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Francisco García Hortelano |
A
veces crees que tus desgracias empiezan tan atrás, que te cambias de
nombre en un intento desesperado por sortear la adversidad, como el día
que Philippus Theophrastus Bombast von Hohenheim previó que haría mejor
carrera como Paracelso. En la vida conviene saber cuándo tu
nombre se vuelve una losa, para deshacerte de él, como si fuese el
calzoncillo de ayer. Bastantes obstáculos encuentras hasta que te llega
la muerte, como para tener que remontar también tu nombre y apellidos.
En último término, un nombre tiene que ser un salvoconducto, una llave
maestra, una versión mejorada, a poder ser, de ti mismo, y no una mera
señal para que te des la vuelta cuando te llaman.
Nada
es sagrado. Ni siquiera esos apellidos que te legan tus padres, y que a
su vez reciben de la generación anterior, y esta de la pasada,
etcétera. Francisco Casavella admitió en su día que si quería ser
escritor, y darse a conocer, no podía seguir llamándose Francisco
García Hortelano, como si nada. No bastaba con escribir bien. Además,
había que llamarse bien. García Hortelano, después de todo, ya había uno, bebía más y mejor que Casavella, y era autor de esa maravilla titulada El gran momento de Mary Tribune. Aceptada esta circunstancia, y asimilada la nueva identidad, Casavella firmó El día del Watusi, no menos maravilla.
Hace 20 años, en el instituto, compartía mesa con un compañero simpático, inteligente, interesado en la música new age.
Tenía talento, y menos ganas de seguir estudiando que yo. Solo le
interesaba la música. Al menos le interesaba algo. Quería ser una
estrella. Cuando consiguió grabar una maqueta, metió la casete en un
sobre amarillo, escribió Baldomero Afonso Dapena en el remite, y se lo envió a Ramón Trecet,
que tenía un programa en Radio Nacional que daba bola a la clase de
música que hacía mi colega. Mes y medio después, Baldomero recibió una
carta escrita de puño y letra por Trecet. Era breve: “Su trabajo resulta
muy interesante. Tiene posibilidades. Pero hágase un favor, amigo:
búsquese otro nombre”.
No es suficiente con tener talento. Si me apuran, ni siquiera precisas talento, como el día que en representación de España Chiquilicuatre
hizo el papel más digno, en años, que se recuerda en Eurovisión. No
cantaba una mierda, pero tenía nombre, coño. Si tienes talento, mejor
para ti. Claro. Pero necesitas un nombre para proyectarlo, y que fluya.
Eso lo advirtió enseguida José Ángel Ezcurra, fundador de la revista Triunfo,
el día que escuchó cantar una saeta en la Semana Santa de 1941 a María
Antonia Abad Fernández. Allí había talento y precocidad, pero aquella
chica no podía aspirar a nada llamándose así. Búscate otro nombre,
Antonia, le recomendaron sus padrinos. Algo más contundente, con lo que
pudiese presentarse en Hollywood, como hizo Sofía Loren, antes Sofía Scicolone. Y así nació Sara Montiel. Nada nuevo bajo el sol. Hasta John Wayne se llamaba Marion Morrison. Por no hablar de Massiel, que si alguien no lo recuerda, se llama María Félix de los Ángeles Santamaría.
Cualquiera
sabe, a poco que se deja asesorar, que a menudo el triunfo depende de
insignificancias, intangibles, como un cambio de nombre en el minuto
oportuno. Javier Tomeo contaba que en los inicios de su carrera
literaria, escribiendo novelas de quiosco, “te pagaban de 10 a 25
pesetas y firmabas con nombre extranjero, porque si no, en este país, no
te compraban”. Te convenía parecer norteamericano, y a poder ser,
pistolero y dueño de un caballo negro. Tal vez por eso Tomeo se hizo
llamar durante una época Frantz Keller.
