- Las lenguas romances son las hijas de un latín que, como bien ha dicho el profesor Stroh, murió pronto, pero sin enterrarse
- Hoy recurren a ella algunos que aparentan y no saben. Aquí va
un compendio de pifias de intelectuales y dislates culturales con el
latín
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Virgilio leyendo la 'Eneida' a Augusto, Octavia y Livia. Cuadro de Jean-Baptiste Wicar en el Chicago Art Institute |
Por Miguel Ángel González Manjarrés*
En esto de las lenguas parece razonable estar con la idea bíblica: son una maldición. Peccati enim poena est tot esse linguas, que muy bien dijo Vives.
El hombre ha debido acarrear con ellas desde bien temprano y, quizá por
el viejo atasco de las comunicaciones, tuvieron que aumentar en cada
barrio con tal de asegurar un mínimo de cohesión social. Con los años,
ya se sabe: un mero instrumento cobra una suerte de falsa firmeza y
acaba por convertirse en patrimonio, tradición y otras falacias. Luego
son medio para literaturas y se confunden fácilmente con el resultado
mismo de las manifestaciones artísticas, en una mezcla que termina por
llevar al patriotismo. La parte final resulta bien conocida y hasta
cotidiana: por todos lados aparecen las metáforas habituales que llevan
de la lengua al alma de un pueblo y del alma
de un pueblo al espíritu de un creador. Y así seguimos, sin poner nunca
los pies en el suelo. Es decir: cualquier lengua es del todo
prescindible porque todo se puede decir en cualquier lengua. Y también
el latín.
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Las lenguas romances son las hijas de un latín que, como bien ha dicho el profesor Stroh, murió pronto, pero sin enterrarse, de forma que su cadáver siguió paseándose como si tal cosa: ya nadie la aprendía en casa,
pero se hizo la única lengua posible para la educación y la cultura. Y
así durante casi dos mil años. Luego ya, en esta parte última de nuestra
historia, el muerto fue casi solo objeto de análisis anatomofilológico,
con breves y melancólicas composiciones originales. Pero sus
vicisitudes atraviesan los siglos: es la única lengua que dio más
producción de muerta que de viva, e incluso hoy mismo puede aprenderse y
hablarse como una diversión casi fúnebre que da más alegría que
tristeza. La sola delicia, por ejemplo, de leer a los antiguos, de leer a
Petrarca o de leer a Erasmo y casi conversar con ellos como sin tiempo. El solo placer de no sentirse extraño con los muertos.
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Los gustos son raros y, por tanto, allá cada cual. Aprender a hablar,
a escribir y leer en latín -es decir, aprender latín- es cosa de uno:
no parece que pueda tenerse por materia básica para la formación y la
vida, aun cuando su dominio -como ocurre con otras lenguas- pueda llegar
a ser muy placentero y prestar ayudas intelectuales de calado. Quizá
nadie haya de exigir que todos sepan esta lengua de vivencias tan
extrañas, pero debe cuidarse que siempre haya alguien que la conozca y
sea capaz de descifrar a los demás el ricorico
fruto que esconden sus signos. Nada más. La gracia del asunto, en este
caso como en otros paralelos, viene de quienes quieren y no pueden o,
mejor incluso, de quienes aparentan y no saben: esa numerosa gente
cultivada -por no irse del terreno propio del latín- que, sin saber
mucho de la lengua, se expresa a veces con ella por tópico o adorno. Y con el error lingüístico, como es obvio, va a menudo el fallo cultural.
No se trata, en todo caso, de hacer catálogo de pifias por mero prurito
hipercorrecto, sino de recurrir de nuevo a este latín ya sin infancias y
por pura compasión mostrar algunos casos de quienes lo usan sin saberlo
demasiado.
