PACO FERNANDEZ, Director del Servicio de Información e Investigación sobre la
Lengua - Universidad Nacional de Salta, Argentina
El domingo 8, el contador Guillermo Schwarcz publicó una carta en este diario
dirigida a mí. En ella, gentilmente me pide explayarme sobre el tema de términos
de nuestro idioma, incluidos en los diccionarios, que denotan una carga de
injusticia y agresividad hacia personas que, en modo alguno, merecen tales
apelativos. En primer lugar, agradezco sus palabras de halago y, asimismo, el
haberme brindado la posibilidad de abordar, desde el punto de vista lingístico,
un tema que, en la actualidad sobre todo, es bastante ríspido y delicado.
El título que encabeza este artículo presenta las palabras que me sugiere
para que opine respecto de la fuerte dosis de intolerancia y descalificación que
encierran. La inquietud del contador es legítima, pero además interesante,
porque se ocupa de voces que, según su criterio, debieran desaparecer del
diccionario. En primer lugar -tal como lo reiteré en distintas oportunidades y
tomando literalmente su expresión: el único que crea y recrea la lengua es el
usuario o hablante-, nadie podría atribuirse la facultad para excluir palabras
del diccionario, ni siquiera los más eximios académicos. En efecto: el glosario
es un depósito de dicciones que el usuario ha empleado alguna vez o que usa en
la actualidad. Ellas están disponibles, no solo para el uso, sino para el
conocimiento tanto de los especialistas, como de la gente en general, del
presente y del futuro. Forman parte de la historia de nuestro idioma. Los
hablantes, así como en algún momento les dieron vigencia, serán los encargados
de aceptar o desechar palabras inapropiadas, injuriosas o, simplemente, que no
tienen vigencia en la actualidad por cualquier razón. De hecho, muchas de ellas
ni siquiera son conocidas por la mayoría, como las dos últimas del título, de
las cuales me enteré por esta nota de la sección carta de lectores. Del mismo
modo que los anticuerpos van rechazando los elementos nocivos para la salud, la
comunidad de hablantes con su “no uso” de determinadas palabras, logrará que
muchas de ellas inadecuadas, solamente descansen en el cementerio de los
diccionarios, dando testimonio de que alguna vez se usaron. Pero vamos a
analizar, a continuación, las voces propuestas por el amable lector y, en este
caso, valioso colaborador.
El poder de la palabra
En español existen muchos sustantivos y adjetivos -mas también verbos,
adverbios y otras clases de palabras- dirigidos a denigrar, insultar y maltratar
a las personas. “Bastardo” es uno de los emblemáticos sobre dicho tema.
Proveniente del antiguo francés, el adjetivo significa “que degenera su origen o
naturaleza” o “ilegítimo”. Es posible que proceda del término franco “bast”, que
significa “albarda”, en alusión a los hijos nacidos de arrieros con chicas de
una posada, como las de Maritormes, del Quijote. La primera acepción de esta
palabra, queda muy claro que guarda una imputación directa de culpa para la
persona a la que se lo aplica, aunque no haya sido su elección voluntaria el
hecho de nacer “ilegalmente”. Por lo tanto, la adjudicación es injusta y sin
ningún tipo de fundamento. ¿Es posible concebir un insulto tan feroz y gratuito
para un inocente, al menos en cuanto a la no elección de su nacimiento? ¿Habrá
alguien que sea totalmente consciente de toda la carga negativa que ella
conlleva para quien se la adjudica? Aparentemente, estas reflexiones no
interesan a aquellos que agreden con tamaña falta de respeto por el ser humano;
al contrario, seguramente se solazan con los problemas que causan en el otro y
es posible que eso sea lo que buscan en su agresión.
Los prejuicios sociales y religiosos, sobre todo basados en una actitud
dogmática y puritana desde la cual se contempla al otro como a un pecador
empedernido, mientras a sí mismo se considera dueño de la verdad, en general son
el origen de las descalificaciones y asignación de culpas a los demás. En este
contexto es en el que la palabra “precito” designa al que está “condenado a las
penas del infierno”, es decir, que es un “réprobo”. Tiene su origen en los
vocablos latinos “prae”, “antes, con anterioridad”, y “scitus”, “conocido” o
“sabido”. Es un concepto que implica un dogmatismo cerrado, puesto que el ser
humano (supuestamente iluminado por la divinidad) sabe quién está condenado ya
en vida, de acuerdo con un juicio de valores sobre su vida terrena. Como afirma
don Guillermo, tiene una carga peyorativa del que se erige en juez de su par y
lo precondena unilateralmente. Por su parte, “relapso”, derivado del étimo
latino “relabor, relabi”, cuyo participio es “relapsus” y que significa “volver
a caer”, se lo adjudica a la persona “que reincide en un pecado del que ya había
hecho penitencia, o en una herejía de la que ya había abjurado”. En ambos casos,
se aprecia que la única con conocimiento y poder para juzgar estas situaciones
es la divinidad, o bien la propia conciencia del pecador, que le reclamará, con
cierto escozor, la responsabilidad que le compete o no.
Podría continuar, “ad infinitum”, presentando y analizando ejemplos similares
o, aun, más incisivos, los cuales demuestran taxativamente hasta qué punto un
ser humano (ya sea un par o una autoridad civil o religiosa o cualquiera que
pretenda infligir daño a alguien) es capaz de autoerigirse en un superior como
para dañar a su prójimo. De esta manera, caemos en cuenta del poder que tiene la
lengua, a través de distintas herramientas de que se dispone, para agraviar,
ensuciar y hasta para invadir la privacidad de las personas, creándoles rabia,
rechazo, originando su violencia o simplemente generando en ellas una culpa de
la que no son conscientes.
Este poder exagerado, omnímodo y falso -que lamentablemente se genera en la
palabra, como punto de partida para una agresión destructiva y mayor- se produce
no solo en los individuos, como acabamos de apreciar, sino que se traslada a los
grupos sociales, en especial aquellos que ejercen un poder político, económico o
de cualquier otra índole, y es capaz de producir guerras, injusticias y hambre,
todo lo cual emerge en las noticias cotidianas. Expresé, en otro momento, que
las palabras no son malas, como afirmó jocosamente el Negro Fontanarrosa, sino
que lo es el ser humano, dispuesto a cometer las atrocidades más increíbles a
las que estamos acostumbrados a sufrir o, al menos, a padecer en los demás
gracias a la información que recibimos de los medios a diario.
[Fuente: www.eltribuno.info]
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