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Algún
tiempo atrás, una canción de moda enumeraba los inventos argentinos: el
dulce de leche, el autobús o colectivo, las alpargatas, la soda, los
alfajores, las huellas digitales, los dibujos animados, la jeringa
descartable, el bolígrafo o birome, la transfusión sanguínea, etcétera.
No importa si todas estas cosas fueron inventadas realmente por
argentinos, o no: lo que importa es el hecho de que los argentinos lo
creen (lo creemos, debería decir), como si su presunta creatividad
sirviese de legitimación y de garantía ante un futuro que (comoquiera
que se lo mire) en Argentina solo suele traer cosas malas; de esto (o de
algo similar) iba la canción.
Acerca de la supuesta creatividad nacional hay un pequeño libro del escritor Pablo de Santis llamado Invenciones argentinas (Buenos Aires: Colihue, 2000) en el que pueden encontrarse inventos como el Aleph de Jorge Luis Borges (que se encuentra, como todo el mundo sabe, en una casa de la calle Garay), las utopías anarquistas y socialistas que circularon en Buenos Aires en las décadas de 1920 y 1930, los topónimos argentinos como «La Loma del Quinoto» y «Donde el diablo perdió el poncho» (aunque no se incluye una de mis favoritas: «Lejos, donde cagó el conejo»), las figuraciones del Día del Arquero y del Día de la Escarapela (fechas que suelen destinarse al pago a acreedores y al cumplimiento de promesas) y la vida y la obra de excéntricos argentinos como Omar Viñole, Xul Solar y Viernes Scardulla, de los que supongo que tendremos que hablar aquí algún día. Mientras llega ese día (y a modo de continuación del artículo anterior acerca de inventos más o menos ridículos y casi siempre calamitosos), van aquí algunas invenciones argentinas, destinadas a reparar omisiones y faltas o tan solo a profundizar en ellas.
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Macedonio Fernández
es conocido como el maestro de Borges, pero su obra (mayormente oral
debido a la pereza o a la indiferencia de su autor) está a la par y en
ocasiones supera a la del autor de Las ruinas circulares.
Fernández (que nació en Buenos Aires en 1874 y murió en esa ciudad en
1952, que fue abogado y juez de paz, careció de domicilio fijo durante
buena parte de su vida y escribió «la obra» latinoamericana secreta, El Museo de la Novela de la Eterna)
es el inventor o el descubridor de los «aqueno», objetos a los que
(según el autor) «precede una expectativa incrédula o una incredulidad
expectante, en la que hay un 80% de la irritante gana de fracaso». Entre
esos objetos se cuentan «los irrompibles; los encendedores a nafta
[gasolina]; la lapicera automática; los estuches de 14 herramientas; el
lápiz de tinta; los nudos de no olvidar, que fracasan en el olvido de
no-olvidar; las extracciones sin dolor; los remedios infalibles; los
sacamanchas; los paracaídas; los bastones paraguas; los seguros de
revólveres, navajas y ascensores; [...] todas las especies de garantías
para la puntualidad, la formalidad», etcétera.
Macedonio
fue también el inventor de un método para acceder a la presidencia de
la nación, consistente en estampar su nombre en papeles abandonados en
las mesas de los bares (de manera de concitar la curiosidad popular y
hacer conocido su nombre) y en los libros de la biblioteca Dante
Alighieri (para atraer el voto de los inmigrantes italianos); su idea
era que ser presidente tiene que ser más fácil que ser, digamos,
peluquero (ya que hay muchas personas que quieren convertirse en
presidente pero solo algunas que deseen ser peluqueros). Como cuenta Germán García en su libro Macedonio Fernández: la escritura en objeto
(Buenos Aires: Siglo Veintiuno, 1975), otra de sus argucias consistía
en sembrar el caos mediante la creación de objetos que no funcionasen,
de tal modo de acceder al poder presentándose como la persona idónea
para la resolución de los problemas concitados por ellos: entre los
objetos que Macedonio ideó para sembrar la confusión se encontraban un
peine de doble filo que lastimara la mano y el cuero cabelludo de quien
intentara peinarse con él, cucharas de papel que se empapasen y
disolviesen cuando se sumergieran en la sopa, escaleras de escalones de
diferente altura que llevasen a sus usuarios a caerse de ellas y otros
artefactos similares. No se sabe cuán en serio se tomaba Macedonio su
campaña electoral (posiblemente no muy en serio), pero el hecho es que
no llegó a la presidencia; en su lugar, esta fue ocupada por personas
notablemente menos dotadas que el escritor, y más perversas.
