Con el debido respeto, estimado lector,
el —esperemos lejano— día en que muera muy probablemente irá de cabeza
al infierno. Usted conoce mejor que nadie su propia vida y sabe por
tanto los motivos. Así que no le vendrá mal cierta información básica
sobre las características del lugar que le acogerá por toda la
eternidad.
Al fin y al cabo, según un cálculo hecho
público hace unos años por la Iglesia Bautista Sureña, el 46,1% de los
seres humanos iremos al infierno (qué curiosa la apariencia de rigor y
verosimilitud que adquiere cualquier cosa cuando se expresa en
porcentajes). Una creencia común a la gran mayoría de religiones es la
de que poseemos una o varias almas dentro del cuerpo, que al morir va a
un Más Allá en el que —también según un buen número de doctrinas— será
recompensada en un cielo o castigada en un infierno en función de su
comportamiento en este mundo.
Así que lo primero es ver qué hacemos
con el cuerpo que dejamos atrás. Sobre las circunstancias y diferencias
culturales que rodean a un enterramiento, no me extenderé mucho porque
para ello está la excelente serie A dos metros bajo tierra. Se
trata de una práctica ya llevaba a cabo por los neandertales y que de
acuerdo a la tradición cristiana debe hacerse con el muerto tumbado,
dado que la posición vertical facilita la entrada en el infierno. Pero
en las últimas décadas está ganando terreno en los países occidentales
la incineración, tras la cual se guardan las cenizas en una urna, se
esparcen en el mar, en la montaña o, como cierto empleado del Museo
Británico, se pide a un amigo que se lancen a los ojos del antiguo jefe
del finado. Ahora bien, ¿qué ocurre entonces con la ancestral costumbre
de vestir al difunto con sus mejores ropas y hacerlo acompañar en su
ataúd de riquezas y objetos útiles para el otro mundo, si todo va
directo al fuego?
Aparentemente nada, continúa intacta. Según el testimonio del trabajador de un crematorio recogido en Bailando sobre la tumba por Nigel Barley, “he
visto a viudas introducir subrepticiamente un paquete de las galletas
favoritas del difunto; o cuando no es eso, son las gafas de repuesto o
la dentadura. No se imagina usted la cantidad de tubos de fijador dental
que pasan por aquí cada semana. La gente mayor siempre se acuerda de
eso”. Mal hecho, aunque esté inspirado por la mejor intención. Ya
vaya uno al cielo o al infierno, un fijador dental no le resultará
especialmente útil. Lo que el muerto sí necesitará —y explicaremos a
continuación por qué— serán unas monedas, repelente antiinsectos, buen
calzado, una cantimplora, una linterna, una cuerda y un pollo de goma
con polea (bueno, esto último no es realmente imprescindible, pero nunca
se sabe). Si bien todo lo anterior será de utilidad ante un infierno
como el descrito por Dante… ¿Qué ocurre si al final la
religión cristiana no es la única, buena y verdadera?, ¿y si quienes
acaban dando en el clavo son los zoroastristas, los vikingos o los
budistas? Mejor ser prudentes, así que hagamos un breve repaso de lo que
puede esperarnos.
Diferentes infiernos, a cada cual peor
Los antiguos egipcios, por su parte, lo
que preferían introducir en la tumba de los difuntos (en las de aquellos
de elevado estatus, al menos) era su propia guía práctica para
orientarse en el más allá, a la que llamaban El libro de los muertos.
Un compendio de consejos para desenvolverse durante el viaje por el
inframundo, que consistía básicamente en acudir al salón del trono de
Osiris, donde uno debía declararse inocente ante él y ante los 42
magistrados que le ayudaban en la tarea de juzgar a las almas. Entonces
Anubis extraía el corazón del acusado y lo ponía en una balanza en cuyo
otro platillo se ponía una pluma de la diosa Maat. Si el corazón pesaba
más es que algo malo guardaba y el siguiente paso era convertirse en el
almuerzo de la Devoradora de Muertos. Al parecer, había algún conjuro
para sortear esa prueba, si alguien está especialmente preocupado al
respecto puede leer aquí un fragmento del citado libro, no sé si se entenderá bien la letra.
