sexta-feira, 6 de setembro de 2024

México más allá del espejo

 

 

Escrito por Tania Puente

Desde fines de junio y hasta el 8 de septiembre puede verse en Fundación Proa la exhibición Espejos de México, que presenta obras de gran formato de cuatro artistas mexicanos con proyección internacional: Julieta Aranda, Abraham Cruzvillegas, Rafael Lozano-Hemmer y Damián Ortega. 

El proyecto, desarrollado por el equipo de Proa, incluye producciones cuyo arco temporal va de 2002 a obras realizadas in situ para la ocasión, es decir, un recorte de poco más de veinte años, con coordenadas y metodologías variables. 

Bajo una lógica modular, cada artista cuenta con una sala para emplazar sus producciones instalativas, una decisión que toma distancia del desarrollo de un relato curatorial —ya sea lineal y cronológico, temático, investigativo o formal—y propone un modelo prismático que refracta un amplio espectro de percepciones, contextos, intereses y medios.

Si bien son piezas potentes de forma autónoma tanto por su ejecución como por las tramas conceptuales que hilvanan, siguiendo la libertad asociativa generada por este formato expositivo, la selección despliega una experiencia fragmentada, con momentos de obstrucciones, pero también de revelaciones y puntos de contacto. Quizás es en estos fragmentos, en estas refracciones, donde se puede ensamblar una lectura de entre todas las posibles: cuerpos metálicos desmembrados y vueltos a armar, superposiciones, polifonías, rituales, disecciones de ratas y de autos, y gravedad cero. Las obras expuestas se aventuran a explorar una materialidad afectiva que se aparta del antropocentrismo, ya sea de forma explícita u oblicua, y expande sus límites hacia colaboraciones agenciales.

La instalación audiovisual Rescatando mi propio cadáver (un conjunto alterno de peldaños para el ascenso a la oscuridad). Parte 1, 9.81 m/s2. Un escenario posible (2014-2024), de Julieta Aranda, se basa en una experiencia en vuelos de gravedad cero para cuestionar los paradigmas de progreso científico y tecnológico en relación con el espacio exterior y las prácticas corporativas de gentrificación y extractivismos dentro y fuera de nuestro planeta. En un juego de escalas, tensiona dimensiones económicas, geopolíticas y multiespecie donde la idea del escape hacia el espacio se arma como trampa.

En la siguiente sala, Abraham Cruzvillegas presenta una serie de obras casi en su totalidad desarrolladas ex profeso para esta muestra que dan cuenta de sus metodologías, en donde se priorizan los procesos y la colaboración con otras personas, materiales y entornos. Quizás la escultura más llamativa sea la central, un “autorretrato” conformado por caños, tambos, varillas y mallas procedentes de la planta de desechos de Techint, tras su selección a manos de trabajadores de la empresa, la cual les da entidad tanto a los residuos industriales como a las voluntades humanas que eligieron esas formas para la creación de la escultura colgante. Su título encarna estas potencias de la materia: Autorretrato pendiente contemplando el impresionante ballet de la transformación industrial, añorando poco la fantasía de la promesa de pertenencia al universo "moderno" (incluyendo la panacea de los combustibles fósiles), especulando sobre el posible placer que representaría idealizar un modelo económico pletórico de contradicciones, sudando la transición del sólido al líquido, al rojo vivo, y descubriendo de nuevo al agua en casi todos sus estados, comenzando por Veracruz, con unos hielitos mezclados con algo bebestible y compartible, para cotorrear.

La práctica artística de Rafael Lozano-Hemmer se ocupa de la tecnología como parte constitutiva del presente. Mediante operaciones poéticas que se completan con la participación de los espectadores, Lozano-Hemmer expone los usos de vigilancia, control y violencia de las herramientas tecnológicas y los tuerce para generar experiencias de representación. Matriz de voz, Subescultura 13 (2011) es la instalación ubicada en la tercera sala, en la que se invita a los visitantes a grabar un mensaje de voz mediante un intercomunicador. Los registros conforman un archivo efímero con las voces de otros y este se traduce a impulsos lumínicos con patrones únicos.

Completa la muestra la icónica obra de Damián Ortega Cosmic Thing (2002). Esta consiste en la cuidadosa disección de un Volkswagen Beetle del 83, cuyas partes se expanden en el espacio desde una malla que cuelga del techo. El “vocho”, como se lo conoce a este automóvil en México, se popularizó en el país tanto por su producción local en la fábrica de Puebla, como por haber sido utilizado como taxi oficial del DF hasta los años noventa. Con un aura que va de lo monumental a lo fósil, la obra de Ortega muestra las tramas y complicidades cifradas en este vehículo, desde su transparencia en el ensamblado hasta las prácticas cotidianas de su reparación con autopartes robadas.

