Los jóvenes contraculturales de la Cataluña de los 70 revitalizaron el movimiento libertario en los estertores del franquismo y trataron de ensamblar el ‘underground’ y la tradición anarquista. Una exposición recuerda su legado
Escrito por César G. Calero
Una multitud desfiló por las calles de Barcelona a finales de noviembre de 1936 para despedir a Buenaventura Durruti, el carismático dirigente anarquista caído en Madrid. El corto verano del anarquismo daba paso a la triste realidad de una contienda que se antojaba larga. La posguerra enterraría el sueño de una nueva sociedad. Pero el surco libertario, aquel que habían comenzado a labrar un puñado de obreros y artesanos a finales del siglo XIX bajo el influjo de Bakunin y Fanelli, no desapareció. La utopía ácrata recobró vida en el tardofranquismo y prendió su mecha de nuevo en Cataluña al calor de los nuevos tiempos. Vientos de cambio que llegaban de California, de Londres, de Ámsterdam, del Mayo francés. Los jóvenes contestatarios devoraban el California Trip de María José Ragué y el Durruti de Julio C. Acerete mientras fumaban marihuana o emprendían un viaje lisérgico. La banda sonora también había cambiado. En los bares del Barrio Chino, Las Ramblas o el Born no sonaban los acordes de Hijos del Pueblo sino la distorsión del Purple Haze de Jimmy Hendrix o la psicodelia envolvente del Epitaph de King Crimson. La CNT y el underground, aunque con cierto recelo, se daban la mano. Federica Montseny regresaba a una Barcelona abarrotada de banderas rojinegras en Montjuic, la misma ciudad por donde Ocaña paseaba su inconformismo radical. Nacía el teatro independiente de Comediants, la música layetana de Pau Riba, Jaume Sisa y Gato Pérez, el cómic sacrílego de Nazario y Pepichek, el periodismo contracultural de Ajoblanco que se atrevía con todo: feminismo, ecologismo, antimilitarismo, homosexualidad, antipsiquiatría… Eran los años 70 y Barcelona se iluminaba de nuevo.
La exposición “Underground y contracultura en la Cataluña de los 70”, comisariada por Pepe Ribas, fundador de la revista Ajoblanco y autor de Los 70 a destajo, refleja de manera muy ilustrativa esa efervescencia cultural, social y política que experimentó Cataluña en la década del 70. La muestra, en la que Ribas ha contado con la colaboración de Canti Casanovas (creador de la web sense nom) y el arquitecto y diseñador Dani Freixes, puede verse en CentroCentro (Ayuntamiento de Madrid) hasta el 12 de febrero tras su presentación hace un año en el Palau Robert de Barcelona.
Fue un tiempo acelerado en el que miles de jóvenes desafiaron los últimos vestigios de la dictadura
Aquella revolución cultural que había comenzado tímidamente a finales de los años sesenta eclosionó a mediados de los setenta y se difuminó antes de que concluyera esa década. Fue un tiempo acelerado en el que miles de jóvenes desafiaron los últimos vestigios de la dictadura y se propusieron cambiar los modos de vida franquistas. El rock se coló por la rendija del aperturismo económico y el incipiente turismo. Y junto a la música anglosajona llegaron también las influencias del esoterismo oriental, el LSD y los libros de autores foráneos que publicaba la editorial Kairós (Aldous Huxley, Jack Kerouac, Erich Fromm, Paul Goodman, Murray Bookchin, Alan Watts…). Esa editorial, fundada por el filósofo Salvador Pániker, sacó a la luz California Trip, de María José Ragué, una obra capital en los inicios de la contracultura catalana. Durante su estancia en la cuna del movimiento hippy norteamericano, Ragué recogió testimonios como el del poeta Allen Ginsberg, figura señera de la generación beat: “Nuestra percepción, nuestros sentidos, están bloqueados. Estamos condicionados por un círculo de ‘dinero-máquina-coche-banco-tv-familia-oficina-avión’ que no nos deja ver el circuito de la existencia”.