Como veremos, es recurrente en multitud
de mitologías y narraciones la idea de uno o varios jueces decidiendo
tras la muerte si esa alma debe ir al cielo o al infierno. En el décimo
libro de La República Platón narra la historia
de Er, un guerrero cuya alma salió de su cuerpo tras morir en el campo
de batalla, para llegar a un pradera con dos aberturas en el suelo y
otras dos en el cielo, en medio de varios jueces decidiendo por cuál debía
entrar cada alma según sus pecados. Tras mil años de viaje, las almas
salían por la otra abertura y se saludaban con otras en una fiesta que
tenían montada en la pradera durante siete días seguidos, donde “unas
contaban sus aventuras gimiendo y llorando al recordar los males de
toda índole que habían sufrido y visto sufrir en su viaje subterráneo,
viaje de mil años de duración, y, a su vez, las que venían del cielo
hacían el relato de placeres deliciosos y espectáculos de una belleza
infinita”. Por alguna misteriosa razón, Er no bebió agua del Leteo
—el río del olvido— a diferencia de otras almas y pudo volver a su
cuerpo, justo cuando estaba ya en la pira a punto de ser incinerado.
Hay un término griego para definir esta clase de narraciones, Katabasis,
en las que el protagonista desciende a los infiernos para luego volver
al mundo de los vivos y contarnos lo que vio. Son tan frecuentes –no
sólo en la cultura griega, sino en otras muy distantes– que parece más
fácil darse una vuelta por el infierno que adentrarse en una barriada
gitana especializada en el narcotráfico. Así tenemos la catábasis de
Perséfone, raptada por Hades; la de Orfeo en busca de Eurídice, que
modernamente cantó Rilke; la de Heracles en uno de sus doce trabajos; la de Ulises en La Odisea; la de Eneas en La Eneida; Endiku en la epopeya de Gilgamesh; Mahoma tuvo también su viaje al Más Allá y hasta el mismo Jesucristo tiene una catábasis apócrifa, el Evangelio de Nicodemo, en la cual bajó con tal ímpetu que provocó un terremoto en el séptimo infierno. Incluso historias contemporáneas como la magnífica Apocalipsis Now podrían en cierta forma inscribirse en este género.
Hasta en China hay un ejemplo de ello: La narración de Lo Mou-teng,
de finales del siglo XVI. Trata sobre un oficial chino que en una
expedición a La Meca llega a la costa de un insólito lugar formado por
seres mitad animales y mitad humanos, entre los que se encuentra a su
difunta esposa, ahora casada con el Señor de los Muertos. Éste lo
invitará a recorrer el infierno, franqueado por un río de sangre cuyo
puente sólo puede ser atravesado por quienes han sido buenos. Los malos
deberán atravesarlo a nado mientras luchan contra serpientes de bronce y
perros de hierro. Tras él se encuentran diez tipos de fantasmas
(clasificados como ávaros, derrochadores, suicidas, mendigos o de
dientes irregulares, entre otros). Una vez se llega al Palacio del
Resplandor Espiritual, ve en su interior diez habitaciones con cada uno
de los infiernos, divididos entre purgatorios para gente honorable e
infiernos horrísonos para aquellos que hubieran pecado contra alguna de
las ocho virtudes confucianistas. En la parte trasera había además otros
18 infiernos. Por lo que parece, uno en el infierno lo pasará mal pero
no por falta de espacio.