Me interesa particularmente detenerme en la negociación del control discursivo de la promoción cultural. El libre mercado trajo consigo una liberación de sentidos que trastocó las asociaciones directas del arte mexicano como un sello identitario nacional, a menudo vinculado con las categorías de lo exótico, lo folclórico, lo milenario y lo popular. En cambio, abrió las condiciones de posibilidad para que, entre lo local y lo global, los artistas pudieran desprenderse de la etiqueta vernácula y dialogar no solo con su pasado, sino también con problemáticas que poco tenían que ver con la construcción de la idea de nación.

En los últimos años hemos podido ver en el país muestras tanto individuales como colectivas de artistas mexicanos con un foco particular en la modernidad. Para dar un par de ejemplos de exhibiciones colectivas, podemos pensar en México moderno. Vanguardia y revolución, exhibida en el Malba entre noviembre de 2017 y febrero de 2018, y Orozco, Rivera, Siqueiros. La exposición pendiente y la conexión sur, exhibida en el Museo Nacional de Bellas Artes en 2016. Es por ello que resulta refrescante ver propuestas que se concentren en las prácticas contemporáneas. No obstante, emerge una disonancia en el planteamiento de Espejos de México en relación con las condiciones de producción de aquello que se ha denominado arte contemporáneo mexicano.

En su libro El cubo de Rubik. Arte mexicano en los años 90, Daniel Montero se pregunta qué fue lo que hizo posible el paso de los neomexicanismos como tendencia principal durante los años ochenta a las prácticas artísticas relacionadas con un conceptualismo objetual. Exhaustiva y aguda, la investigación que lleva adelante Montero resulta en un análisis detallado donde arte, economía y política se encuentran profundamente imbricados. En la década de los noventa, en México se vive una apertura de mercados, entre ellos el económico y el cultural, en consonancia con la crisis política del Partido Revolucionario Institucional (PRI), el partido hegemónico que sostuvo el poder por setenta años, todo ello como parte del camino hacia la globalización. En este complejo entramado de relaciones y circunstancias, no solo las producciones artísticas atravesaron cambios en sus lógicas de producción, decantándose por obras que privilegiaban más los procesos que los resultados y con valores móviles, sino que, con la incorporación de capitales privados en la reconfiguración de la promoción cultural, el Estado perdió la hegemonía y el control absoluto sobre la discursividad y los modos de circulación de la cultura. Fue un punto de inflexión en el que se institucionalizó una nueva forma tanto de hacer arte como de exhibirlo.

A la luz de este análisis, cabe preguntarse qué tiene de México Espejos de México. Quizás desde el título incurre en un anacronismo al efectuar una asociación denominativa de lo mexicano para una selección de obras cuyas lógicas no responden a las de la modernidad, ni exclusivamente reflexionan sobre la cultura local, lo que impacta directamente en las interpretaciones que puedan hacerse sobre ellas. Esto es, al enmarcar las obras contemporáneas en la discursividad institucional con que ha circulado el arte moderno mexicano, los sentidos de estas obras chocan con tales expectativas. Ante este panorama, lo interesante reside en los sentidos que puedan emerger del quiebre del espejo.

 

Imagen: Autorretrato ciego con la cabecita negra, envidiando la casa del hornero, volando con un zorzal, un espinero pecho manchado, una calandria, un leñatero, una tacuarita azul, un pepitero, una pajalonera de pico recto, un espartillero enano, una paloma, un carancho, un biguá, un tero, una garza, un cuervillo, un benteveo, una calandria, una catita, una cotorra, un chimango, un pato, una gallareta, un chorlito, un playero, un federal, un pechoamarillo, un gavilán planeador, avistando un cuis, un hurón, y un ciervo de los pantanos, sobrevolando el agua, preparándome para dejarme caer en picada para tomar un sorbito de sus aguas, saboreándome unas tarariras, un bagre o una mojarra, mientras escucho el murmullo lejano de una turba que aporrea cacerolas y que sigue dibujando siluetas, sin dejar de imaginar que todavía es posible erradicar cualquier tipo de violencia y autoritarismo, de maneras pacíficas, de Abraham Cruzvillegas, 2024 (detalle).

 

 

[Fuente: www.revistaotraparte.com]

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