Los jóvenes contraculturales transforman en esos años todas las disciplinas artísticas. El rock psicodélico y progresivo se mezcla con el folclore nacional. Pau Riba, el primer hippy catalán, publica Dioptría en 1970. Jaume Sisa, la Companyia Elèctrica Dharma y Gato Pérez experimentan con diferentes ritmos en el templo musical de la contracultura: la sala Zeleste. En bares como el London, el Ascensor y el Cafè de l’Òpera se citan estudiantes, macarras y libertarios. Toda transgresión es bienvenida. Aparece un poeta en cada esquina de Las Ramblas y del Barrio Chino (el Raval actual). Pau Maragall, más conocido como Pau Malvido, hace un recuento de su generación en Nosotros, los malditos. Nace la Asamblea de Actores y Directores que organiza el Festival Grec en el verano del 76 y, en noviembre de ese año, la Asociación de Trabajadores del Espectáculo (ADTE), de tendencia anarquista, lleva a escena el Don Juan Tenorio de El Born en el mercado abandonado del barrio. “Aparecían en escena quince Doña Inés y nueve Don Juan, actuando desde diferentes puntos y bajo la dirección de varias personas”, destacaba la crónica del diario El País. Las influencias del Living Theatre de Julian Beck se pasan por la batidora mediterránea de los pasacalles y la fiesta pagana. El cómic rompe todos los esquemas de lo políticamente correcto con publicaciones como El Rrollo Enmascarado. Las autoridades franquistas se llevan las manos a la cabeza con La Divina Piraña, de Nazario Luque, o Pauperrimus comix, de Pepichek (pseudónimo de Josep Farriol).
Toda esa explosión creativa tiene que lidiar con la España de los tricornios y las sotanas. La represión estatal no frena a una generación que apuesta decididamente por la libertad
La censura cae sobre estos autores que hacen bandera de la irreverencia. Toda esa explosión creativa tiene que lidiar con la España de los tricornios y las sotanas. Pero la represión estatal no frena a una generación que apuesta decididamente por la libertad. Músicos y dibujantes, letraheridos y pasotas, se juntan en comunas y pisos donde todo se comparte. Pau Riba (fallecido en marzo de 2022) ya había fundado en 1968 una comuna en el Tibidabo junto a su pareja, Mercè Pastor. Cuando fueron desalojados de allí se instalan en Formentera. Riba dirá entonces: “Huí del cementerio de un lugar burgués y cristiano para inventarme una nueva forma de vida”.
Las revistas alternativas son en esos años fuente de comunicación y debate de esa nueva forma de vida. Star, dirigido por Juanjo Fernández, o el Ajoblanco de Ribas, Toni Puig y Fernando Mir, se constituyen en una suerte de redes sociales de papel y tinta. Ambas publicaciones sufrirán la censura de una dictadura agonizante. El primer número de Ajoblanco sale a la calle en octubre de 1974. En el momento de su máximo esplendor la revista vende cien mil ejemplares. Con sus monográficos sobre feminismo, ecología o antipsiquiatría genera una gigantesca comunidad de lectores y se erige como puente de confluencia entre el viejo anarquismo y los nuevos movimientos sociales hasta su cierre en 1980. La revista se reeditaría entre 1987 y 1999 y tendría una fugaz resurrección en 2017.
Fuera del sistema
“La contracultura –explica Ribas– implica vivir fuera del sistema. En aquella época esto solo se podía hacer en Barcelona porque había barrios en los que la policía no entraba. Hubo una ruptura con la moral franquista pero también con la moral victoriana europea. Y con el marxismo. Los grupos marxistas-leninistas, trotskistas o maoístas trataban mal a los homosexuales porque decían que eran gente débil que podía cantar la Traviata ante la policía. Y a las mujeres las usaban de secretarias. Nosotros, los contraculturales, no éramos machistas. El trato era de tú a tú en las comunas. La identidad sexual no estaba clara, había mucha gente bisexual. Se trataba de vivir al margen del sistema”.
La militancia se llevaba mejor si, como recuerda Ribas, uno salía de casa después de haber escuchado algo de rock. O se dejaba caer por un concierto, como los que ofreció King Crimson en el Palacio de Deportes de Granollers en noviembre de 1973 (durante dos jornadas). Hubo sus más y sus menos con la policía. Pero lo importante era flipar un rato mientras sonaban In the Court of the Crimson King y otros himnos de la banda de Robert Fripp. La ceremonia de los conciertos de rock no había hecho más que empezar. Cataluña tendrá pronto su particular Woodstock con el primer Canet Rock celebrado en julio de 1975 (con Pau Riba, Sisa, María del Mar Bonet y la Orquesta Platería, entre otros artistas).