Si bien todos los infiernos descritos en
todas épocas y lugares son… eh… un infierno, hay uno tan rematadamente
disparatado que merece una mención especial. Se trata del descrito en El libro de Arda Viraf,
perteneciente al zoroastrismo. No se conoce la fecha exacta en que fue
escrito, pero se estima que es de la época del imperio sasánida, entre
el siglo III y el VII d.C. En él, se narra cómo Arda Viraf es elegido
para viajar al inframundo y comprobar así si las enseñanzas del
zoroastrismo son correctas. Tras el debido trance inducido por drogas,
vuelve con los suyos y describe toda clase de tormentos:
“También
vi el alma de una mujer quien estaba suspendida, colgada de sus pechos,
en el infierno; y criaturas nocivas rondaban alrededor de todo su
cuerpo. Y pregunté así: ‘¿Qué pecado fue cometido por este cuerpo, cuya
alma sufre tal castigo?’ Srosh el pío, y Adar el ángel, dijeron así:
‘Esta es el alma de aquella condenada mujer quien, en el mundo, dejó a
su propio marido, se entregó a otro hombre y cometió adulterio.”
No estoy seguro de si esta escena resultará espantosa para todo el mundo, tal vez más de uno encontrase
ahí su particular paraíso… Otros tormentos consisten en comer
excrementos, tener estacas de madera clavadas en los ojos, pasar la
lengua por un horno caliente o que sapos, escorpiones, moscas y gusanos
entren por boca, nariz y orificios inferiores. El consuelo de este
pestilente infierno es que al menos no es eterno, como otros, ya que
cesa con la renovación del mundo.
Según lo descrito por Arda a los
sodomitas les espera el empalamiento. A las mujeres infieles beber copas
rebosantes de excrementos. A otro que tuvo relaciones sexuales con una
mujer que estaba menstruando, se le vertía constantemente en la boca
tales líquidos, además de haber tenido que cocinar y comerse a su propio
hijo. Caminar descalzo supone como castigo que te arranquen los brazos y
las piernas (esto lo veo bien, mira). A una mujer que con su locuacidad
atormentaba a su marido le cortaron la garganta para que le saliera la
lengua por el cuello. Aquellas que se negaron a complacer sexualmente a
sus maridos eran colgadas boca abajo y se salpicaban sus bocas y narices
con semen de demonios. Asimismo robar, mentir, matar, ensuciar el agua
con inmundicias, no obedecer al gobierno, maquillarse y ahorrar mucho
dinero también eran gravísimos pecados que se pagan con toda clase de
imaginativos tormentos. Como sospecho que más de un lector que tendrá
curiosidad por conocerlos, aquí va un pdf con el libro.
Otro infierno, algo menos obsceno, es el descrito en Las mil y una noches:
“Alá fundó un infierno de siete pisos, cada uno encima de otro y cada uno a una distancia de mil años del otro. El primero se llama Yahannam, y está destinado al castigo de los musulmanes que han muerto sin arrepentirse de sus pecados; el segundo se llama Laza, y está destinado al castigo de los infieles; el tercero se llama Yahim, y está destinado a Gog y a Magog; el cuarto se llama Sa´ir, y está destinado a las huestes de Iblis; el quinto se llama Sakar, y está preparado para quienes descuidan las oraciones; el sexto se llama Hatamah, y está destinado a los judíos y a los cristianos; el séptimo se llama Hauiyah, y ha sido preparado para los hipócritas. El más tolerable de todos es el primero; contiene mil montañas de fuego, en cada montaña setenta mil ciudades de fuego, en cada castillo, setenta mil casas de fuego, en cada casa, setenta mil lechos de fuego, y en cada lecho, setenta mil formas de tortura. En cuanto a los otros infiernos, nadie conoce sus tormentos, salvo Alá el Misericordioso.”