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Francisco González Ledesma |
La literatura pulp,
que en España halló su esplendor en los años 50, favoreció la
popularidad de obras sencillas, de estilo directo, baratas, pero sobre
todo de seudónimos que se grabaron en la memoria colectiva. Ninguna de
las miles de obras que se vendían pasó a la historia, pero cualquiera
sabe de qué hablamos cuando hablamos de Silver Kane, Curtis Garland, Keith Luguer, George H. White o Alf Regaldie. Francisco González Ledesma evoca en Historia de mis calles
la noche que escribió por primera vez ese nombre: Silver Kane. “El
ambiente de madrugada, en el comedor de casa, era el de una luz que
apenas me permitía ver (…) Estaba escribiendo una novela policíaca para
Bruguera y ganar algún dinero, y para el nombre del protagonista elegí
Silver Kane, porque era fácil de recordar y sonaba bien”. Ahí empezó una
carrera meteórica. Bajo aquel seudónimo González Ledesma escribía una
novela a la semana. Cuando escribía bajo su nombre verdadero, necesitaba
meses. Silver Kane le proporcionaban un estilo y una rapidez
específicos, en el mismo sentido que, con un mero cambio de ropa, Clark
Kent adquiría poderes de superhombre. En una ocasión Ledesma le confesó a Sánchez Dragó
que, durante un apagón que se prolongó varias horas, como era habitual
en la Barcelona de los 50, se vio obligado a subirse al tejado para
acabar una novela a la luz de la luna y cumplir a la mañana siguiente
con el plazo de entrega. Silver Kane era, sobre todo, una velocidad.
El
nombre tiene que entrar, en cierto modo, por los ojos. Eso no es algo
que puedas conseguir, por ejemplo, llamándote María del Rosario Cayetana
Paloma Alfonsa Victoria Eugenia Fernanda Teresa Francisca de Paula
Lourdes Antonia Josefa Fausta Rita Castor Dorotea Santa Esperanza
Fitz-James Stuart y de Silva Falcó y Gurtubay. Pero te buscas algo más
corto y directo, como Duquesa de Alba, y funciona. En caso contrario, es mejor no llamarse, como ese personaje cáustico de Cotton Club,
que le cubre las espaldas a Dutch Schultz. “¿A ti cómo te llaman?”, le
preguntan en un momento dado. “A mí nadie me llama”, responde secamente.
“¿Ni siquiera tu madre?”, insiste su interlocutor. “Yo no tengo madre
—cierra la cuestión el gánster—. Me encontraron en un cubo de basura”.
Bajo
el cambio de nombre subyace una teoría, más o menos optimista, según la
cual quizá no esté todo perdido. Si tu vida se desmorona, si nada en lo
que creías, de pronto, es sólido, todavía puedes buscarte un nombre
nuevo, y empezar desde cero, con nuevas creencias. Después de todo,
también los calzoncillos limpios se compran. Norma Jean, como es
sabido, trabajaba en la fábrica de munición Radio Plane cuando alguien
le propuso hacerle unas fotos. Una cosa llevó a la otra, y poco después
la chica se divorciaba de su primer marido y hacía su primer casting. Un
ejecutivo de la Twentieth Century Fox la contrató como extra, al tiempo
que le propuso un cambio de nombre. Empezó a llamarse Marilyn Monroe.
No hay mal que por bien no venga, y años después, una banda de música
compuesta por evangelistas de un suburbio de Atlanta, halló abandonado
el pasado de Marilyn, como si en cierto sentido fuese una prenda de ropa
interior usada, y se apropió de Norma Jean. Desde entonces hacen carrera en el metalcore y ya han grabado cinco discos.
No siempre el nombre es el principio de algo nuevo. Hay casos excepcionales en los que un cambio de nombre es el último paso. Manuel Fernández Chica
nació en Tánger (1954). Persiguiendo el sueño de ser artista, y de paso
mujer, se fue a Barcelona. Primero se sometió a un tratamiento de
estrógenos, y años después a una vaginoplastia, para adecuarse del todo
al sexo femenino. Solo entonces se convirtió en Bibiana Fernández, actriz, cantante, presentadora de televisión y toda una señora.
Huir
como lo hizo Bibiana, antes Manolo, y cambiarte de nombre, es un tema
clásico en la literatura universal. Está tratado en infinidad de obras,
como las de George Simenon o Dashiell Hammet,
por citar solo dos ejemplos conocidos. Incluso es común cambiarte de
nombre una segunda vez y regresar al lugar del que habías huido. A
menudo sucede que huir, y dotarte de una identidad nueva, no te salva de
tu destino. En la primera temporada de Los Soprano, cuando Tony acompaña a su hija a elegir universidad, el personaje interpretado por Gandolfini se encuentra, por casualidad, con un viejo amigo.