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Al parecer, el ingeniero Juan Baigorri Velar
no inventó la lluvia, pero sí la forma de provocarla. Baigorri Velar
nunca exhibió las máquinas con las que lo hacía ni habló de sus
procedimientos (aunque alguna vez dijo que utilizaba una antena para
lanzar «rayos electromagnéticos» a las nubes) pero consiguió hacer
llover en zonas desérticas de Argentina en 1938. Aunque el hecho de que
su método no se haya popularizado hace pensar que carecía de fundamento
científico, el ingeniero se valió de él para descubrir el Mesón de
Hierro, un aerolito caído siglos antes en la zona del Chaco, lo que es
una prueba de que al menos podía medir el magnetismo de los objetos. A
esta demostración de fuerza se le suma otra, de notable importancia:
Baigorri Velar estaba enfrentado al responsable de la Dirección de
Meterología, el ingeniero Alfredo G. Galmarini
(un pésimo nombre para un villano, por cierto), que consideraba que el
clima debía ser dejado en manos de Dios o de la fatalidad y, por
consiguiente, perseguía y descalificaba a Baigorri Velar con ahínco.
Cuando este pronosticó lluvia para el día tres de enero de 1939 y envió
un paraguas a su enemigo, el enfrentamiento se aproximó a su desenlace.
Ese día (por supuesto) llovió y Baigorri Velar (que murió en 1972 sin
haber revelado a nadie su secreto) ganó el enfrentamiento. Algún tiempo
atrás había recibido una oferta proveniente de los Estados Unidos para
comercializar su fórmula, pero Baigorri Velar había respondido «Soy
argentino y como tal quiero que el invento beneficie a mi país. No estoy
dispuesto a vender la fórmula ni por todo el oro del mundo», frase que
demuestra que, o bien sí estaba dispuesto (aunque no al precio que se le
ofrecía), o bien no era argentino sino uruguayo o algo similar.
4
Juan
Baigorri Velar demostró que, por una razón u otra, su invento
funcionaba; esto y su muy poco argentina declaración de amor a Argentina
bastan para considerarlo uno de los principales inventores de ese país.
A un ingeniero ruso apellidado Rayboul
no le hizo falta alabar a su país de adopción para ser considerado uno;
de hecho, ni siquiera le resultó necesario hacer que alguno de sus
inventos funcionase. Según Helvio Botana (hijo del creador del famoso diario Crítica e integrante de un linaje que incluye al político radical Raúl Damonte Taborda, a la millonaria anarquista Salvadora Medina Onrubia y al escritor argentino Copi),
Rayboul se presentó un día en la redacción del periódico afirmando que
conocía un método económico para la fabricación de la bomba atómica. A
sabiendas de que el Gobierno de Juan Domingo Perón
había gastado ya algo así como 15 millones de dólares en un programa
nuclear de nula eficacia dirigido por un científico austríaco llamado Ronald Richter,
Rayboul sostuvo que él podía «mandar a hacer la bomba a cualquier
taller y saldrá baratísima, pues estos miserables bolcheviques y estos
miserables yanquis, manejados por el gran Sanedrín judío internacional
hacen correr el rumor de que es carísima para apartar sus beneficios de
la pequeña burguesía».
No
se sabe si fue esta declaración de antisemitismo o su afirmación de que
solo necesitaba 300 pesos mensuales, cuatro anotadores, seis lápices y
una goma de borrar para crear la bomba atómica lo que hizo que Rayboul
no fuese tomado muy en serio en la redacción del periódico, pero lo
cierto es que Argentina sigue sin tener un arsenal nuclear (lo que es
muy de agradecer, por cierto) y tampoco dispone de otras tecnologías
creadas por Rayboul: un método para fabricar catapultas para mandar
cápsulas al espacio, una técnica para convertir el carbón en diamante y
un ladrillo prácticamente indestructible que el científico ruso afirmó
poder sacar de la tierra mediante un catalizador secreto.
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Ninguno
de estos inventos puede compararse, sin embargo, con la mejor invención
argentina, que son los chistes sobre argentinos como el que contaba el
escritor Adolfo Bioy Casares:
«¿Cómo se suicida un argentino? Se arroja desde lo más alto de sí
mismo». Agrego, por mi parte, algunos más: «¿Cómo se reconoce a un
argentino en una librería? Porque es el único que pide un mapamundi de
Buenos Aires», «¿Cuál es el mejor negocio que puede hacerse con un
argentino? Comprarlo por lo que vale y venderlo por lo que él dice que
vale», «¿Por qué los argentinos sonríen cuando relampaguea? Porque creen
que Dios los está fotografiando». (Por cierto, aquí
una canción en la que los argentinos son considerados «el baluarte de
la humanidad», lo que solo puede ser cierto para aquellos que tengan un
concepto tan pobre de la humanidad como el mío). «Podemos ser lo mejor
pero también lo peor con la misma facilidad» afirma otra canción, la que
mencionaba al comienzo de este artículo, pero eso es algo que puede
decirse de todos los países. Ni siquiera, ni siquiera en eso los
argentinos hemos inventado nada.
[Fuente: www.jotdown.es]
[Fuente: www.jotdown.es]
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