“Alá fundó un infierno de siete pisos, cada uno encima de otro y cada uno a una distancia de mil años del otro. El primero se llama Yahannam, y está destinado al castigo de los musulmanes que han muerto sin arrepentirse de sus pecados; el segundo se llama Laza, y está destinado al castigo de los infieles; el tercero se llama Yahim, y está destinado a Gog y a Magog; el cuarto se llama Sa´ir, y está destinado a las huestes de Iblis; el quinto se llama Sakar, y está preparado para quienes descuidan las oraciones; el sexto se llama Hatamah, y está destinado a los judíos y a los cristianos; el séptimo se llama Hauiyah, y ha sido preparado para los hipócritas. El más tolerable de todos es el primero; contiene mil montañas de fuego, en cada montaña setenta mil ciudades de fuego, en cada castillo, setenta mil casas de fuego, en cada casa, setenta mil lechos de fuego, y en cada lecho, setenta mil formas de tortura. En cuanto a los otros infiernos, nadie conoce sus tormentos, salvo Alá el Misericordioso.”
Esta última frase no es del todo cierta
ya que el propio Corán hace una breve descripción de los tormentos que
esperan a los pecadores:
(14,19-20. Sura Ibrahim: Vers. de Abraham)
Los que no creen en nuestros signos
les quemaremos con el fuego.
Cada vez que su piel sea ceniza,
le daremos otra para que no deje
de sentir el suplicio.
les quemaremos con el fuego.
Cada vez que su piel sea ceniza,
le daremos otra para que no deje
de sentir el suplicio.
(78,21-26. Sura An Nabaa: Vers. de la noticia)
Detrás de cada uno de ellos está el Infierno,
donde tendrán como bebida agua mezclada con pus
que beberán a tragos;
pero se les atragantarán en la garganta
donde tendrán como bebida agua mezclada con pus
que beberán a tragos;
pero se les atragantarán en la garganta
(2, 75. Sura Al bacará: Vers. de la vaca)
Y estarán quemados por un fuego ardiente.
Y beberán en un manantial de llamas.
Y no tendrán otro alimento, excepto espinas,
que ni les nutrirá ni apagará su hambre.
Y beberán en un manantial de llamas.
Y no tendrán otro alimento, excepto espinas,
que ni les nutrirá ni apagará su hambre.
El infierno japonés por su parte se
llama Jigoku, y su soberano Emma O, que juzga las almas de los hombres
—mientras que de las mujeres se encarga su hermana— y los envía en
función de la gravedad de sus faltas a alguno de los dieciséis
infiernos, ocho de fuego y otros ocho de hielo. Dicho sintoísmo
establece además que habrá un gran espejo en el que cada uno podrá ver
reflejados sus pecados, un poco a la manera de El retrato de Dorian Grey.
Mientras que el Naraka o infierno de los hinduistas está gobernado por
Yama y tiene tres puertas —la Lujuria, la Cólera y la Avaricia— y siete
habitaciones en las que distribuir a los pecadores según cómo tengan su
karma para ser castigados de muy diversas maneras: “unos son
arrastrados sobre hachas cortantes; otros están condenados a pasar por
el ojo de una aguja; éstos sufren que un buitre les roa los ojos,
aquellos que los cuervos picoteen su cuerpo”.
El infierno de la mitología nórdica tiene una particular belleza poética, al menos según la descripción que hacen de él Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares en su Libro del cielo y el infierno:
“El
Niflheim o infierno fue abierto muchos inviernos antes de formar la
tierra. En medio de su recinto hay una fuente, de donde salen con ímpetu
los ríos siguientes: la Congoja, la Perdición, el Abismo, la Tempestad y
el Bramido. A orillas de estos ríos, se eleva un inmenso edificio cuya
puerta se abre por el lado de la medianoche y está formado de cadáveres
de serpientes, cuyas cabezas vueltas hacia el interior, vomitan veneno,
del cual se forma un río en que son sumergidos los condenados. En
aquella mansión hay nueve recintos diferentes: en el primero habita la
Muerte, que tiene por ministerios al Hombre, la Miseria y el Dolor; poco
más lejos se descubre el lóbrego Nastrond o ribera de los cadáveres, y
más lejana una floresta de hierro en la que están encadenados los
gigantes; tres mares cubiertos de nieblas circundan esta floresta y en
ella se hallan las débiles sombras de los guerreros pusilánimes. Sobre
los asesinos y perjuros vuela un negro dragón, que los devora y los
vomita sin descanso y expiran y renacen a cada momento entre sus anchos
ijares; otros condenados son despedazados por el perro Managarmor que
vuelve a derecha e izquierda su deforme y asquerosa cabeza; y alrededor
de Nifleim giran de continuo el lobo Fenris, la serpiente Mingard y el
dios Loke, que vigila por la continuidad de las penas impuestas a los
malos y a los cobardes.”