En los años 70 proliferan también en Cataluña las comunas, rurales o urbanas, en las que los sentimientos colectivos priman sobre los impulsos individuales. Canti Casanovas tenía poco más de 20 años cuando alquiló una casa cerca de Igualada a la que se fueron a vivir varios amigos durante cinco años: “Teníamos reuniones para saber cómo debíamos plantar las lechugas y qué tipo de huerto nos interesaba más”. Casanovas había visitado una de las comunas del sur de Francia que había creado el filósofo y poeta Lanza del Vasto, un discípulo de Gandhi de origen italiano: “Tanto en las comunas como en los pisos de talleres de dibujantes se compartía todo, había dinero en común, nos conformábamos con comer arroz integral y salsa de soja”. El fenómeno de los neorrurales que prende a partir de los años 80 y llega hasta nuestros días debe mucho a esas primeras experiencias de vida compartida en el campo.
La contracultura catalana de los 70 ha sido silenciada a lo largo de los años, pero aquellos jóvenes rompieron tabúes y dogmas y se atrevieron a reivindicar derechos civiles de los que hoy disfrutamos
La contracultura catalana de los 70 ha sido silenciada a lo largo de los años como si nunca hubiera existido, pero aquellos jóvenes rompieron tabúes y dogmas y se atrevieron a reivindicar derechos civiles de los que hoy disfrutamos: la libertad sexual, los derechos de los homosexuales, el feminismo, el ecologismo, el antimilitarismo… Algunos se dejaron la vida en ello. Otros acabaron marginados por el sistema o absorbidos por las instituciones. Esa juventud rupturista exploraba nuevas formas de acción y protesta, alejadas del dogmatismo de las organizaciones marxistas. La vieja acracia exiliada o reprimida en las cárceles se encontraba con los jóvenes melenudos atraídos tanto por la pulsión libertaria como por el rock psicodélico. Pese a las diferencias generacionales y a algunas reticencias, la CNT y los movimientos sociales emergentes estaban condenados a entenderse: eran parte de la misma lucha antipactista. El sindicato anarcosindicalista mostró su pujanza en el mitin del 2 de julio de 1977. Unas 250.000 personas se congregan ese día en Montjuic, mucha más gente que en cualquier otro acto de masas de la izquierda. El surco sigue abriéndose. A finales de ese mes de julio llega el momento dorado de aquel renacimiento libertario. Los anarquistas toman Barcelona durante las Jornadas Libertarias organizadas por el Sindicato del Espectáculo de la CNT con la colaboración de Ajoblanco y otros colectivos.
Barcelona rojinegra
Entre el 22 y el 25 de julio Barcelona es una fiesta revolucionaria en la que no faltan los debates y las reivindicaciones políticas y sociales. Hubo música y baile en el Parque Güell, marchas a la cárcel Modelo para reclamar la libertad de los presos políticos y sesudos debates en el Saló Diana. Allí, ante la mirada de los cenetistas más veteranos, un joven Jordi Alemany, de la revista ecologista Alfalfa (financiada por Ajoblanco), criticó los sectarismos que impedían la unidad de acción: “Nadie tiene la exclusividad de un tipo de lucha”, proclamó. La cultura de masas obligaba a una reinvención del movimiento libertario que fuera capaz de superar los esquemas y estrategias tradicionales del anarcosindicalismo basados en las relaciones laborales y la producción. Las actividades de las jornadas quedaban consignadas diariamente en Barcelona Libertaria, cuaderno de bitácora que distribuía 40.000 ejemplares. En el número dos podía leerse: “De lo que se trata es de abrir las puertas al Comunismo Libertario, proyecto de futuro que se forja en nuestras manos (…) El anarquismo es la afirmación de un individuo y de una sociedad solidaria, sin clases ni patronos ni poderes”. Y se informaba del motín de 400 presos en la cárcel Modelo. Unos 40 reclusos lograron ocupar la cúpula del edificio. Era el primer motín –señalaba el diario– en que por primera vez los llamados presos comunes y presos políticos luchaban unidos ante la injusticia y la represión. Las reivindicaciones políticas se mezclaban esos días con las ganas de diversión y de liberación sin límites. El artista-activista Pepe Ocaña y Nazario lo entendieron muy bien cuando se subieron un día al escenario en el que tocaba un grupo de rock. Acompañados de un amigo y con su atrevidísimo look travesti, improvisaron una performance que entusiasmó a la entregada parroquia. Ocaña entonó un pasodoble y luego exclamó: “No soy gitana pura, soy gitana libertaria, por eso pido la amnistía para todas las mariquitas”.