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Hay para todos los gustos, aunque las patadas gramaticales suelen ser
las más pertinaces. Solo se ponen tres ejemplos periodísticos de gente
encumbrada y gran valor intelectual: ¡lo que no habrá, mehercle, entre las numerosas autoridades infimae notae! Quede claro que siempre puede haber error o errata tipográfica, pero los casos son graciosos. Hace ya tiempo que un Juan Goytisolo entusiasmado con Todorov y Said alababa su arte excéntrica y atemporal, que los biempensantes tenían por monstrum horrendus, informis, ingens:
una locución en que la concordancia del género queda hecha trizas,
porque el que la usa no sabe poner un nombre neutro con su adyacente
neutro (qué le vamos a hacer: un sustantivo concierta con su adjetivo en
género, número y caso). Hablando de neutros y concordancias: hasta el
gran Savater mencionaba a los clásicos con un refrán destrozado por un maldito adjetivo masculino: nihil novus sub sole. ¿Y qué decir de Arcadi Espada? Nuestro mejor columnista tituló una vez un texto con el latino Mediocritas, y terminaba usando un préstamo de Horacio en
sentido desfigurado (para el poeta era su regla de vida: una medianía
sublime), pero con un añadido agramatical: "La utopía de la izquierda es
la igualdad; pero su traducción real y cotidiana es el aura mediocritas". El dorado adjetival pasaba así a convertirse en una brisa sin concordancia: aliquando bonus Homerus dormitat.
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El desbaratamiento lingüístico queda muy feo en lenguas modernas,
pero con el latín parece perdonarse siempre: solo sea porque quizá ni se
detecte. Aun así, resultan más cómicos los dislates en la cosa
cultural, que tantas veces se acarrea de titulares digitales dispersos
como a la rebatiña. Aún recuerdo, hace ya tanto tiempo, aquella
estupefacción cuando el literato Manuel Vicent se metía con la seriedad del papa Ratzinger y le oponía el cantito goliardo del Gaudeamus igitur, hoy tan universitario, con una atribución insospechada: ¡nada menos que a Séneca y su De brevitate vitae!
Los mil doscientos años de adelanto para la cancioncilla medieval bien
valían una columna de tan alegórica belleza. No le va a la zaga, en todo
caso, una exposición de tópicos sobre Heliogábalo que hacía un Rubén Díaz Caviedes en cierta ocasión: la literatura de acarreo, si no se vigila, lleva a engaños gordos, como confundir a Elio Lampridio, uno de los autores de la Historia Augusta que narra los desmanes del emperador, con un humanista croata llamado también Elio Lampridio Cerva. El remate, por seguir con el tres como muestra, viene de Andrés Trapiello: al comparar la exigencia de un hombre culto actual con otro de tiempos renacentistas, dice que "cuando Maquiavelo pensaba
en el Príncipe del Renacimiento, pensaba en un joven prudente, sagaz y
culto. ¿Y qué entendía por culto? Alguien, desde luego, que pudiera leer
en latín a Marco Aurelio y a los filósofos e historiadores griegos tanto como a Ariosto".
La cultura entonces, desde luego, sería exigentísima: para leer en
latín a Marco Aurelio, que escribió en griego aun siendo emperador
romano, se volvía necesario hacerlo en traducción, a lo que quizá bien
aluda aquí el diarista.
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En la letra muerta del latín hay mucho escrito que todavía alguien
quiere seguir leyendo. No está mal. Cuando uno dice cosas, es mejor
decirlas con corrección que de forma equivocada y, en todo caso, es
preferible decirlas bien en el vernáculo de cada cual que meter la pata
para adornarse con una reliquia ignota. Pero el adorno tira mucho, desde
luego, y más aún cuando se pone algo que suena a misterio y se deja
como en zona de sombra. El arcano prestigioso y prestigiado, como si no
fuese igual de ordinario que cualquier expresión en una lengua
cualquiera. El final es simple y horaciano: sit modus in rebus. Y allá los muertos que entierren como Dios manda a sus muertos.
* Miguel Ángel González Manjarrés es profesor Titular de Filología Latina de la Universidad de Valladolid
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