El infierno de Dante
De todas las descripciones de lo que nos espera según cómo nos portemos la más minuciosa e imaginativa es sin duda la de La divina comedia,
una obra cumbre de la literatura universal. Dante va topografiando
palmo a palmo el infierno con la precisión de Google Maps guiándose
siempre por las dos grandes referencias de su tiempo: la cultura
grecorromana y el cristianismo.
La narración comienza con el
protagonista, Dante, perdido en el bosque tras haber tenido que huir de
una pantera, un león y una loba. Allí se le aparece el poeta Virgilio,
alma ilustre que vive para la eternidad en el limbo, que ha recibido el
encargo de la amada de Dante —Beatriz, que vive allá en lo alto
haciéndole compañía a Dios— de que lo guíe por a través de todos los
niveles del infierno, el purgatorio y el cielo para que ambos puedan
reunirse de nuevo.
Una vez traspasadas las puertas del
infierno, en el vestíbulo, Dante y Virgilio se cruzan con las almas en
pena que no han sido admitidas ni en el cielo ni en el infierno. De
natural envidioso del destino de otras, vagan desnudas siendo
aguijoneadas eternamente por mosquitos y avispas, cuya sangre mezclada
con sus lágrimas era recogida a sus pies por asquerosos gusanos. Mejor
no ir con sandalias por ahí. Pronto llegan al río Aqueronte, donde un
barquero de nombre Caronte lleva a las almas al otro lado a cambio de
una moneda. Puesto que Dante no está muerto el barquero se niega a
ayudarle a cruzar el río. Ahí es cuando un pollo de goma con polea
podría haber sido de gran utilidad, pero el narrador prefiere desmayar a
su protagonista y hacerlo despertar en el otro lado, sin dar mayores
explicaciones.
Virgilio le muestra entonces el primer círculo del infierno (ya que al igual que todo el universo en su conjunto,
el infierno se organizaba por círculos superpuestos) que es el Limbo.
Allí viven los niños que no han sido bautizados y hay que estar atento
porque se ven también muchas celebridades: los hombres ilustres de otros
tiempos previos al cristianismo. No se está nada a disgusto en este
lugar, aunque la pena de todos ellos es vivir con un deseo sin
esperanza.
Siguiendo el camino se llega al segundo
círculo, donde se halla a Minos, juez del infierno que rechinando los
dientes juzga a cada alma y según las vueltas que de a su cola las envía
a uno u otro círculo del infierno, dependiendo de la gravedad de sus
pecados. Tras él se llega a un lugar que está a oscuras y donde
vagamente puede el ojo ver torbellinos que arrastran eternamente en
vuelo a los pecadores carnales. Entre ellos encuentra a personajes
destacados de la Florencia de la época (de la que Dante fue desterrado
por rivalidades políticas), circunstancia que se repetirá en cada uno de
los lugares que van visitando. El autor de La divina comedia parece encontrar cierto placer en imaginarse a sus enemigos sufriendo tormentos eternos.
Tras él, en el tercer círculo, bajo una
fría lluvia que no cesa jamás sufren sus penas los glotones, que viven
atemorizados por Cancerbero, una bestia de tres fauces y muy mal
carácter que no tiene nada que envidiarle a Plutón, feo como él solo y
encargado del cuarto círculo, donde avaros y manirrotos reciben su
castigo por no haber sabido gastar razonablemente en vida teniendo que
luchar entre ellos tirándose fardos.