“Creo que las Jornadas Libertarias, en las que participó medio millón de personas, fueron prematuras –asegura Ribas–. Se tenía que haber esperado más tiempo porque asustamos a los poderes; vieron que la acracia había resucitado y que no iba a pactar. Esto era muy peligroso en aquella situación, sobre todo para la socialdemocracia. Se creó un relato que no tiene nada que ver con lo que sucedió. Esta exposición, de alguna forma, pone de manifiesto lo que pasó, porque la gente se emocionaba y se reencontraba a sí misma (…) El encuentro de la cultura underground con el mundo de la CNT fue muy rápido, explosivo. El tiempo transcurrió demasiado deprisa. Los cuadros del sindicato estaban saliendo de la cárcel (aquellos que tenían 35 o 40 años) o habían estado en el exilio durante 40 años. Los exiliados eran mayores y se habían ido de España de una determinada manera y volvían a un país completamente distinto y que no comprendían. En muy poco tiempo –1977– la CNT alcanzó los ciento y pico mil militantes. Una locura. Por otro lado, la gente joven estaba inmersa en un proceso muy acelerado de cambio de costumbres, de huida de la casa y de la influencia del paterfamilias. Mi conclusión es que no hubo tiempo suficiente para que el movimiento libertario se articulara con la CNT tradicional”.
La decadencia
El fervor libertario del verano del 77 duraría poco. Seis meses después, en enero de 1978, el “caso Scala” reventaría las costuras de la renacida CNT. Se responsabilizó al sindicato por el incendio de la sala de fiestas y la muerte de cuatro trabajadores al término de una manifestación contra los Pactos de la Moncloa. Años después se sabría que todo fue orquestado por los aparatos policiales de un Estado que veía con extrema preocupación el auge del movimiento libertario. El acoso y derribo a la CNT coincidió con la aprobación de esos pactos entre los partidos políticos tradicionales. El régimen del 78 iba tomando forma y acabaría imponiendo su relato de la Transición.
En las barriadas más desfavorecidas de Barcelona irrumpía el punk, un movimiento nihilista pero no contestatario que atrapó a una juventud sin trabajo y sin futuro en un contexto de crisis económica. Ribas subraya que ese periodo coincide con la debacle del movimiento libertario: “Los partidos de extrema izquierda que no entraron en el Parlamento en el 77 se introdujeron en los movimientos sociales libertarios y comenzaron los enfrentamientos y las pugnas. Algunos de los que habían coordinado esos movimientos acabaron integrándose en las áreas de Juventud y Cultura de los nuevos ayuntamientos. Empezaba la cultura de la subvención”. En aquella época vertiginosa asoma también como actor destacado el nacionalismo. Casanovas siempre ha abogado por una mayor defensa del catalán, su lengua materna, pero rechaza la manera en que el pujolismo impuso el catalanismo como una cultura basada en símbolos nacionales: la sardana y los castells, Tàpies y Miró: “Yo quería dar una visión más amplia al crear la web sense nom (dedicada al periodo contracultural de los 70). El nacionalismo lo entiendo como opuesto a la contracultura, es la unidad en torno a elementos como la lengua o la bandera”.
Los jóvenes contraculturales no solo pretendían erradicar los modos de vida franquistas. Buscaban una transformación social de arriba abajo
El nuevo escenario sociopolítico y la crisis económica de finales de los 70 aceleran la decadencia de la contracultura catalana. El capitalismo inaugura una nueva fase especulativa, la carestía de la vida golpea a las familias más vulnerables y los barrios marginales se descomponen con el desembarco de la heroína, una droga de efectos devastadores que sustituye a ese “sacramento” de la espiritualidad que había sido el LSD. La era del nosotros y la solidaridad se apaga y surge la cultura del yo y la sublimación del dinero.
Los jóvenes contraculturales no solo pretendían erradicar los modos de vida franquistas. Su aliento iba más lejos. Buscaban una transformación social de arriba abajo. O, para ser exactos, de abajo arriba. “Queríamos una revolución cultural y nos quedamos a la mitad –reconoce Ribas–. Se impuso la cultura del mercado, el mundo de la estética, y se anuló el mundo de la ética y el pensamiento. Hoy hay poca libertad mental, estamos adocenados, muy instrumentalizados. Pero nos queda lo que hicimos. De todo aquello quedan las libertades civiles, el antimilitarismo, la laicidad, el feminismo... La huella está ahí y creo que en los márgenes de la sociedad todavía hay contracultura”.
[Fuente: www.ctxt.es]
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