segunda-feira, 9 de janeiro de 2023

Charlotte Rampling, un icono del masoquismo

Escrito por JAVIER MEMBA

Las adaptaciones de La venus de las pieles (1870) vienen de antiguo. Quinta de las historias incluidas por Leopold von Sacher-Masoch en el volumen dedicado al amor de El legado de Caín, es la pieza más conocida de esta saga inacabada. De entre todas sus versiones —un surtido que abarca desde canciones de The Velvet Underground hasta cómics de Guido Crepax— yo me quedo con El placer de Venus (Massimo Dallamano, 1969), la segunda de las películas de las que tengo noticia. Ahora bien, aunque El placer de Venus —protagonizada por Laura Antonelli en todo su esplendor— está basado en la novela —que no obra teatral, pese a sus celebradas adaptaciones a las tablas— que dio nombre al masoquismo, me atreveré a decir que si hay una imagen que simboliza ese placer es la de Charlotte Rampling —con las manos enguantadas cubriéndose el pecho y en la cabeza rapada una gorra de los nazis— en Portero de noche (Liliana Cavani, 1974).

El psiquiatra alemán Richard von Krafft-Ebing (1840-1902), lector de Sacher-Masoch, describió un catálogo de “perversiones sexuales” para el común de los lectores de nuestro siglo XXI tan indignante como la teoría de su contemporáneo, el criminalista italiano Cesare Lombroso, sobre los cráneos de los asesinos. En aquel texto —Psychopathia sexualis (1886)—, el doctor concibió el término «masoquismo» para referirse al placer que algunos encuentran en la humillación y el sufrimiento perpetrados por alguien al que están unidos sentimentalmente. Viéndolo expresado meridianamente en La Venus de las pieles, decidió asociarlo en su descripción al apellido de Sacher-Masoch, antepasado de Marianne Faithfull, por cierto.

Por un procedimiento similar, los espectadores del circuito de la versión original de los años 70 —entonces de arte y ensayo— relacionaron la imagen de Charlotte Rampling con el masoquismo. Fue así como esta actriz de aspecto núbil —tenía veintiocho años y aparentaba la mitad— pasó a ser el icono más escabroso del destape.


"Creo no exagerar al apuntar que fuimos muchos los que supimos por primera vez del erotismo del dolor con aquel filme de Liliana Cavani. Yo el primero, desde luego"

Digan lo que digan esos abanderados y abanderadas del nuevo puritanismo, que abogan encendidos y encendidas por la prohibición de la pornografía con el mismo encono que lo hacía Gabriel Arias Salgado —ministro de Información y Turismo, ergo responsable de la censura de prensa en los días del nacionalcatolicismo—, puesto a prohibir los anuncios de medias porque “fomentaban la masturbación”, el destape —el softcore en la cartelera internacional— fue la mejor ilustración de la revolución sexual. Diré más: había en aquel cine, tan característico de los años 70, un claro afán didáctico. Se trataba de ilustrar al ignorante en los placeres de la carne —junto al mundo y el demonio la enemiga del alma—, como mínimo hasta que las inglesas, a comienzos de los años 60, empezaron a bañarse en bikini en Benidorm. Una década después otra inglesa —Charlotte Rampling nació en Essex en 1946—, ya en topless, se convertía en un icono del masoquismo y, como se dice coloquialmente, lo petó.

No hará falta que me extienda en lo que supuso aquella imagen de Lucia —el personaje incorporado por tan singular actriz en Portero de noche— gozando del martirio al que la someten los torturadores del Reich, en esa cartelera en la que el sexo estaba empezando a dejar de estar prohibido por ser pecado. Creo no exagerar al apuntar que fuimos muchos los que supimos por primera vez del erotismo del dolor —“algolagnia”, tengo entendido que se llama en medicina— con aquel filme de Liliana Cavani. Yo el primero, desde luego. Aún no era cinéfilo, tan solo un buen espectador que apuntaba maneras. Tenía, en fin, diecisiete años cuando Portero de noche se estrenó en el invierno de 1976 en el desaparecido cine Urquijo, de la calle Marqués de Urquijo de mi amada ciudad. Recién había llegado a las lecturas de Sade en las traducciones de Editorial Fundamentos y me creía alguien. La cinta en la que descubrimos a Charlotte Rampling estuvo en aquella sala casi un año.

"Conscientes de que van a morir, Lucia se viste de niña candorosa y Max de terrible SS para dar su último paseo por una Viena en la que empieza a amanecer"