En el quinto círculo se llega a la
Laguna Estigia, de aguas estancadas y malolientes, como todas las que
pueden encontrarse en el infierno, por otra parte. Bajo la superficie
pueden verse a los iracundos peleándose unos con otros, mientras los
melancólicos a su lado hacen gárgaras. Tras cruzar la laguna se llega a
la ciudad de Dite o de Lucifer, también conocida como “La ciudad del
dolor”. Ante la negativa de los demonios a abrirles las puertas a Dante y
Virgilio, éste debe solicitar apoyo aéreo, que un rato más tarde se
aparece en forma de ángel y les allana el camino. Como al profundizar en
el infierno cada paso es peor que el anterior, lo siguiente en aparecer
son las Furias y Medusa, una Gorgona cuyos cabellos son serpientes cuya
mirada te deja de piedra.
Pero el viaje debe continuar y en el
sexto círculo llegamos a un cementerio, donde se encuentran a los
herejes enterrados de cintura para arriba. A partir de aquí ya nos
encontramos a lo peor de lo peor: almas por las que Dante deja de sentir
compasión, tales son las maldades que cometieron en vida. Al comienzo
del séptimo se halla el minotauro, al que Virgilio encabrona soltándole
una burla, por lo que ambos deben huir corriendo de su envite hasta que
llegan a un río lleno de sangre, donde se ahogan aquellos que fueron
violentos contra el prójimo. En torno a él corren centauros armados con
arcos, vigilando que ningún alma se acerque a la orilla.
Cerca de allí ven un bosque, en el que
los árboles son en realidad almas de suicidas y tras él, un desierto en
el que llovían copos de fuego sobre las almas de aquellos que insultaron
y desafiaron a Dios. Encaja mal las críticas, por lo que se ve. La
pareja protagonista continuó su camino hasta que Virgilio tuvo que
emplear una cuerda que llevaba Dante encima para poder bajar por una
zona muy escarpada, hasta llegar a un monstruo volador llamado Gerión,
que los ayudará a llevándolos en vuelo al octavo círculo.
Dividido en diez fosos vigilados por
demonios con látigos, allí penan los fraudulentos de toda clase:
aduladores sumergidos en estiércol; acusados de simonía enterrados
cabeza abajo con los pies ardiendo; adivinos con la cabeza del revés,
caminando de espaldas en castigo a su pretensión en vida de ver el
futuro; falsificadores llenos de pústulas malolientes; corruptos que
traficaron con cargos públicos sumergidos en una resina hirviente, que
en cuanto asoman cabeza a la superficie algún demonio les pincha con un
arpón; hipócritas que cargan con capas de apariencia dorada pero que en
su interior son de pesado plomo… en fin, de todo se encuentran por ahí,
hasta a un navarro, al que tienen particular interés en atormentar unos
demonios que usan sus anos como trompetas.
Y por último, en el centro mismo de la
Tierra, el noveno y último círculo. Tres gigantes, que representan a la
estupidez, la rabia y la vanidad son los guardianes del lugar, y uno de
ellos les ayudará a llegar al lago helado, llamado Cocito. En este lago
se encuentran atrapados aquellos que han cometido el peor de los males,
que es la traición. A medida que van caminando, Dante descubre de dónde
proviene el frío viento que congela el lago: de las alas del mismísimo
Lucifer, el emperador del doloroso reino. Tres cabezas tiene este
gigante —negra, blanca y amarilla, como las razas humanas que habitaban
la Tierra— y con cada una de esas bocas mastica a los tres mayores
traidores de la historia: Casio, Bruto y Judas.
Escalofriante. Creo que todo esto que
hemos descrito puede definirse sin temor a exagerar como auténticamente
dantesco. Todos los infiernos son cada cual más horrible, así que no
se me ocurre mejor opción que postergar la muerte todo lo posible y cruzar
los dedos para que el verdadero Averno al que acaben yendo nuestras
almas descarriadas sea el del pastafarismo, en el que hay volcanes de cerveza hasta donde alcanza la vista, aunque a diferencia del Paraíso, esté caliente y sin gas.
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