Por Miguel A. Román
Sustantivar (o nominalizar) es poner en
posiciones de sustantivo a una parte de la oración que normalmente
juega en otra demarcación. (A este tipo de alteraciones gramaticales se
les denomina genéricamente metábasis).
Generalmente con la finalidad de que se constituya como sujeto,
complemento directo o complemento del nombre, cualquier componente del
lenguaje puede sustantivarse, ya sea verbo, adjetivo, adverbio e incluso
preposiciones y pronombres, locuciones y hasta oraciones completas:
Morir es solo el principio.
Lo mejor es el final.
Hay un antes y un después.
El mismo que viste y calza.
Tú pon el desde que yo decidiré el hasta.
Tengo aquí lo tuyo.
Quien bien te quiere te hará llorar.
Ya sé lo que hicisteis este fin de semana.
Evidentemente, la forma más usual de sustantivar algo es escoltarlo
con un artículo, de forma que no quede duda de cuál es su nueva función.
Pero, junto a la sustantivación funcional, usada por el hablante como recurso gramático eventual, está la sustantivación semántica o lexicalización,
que implica que el vocablo se convierte en un sustantivo que designa un
concepto propio, desligado de su anterior función y que incluso adopta
las mañas propias del nombre con flexión de género y número.
Algunos ejemplos paradigmáticos son el sustantivo “porqué” (el
porqué, los porqués, no confundir nunca con la conjunción átona
“porque”), el mañana (ya no es el adverbio para el día después de hoy
sino que es sinónimo de el futuro y es distinto del sustantivo femenino
“la mañana” como parte del día), el bien y el mal, el sí y el no,…
Habría que aclarar que no podemos hablar propiamente de
lexicalización de los infinitivos verbales en general, ya que el
infinitivo es en sí mismo una forma sustantiva, salvo en los casos en
que la sustantivación implica una desviación semántica; es decir: cuando
aporta un concepto más o menos independiente de la forma verbal que lo
origina: el amanecer, el anochecer, el deber (los deberes), el poder o
un poder (p.ej. documento notarial), placer (el verbo placer –me place,
como te plazca- ha quedado anacrónico en castellano, por lo que es
difícil reconocerlo ahora como el sustantivo lexicalizado que es
realmente), pesar (de dolor: “a mi pesar”, no de medir el peso), cantar
(como colección de rapsodias: cantar de los cantares, cantar de mio
Cid).
Es significativo que los hablantes parecen tender a lexicalizar
aquellos infinitivos que sirvan para referirse a parámetros humanos
(pesar, sentir –el sentir popular-, saber –el saber humano-, mirar –es
tierno su mirar-, andar –la soltura de sus andares-, etcétera), frente a
los que son propios de objetos inanimados, que rara vez sufren el
proceso de llegar a ser concepto autónomo.
Pero, sin duda, el mayor conjunto de sustantivos lexicalizados lo
compone el que procede de adjetivos (y participios, que es la forma
adjetiva del verbo). Sin embargo, tampoco aquí cualquier calificativo
evoluciona naturalmente a nombre con valor semántico propio.
Aunque no hay reglas estrictas ni marcas que permitan predecir que
un adjetivo pueda ser lexicalizado, es infrecuente que alcancen ese
rango aquellos que difícilmente se puedan aplicar a personas. No han
sido lexicalizados, por ejemplo, profundo, ancho, frondoso, repentino,
escaso, etcétera.
Pero, aun en el caso de los adjetivos propios de persona, parece
haber una curiosa asimetría: lexicalizamos con muchísima mayor
frecuencia aquellos con una carga peyorativa o negativa que los que
resultan laudatorios.
Así, nos referimos con frecuencia a “un grosero”, “una enferma”, “un
inútil” o “un mentiroso”, mientras que solo en una sustantivación
funcional algo forzada emplearíamos sus antónimos: “un amable”, “una
sana”, “un útil” y “un sincero”, respectivamente, y que prácticamente
siempre se emplean como meros adjetivos (un señor amable, una persona
sana, un empleado útil, un amigo sincero), negándoseles la opción
sustantivada, menos aún lexicalizada.
Hablamos de “los ilegales”, pero nunca de “los legales” (pese a que
el adjetivo “legal” haya sido implantado por el lenguaje de los jóvenes
de fin de siglo: un tío legal), de los condenados e imputados, pero no
sustantivamos a “los absueltos” o a “los exculpados”.
Bueno, reconozcamos que también hemos hecho sustantivo con genio y
sabio (los genios de la pintura, los siete sabios de Grecia), pero
también en este caso los adjetivos propios de la nesciencia (tonto,
idiota, estúpido, lelo, necio,…) ganan por goleada.
Incluso podemos encontrar casos en los que se hayan lexicalizado los
dos extremos, y ambos sugieren características negativas: un enano/un
gigante, un flaco/un gordo, un pobre/un rico (“rico” parece un adjetivo
beneficioso, pero cuando queda lexicalizado suele implicar desdén o
burla: “los ricos son así”).
Tengo para mí que uno habla como piensa, máxima aplicable tanto al
individuo como al colectivo. Tendré que concluir entonces que, como
especie parlante, somos mucho más proclives a la maledicencia, la
descalificación y el insulto que al enaltecimiento y el elogio. Así nos
va.
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Inspirado por:
El proceso de sustantivación y lexicalización de los adjetivos con artículo en Español (PDF) de Antonio Briz, UCM, 1990
Miguel A. Román
[Fuente: www.librodenotas.com]
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