Se trata de Fabian Petrulio, al que le había perdido la pista diez años
atrás. En ese tiempo las cosas han cambiado tanto, que Petrulio se
llama ahora Frederick Peters y es un ciudadano modélico. Antes era un
gánster como podía serlo Tony, vendía caballo, lo detuvieron, cambió de
bando, se metió en un programa de protección de testigos, se cambió de
nombre, lo echaron del programa. “Desde entonces —le explica Tony a su
sobrino por teléfono, para darle cuenta del reencuentro—
se dedica a ir por las universidades dando conferencias y cobrando una
pasta por contar lo tremendamente mafioso que era antes”. Nada de eso le
salva de su destino fatal cuando se cruza con Tony Soprano, obligado a
hacer con él lo que se hace con los soplones que, colocados contra la
pared, se alían con los federales.
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Norma Jean |
Nunca se sabe cuánta fortuna debe un individuo a un buen cambio de nombre. ¿Hubiese triunfado Tina Turner como Anna Mar Bullock? ¿Y Woody Allen como Allen Konigsberg? ¿Y Demi Moore como Demetria Gene Guynes? ¿Y Rocío Dúrcal como María de los Ángeles de las Heras? ¿Y George Sand como Amandine Lucie Aurore Dupin? ¿Y Pablo Neruda como Ricardo Eliecer Neftalí Reyes Basualto? ¿Y Bob Dylan como Robert Zimmerman? ¿Y Stendhal como Marie Henri Beyle? ¿Y John Balan como Manuel Outeda? ¿Y Camarón de la Isla como José Monge? Nunca se sabe a ciencia cierta, no. Pero bah, qué coño importa. A Charles Chaplin le fue bien siendo siempre Charles Chaplin, y Classus Clay siguió golpeando como una bestia salvaje cuando pasó a llamarse Mohamed Alí.
En todo caso, un buen cambio de nombre enriquece cualquier leyenda. Incuso absurdamente, como ocurrió con Bustos Domecq. En su día, Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares,
escribiendo algunos relatos a cuatro manos, se dotaron de un nuevo
nombre que los convirtiese en una sola persona. Así nació Bustos Domecq.
Misteriosamente, como relata Umberto Eco en Los límites de la interpretación, en 1921 Picasso afirma haber pintado un retrato de Bustos Domecq. Fernando Pessoa
asegura que ha visto el retrato y lo pondera como la mejor obra jamás
pintada por Picasso. Los críticos persiguen el retrato, pero su autor
dice que lo han robado. En 1945, Dalí sostiene que lo ha
descubierto en Perpiñán. Picasso reconoce el retrato como obra suya, y
se vende al MOMA de Nueva York como “Pablo Picasso, Retrato de Bustos Domecq, 1921”. Pero llega 1950 y Borges escribe El Omega de Pablo,
donde sostiene que Picasso y Pessoa mentían porque nadie en 1921 pintó
un retrató de Bustos Domecq. Porque ningún Bustos Domecq podía ser
retratado en ese año, ya que ese personaje lo inventaron Borges y Bioy
Casares en los años 40. El autor de Ficciones sostiene que
Picasso pintó el retrato en 1945 y lo fechó falsamente en 1921. Después
de eso, continúa, Dalí robó el retrato y lo falsificó impecablemente,
destruyendo el original a continuación. Pero entonces llegó el año 1986,
y se encontró un texto inédito de Raymond Queneau, donde se dice que Bustos Domecq existió realmente, solo que su verdadero nombre era Schmidt. Alice B. Toklas, en 1921, se lo presentó maliciosamente a Braque
como Domecq, y Braque lo retrató bajo ese nombre de buena fe, imitando
el estilo de Picasso, de mala fe. Domecq-Schmidt murió durante el
bombardeo de Dresde y todos sus documentos de identidad quedaron
destruidos. Dalí descubrió realmente el retrato en 1945 y lo copió. Más
tarde destruyó el original, recuerda Eco. Una semana después, Picasso
hizo una copia de la copia de Dalí; luego la copia de Dalí fue
destruida. El retrato vendido al MOMA es un cuadro falso pintado por
Picasso que imita una falsificación pintada por Dalí que imita una
falsificación pintada por Braque. Cuando te buscas un nuevo nombre
pueden suceder cosas así. Ten cuidado.
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Anna Mae Bullock |
[Fuente: www.jotdown.es]
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