real, la biología compleja de los sistemas que están
vivos.
–¿Y cómo entra la biología en el teatro?
–A mí
me parece que el teatro se ufana de construir una vida sobre el
escenario y muchas veces esa vida es ficticia porque es una noción
reduccionista de la vida. Ya incluso sucede con el concepto de
personaje. La terminación “-aje” es despectiva. Los personajes comparten
con las personas algunos rasgos pero en general están simplificados y
limados en todos los aspectos posibles. Esto me sublevaba un poco y
pensaba que entonces no había que hablar de vida, sino de artificio, que
es lo que en realidad el teatro ofrece. Si, en cambio, nos preocupa
reproducir el funcionamiento de la vida sobre el escenario, deberíamos
estudiar cómo funciona la vida en el alma de la biología.
–¿Ahí es cuando empieza tu lectura de la Teoría del Caos y la complejidad?
–Claro,
no es que yo crea que hay que deconstruir las obras porque es más
moderno. Lo que trato de hacer es respetar siempre esta idea de
complejidad, de que el paradigma causa-efecto es el paradigma de la
razón pero no necesariamente el único modo de observar la realidad. Es
lo que la Teoría del Caos llama “la causalidad compleja”: muchas causas
para un mismo efecto o efectos que no tienen ninguna causa, como es el
caso de la definición de catástrofe. Me parecía que la vida a mi
alrededor estaba llena de estos elementos, y naturalmente ciertas
lecturas lo alimentaron. Sobre todo las obras de Pinter, y
fundamentalmente la lectura de Paul Auster, que trabaja obsesivamente
con estos fenómenos de azar en la literatura: si es posible que las
cosas ocurran por azar aunque todos sabemos que están siendo elegidas
por alguien que las escribe. Esta es una preocupación permanente: cómo
hacer para presentarle al espectador un objeto vivo que biológicamente
está en pleno movimiento y que se escapa siempre del intento de
apresarlo en una simbología.
–¿Cómo manejás esta obsesión con
el lenguaje en tu vida cotidiana? Tenés un nene que está justo
aprendiendo a hablar. ¿Es tentador para cierta experimentación?
–Está
en el momento ideal para hacer experimentos pero soy muy cuidadoso
(risas). A mí el aprendizaje de la lengua me fascina y todos los años
estoy aprendiendo una lengua nueva. Siempre las abandono porque me
interesa el inicio, el choque con la lógica de la gramática. Solamente
hablo bien inglés y alemán, más o menos, pero todo el tiempo estoy
pensando en varios idiomas a la vez.
[Fuente: www.revistaenie.clarin.com]
[Fuente: www.revistaenie.clarin.com]
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