Por supuesto, el Divino Marqués me interesaba más por librepensador y por maldito que por cruel. Y, también por supuesto, estas dos primeras condiciones eran el objeto de la promoción de Sade, en las solapas de aquellas ediciones de los 70, por autores tan variados como lo son entre sí André Breton y Octavio Paz. Sabía, pues, del sadismo —la algolagnia que halla en el dolor quien humilla y flagela a su pareja— pero de que, en efecto, hay quien goza sufriendo esa humillación y ese dolor supe con la Lucia de Charlotte Rampling. Yo, que me negaba a creer que lo leído en Sade pudiera ser verdad y una práctica relativamente frecuente entre la aristocracia del Antiguo Régimen, pensaba que con las chicas solo caben los besos —y ese instante que entrañaba la vida pese a ser el peligro de la carne, ese que sí te lo da la que lo ha inspirado es lo mejor del mundo—, me quedé noqueado ante la Lucia de Charlotte Rampling. Superviviente del Holocausto, al comenzar la cinta es la esposa de un afamado director de orquesta que acompaña a su marido a Viena. En el hotel donde se hospedan se reencuentra con Max (Dick Bogarde), su torturador y amante en el campo de exterminio, ahora portero de noche en el establecimiento. Tras un primer recelo vuelven a retomar su relación y esta vez deciden llevarla hasta sus últimas consecuencias: la autodestrucción, si bien es cierto que a la extraña pareja el tiro de gracia propiamente dicho se lo dan en off los otrora compañeros de armas de Max. Pertenecientes todos a una fraternidad clandestina de nazis, el que doce años después —la acción se sitúa en 1957— Max resulte estar perdidamente enamorado de una testigo que puede reconocerlos es un engorro con el que deciden acabar. Conscientes de que van a morir, Lucia se viste de niña candorosa y Max de terrible SS para dar su último paseo por una Viena en la que empieza a amanecer.

La controversia que provocó Portero de noche fue universal y mayúscula. Más que buena o mala a mí me pareció inquietante. A buen seguro que era eso lo que buscaba Cavani. Dejando la algolagnia a un lado, junto a El hijo de Saul (2015), del húngaro László Nemes, me parece el retrato más espeluznante de las atrocidades cometidas en los campos de exterminio por los nazis. A raíz de Portero de noche Michel Foucault publicó una demoledora crítica sobre la visión sexualizada del nazismo y la erótica del poder. La polifacética  usan Sontag no fue más comedida en un célebre artículo sobre la fascinación del fascismo aparecido en 1975. Con todo, nada pudo impedir que en aquel camino que llevó al softcore de la “S” a la “X” en la clasificación de sus producciones surgiera un subgénero del cine erótico, ya tirando a porno, en el que los y las nazis se daban con largueza a la algolagnia. Y en medio de todo aquello, en el ojo de aquel huracán, estaba Charlotte Rampling. Ese fue su estigma, pero lo supo salvar.

"Todas las musas del softcore fueron estigmatizadas por su generosidad al destapar sus encantos. Y todas ellas acabaron mal. Charlotte, que tangencialmente también fue una musa del destape, supo sortear las maldiciones"

Hija de un oficial de la OTAN, un destino de su padre la llevó a vivir parte de su infancia en Gibraltar. Ya estaba en Londres y era una de las chicas más destacadas del Swinging London cuando se suicidó su hermana mayor, con veintitrés años. Aquella muerte absurda fue determinante para que Charlotte dejase de consumir sustancias estupefacientes. Aquel era el Londres en el que el LSD, aún legal, se ingería en pequeños trozos de papel secante que se pasaban de una lengua a otra en los besos, o bien en unas gotas mezcladas con la consumición. Twiggy —la modelo de las minifaldas de Mary Quant—, mi dilecta Jane Birkin y Charlotte Rampling, como el prototipo de aquellas jóvenes que eran, también empezaron a darse a conocer en las películas de aquel Londres. Charlotte debutó en ¡Qué noche la de aquel día! (1964), la primera de las cintas que Richard Lester rodó con The Beatles. Con Jane Birkin coincidió en El Knack… y cómo conseguirlo (1965), también de Lester.

Aunque está claro que Portero de noche fue la cinta que la convirtió en una celebridad mundial, amén de estigmatizarla como la imagen universal del masoquismo, anterior a la popularización de La Venus de las pieles —me da que Sacher-Masoch sigue sin ser popular—, en la filmografía de Charlotte Rampling hay títulos tan interesantes como Refugio macabro (1972), un filme de Roy Ward Baker para la Amicus.

La maravillosa Sylvia Kristel, Laura Antonelli, Maria Schneider… Todas las musas del softcore fueron estigmatizadas por su generosidad al destapar sus encantos. Y todas ellas acabaron mal. Charlotte, que tangencialmente también fue una musa del destape, supo sortear las maldiciones. Para John Boorman protagonizó Zardoz (1974), una de las más celebradas distopías de la ciencia ficción de los años 70. En el 75 se convirtió en toda una protagonista del neo-noir al incorporar a la Velma de Adiós, muñeca, notable adaptación de Raymond Chandler debida a Dick Richards. Con Woody Allen colaboró en Recuerdos (1980)…

Su filmografía es tan dilatada que en 1986 volvió a sus procacidades del 74 al interpretar a Margaret Jones, una mujer enamorada de un chimpancé, en Max, mi amor de Nagisa Ōshima, de modo que la actriz sumó la zoofilia a la lista de bizarrías inaugurada con el masoquismo de Portero de noche. Y hay más: recuérdese a Elle, la señora mayor, tan dulce y apacible como se ve a Charlotte ahora, que viaja a Haití para comprar sexo con un nativo en Hacia el sur (Laurent Cantet, 2005).

 

[Fuente: www.zendalibros.com]

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