Escrito por Abel Gilbert
Curiosa horizontalidad la que ha atravesado el onomástico número setenta de Charly García. En un país con tantos odios atravesados, el cumpleaños feliz pobló el aire de vibraciones órficas. Las fieras, domesticadas por una misma melodía. No la de cualquier canción: una que podemos saber todos, aunque entenderla de muchas y diferentes maneras. En esa mnemotecnia colectiva radica, si se quiere, la condición de figura patrimonial. Tela para cortar, ahí. Más allá del carácter casi institucional del festejo, más allá de las valoraciones artísticas (creo que existe un consenso general en que el grandísimo repertorio de Charly está comprendido entre 1972 y 1984) y aquello a lo que nos remite su voz (alguna vez diáfana, hace mucho tiempo rota, como nuestras actuales esperanzas), la conmemoración (con su contrapunto entre el CCK y el Colón larretista) habilita algunos pliegues para pensar su figura.
Aventuro una hipótesis, insinuada en otro texto: la música de Charly, nuestro héroe cultural durante la dictadura, se desdibuja de manera gradual pero sostenida a medida que transcurre la transición democrática. Después de Piano bar (1984) no es lo mismo. No es el mismo. David Foster Wallace presenta en La escoba del sistema una idea interesante de las transformaciones, que viene de perillas para comprender el giro garciano: “Cuando Greg Sampson se despertó una mañana tras un sueño intranquilo, descubrió que se había transformado en una estrella de rock”. Tiene campera con tachas y “una guitarra Fender con la correa fuertemente sujeta a sus hombros”. La metamorfosis de Charly en rock star después de los treinta años fue penosa y no ocurrió en una sola noche. El paso del piano, la matriz de su melos, a la guitarra eléctrica, resintió su proceso compositivo. La redundancia de sus canciones se sustituyó por un exceso de representación. Y, también, además de ir de la cama al living, García fue de la gesta a la ingesta, con el tópico de lo nasal inscrito en sus canciones: del “me cuido la nariz” en “Peluca telefónica” a “hay algo en tu nariz, que escondes muy bien”, de “Tuve tu amor”, hasta llegar a “Me salieron tres cabezas, por nariz tengo una mesa”, de “Cucamonga dance”.
Rock star, entonces. El hado de un ecosistema enclenque y sin redes. Las cosas no podían salir bien fuera de las sociedades opulentas. Esa condición nobiliaria se asienta en paraísos fiscales, no en un departamento de Palermo. En 2017, el periodista David Hepworth, uno de los presentadores de Live Aid en julio de 1985, publicó Uncommon People: The Rise and Fall of the Rock Stars, un libro que nos puede ayudar a comprender esa transición de la música al acontecimiento en García. Para Hepworth, las estrellas de esa naturaleza fueron producto de la Guerra Fría. Se terminaron, lánguidamente, con los cambios de la industria discográfica, en los años noventa (justo cuando Charly abraza la causa del divo absoluto a bordo de una limusina). Encarnaron una época en que la música era de difícil acceso, si se la compara con este presente de hiperabundancia. La pérdida de la música de su categoría de alteridad comenzó a tornar fuera de fase ciertas cualidades de ese tipo de ídolos: la fanfarronería y el desenfado, el carisma y la confianza en sí mismo, la tendencia a actuar por instinto y una forma particular de comportarse. Algunos de esos atributos pasaron al deporte y a la política (y esa es una explicación posible del momento empático entre García y Carlos Menem en 1999).
Las estrellas de rock, dice Hepworth, no solo vivían su propia vida. “También vivieron una vida en nuestro nombre. Vivían en nuestras cabezas”. Hacían cosas que su audiencia no se atrevería a hacer. “Si seguían actuando a los cincuenta y sesenta años, no era simplemente porque querían hacerlo. Es porque lo exigimos. Ser una estrella del rock, como me dijo Bruce Springsteen hace treinta años, retrasa la edad adulta y prolonga la adolescencia. Esto es precisamente lo que nos resultaba tan atractivo”. Hay una canción de Charly que podemos marcar como clivaje entre los dos Garcías, el que había levantado las banderas de una Música Popular Argentina, al estilo de la MPB brasileña, y el que empieza a mirarse en el espejo de Keith Richards. Esa bella canción, una de las últimas perlas, se llama “Suicida” y forma parte de Cómo conseguir chicas, de 1988. “Yo ya no miro atrás”, canta y, de repente, cita “Fé cega, faca amolada”, de Beto Guedes, canción que conocemos (y admiramos) por Milton Nascimento. “Ahora no pregunto a dónde va el camino”. Charly se despide por completo de aquel que había sido. Lo que vendrá es La hija de la lágrima (1994). El camino comenzaría a trazarse como en las rutas de las películas de David Lynch, pero para animar el living de Susana Giménez.
Hepworth compara al poder simbólico de los rock stars en su momento de esplendor con el de “los soberanos todopoderosos o los aristócratas terratenientes de antaño”. Su éxito significaba que ellos, y solo ellos, se sentaban en la cima de una pirámide de riqueza, estatus y poder. Podían decir cualquier cosa. Pensemos un momento en el camaleónico David Bowie. En setiembre de 1976 es entrevistado por Playboy. Cameron Crowe quiere saber si cree “firmemente” en el fascismo o es solo una “manipulación mediática”. Bowie responde de manera inquietante: “Y, sí, creo firmemente en el fascismo” y se muestra favorable a “acelerar el progreso de una tiranía de derechas, totalmente dictatorial, y acabar con ella lo antes posible”. Las estrellas del rock “también son fascistas. Adolf Hitler fue una de las primeras estrellas de rock”. Hitler “era tan bueno como Mick Jagger”. Un rock star anglosajón podía permitirse boutades (inaceptables en un país herido como este, el nuestro) y luego olvidarlas. Charly nunca cruzó esos límites. Su viraje fue de otro orden (épater le bourgeois o le progre?), siempre como trasfondo de una crisis social con distintos niveles de encubrimiento.
Se ha defendido al García de los noventa bajo el argumento de que se trató de una renuncia calculada a la forma canción que había codificado con inspirada artesanía. Su antigua poiesis, se dijo, carecía de sentido en la era del cinismo privatizador. Y por eso se autodestruyó para cuestionar el estatuto de lo bello y ocupar el centro de la escena sobre la base de cierto exceso performático. Su salto de un noveno piso puso en acto ese cambio. Pero García nunca quiso ser como el norteamericano Chris Burden, cuya reputación en los setenta creció después de dar a conocer Shoot. La acción consistió en colocarse frente a un asistente que le disparó a una distancia de cinco metros. La intención era que la bala rozara la parte superior de su brazo para que apenas brotara una gotita de sangre. La mano del tirador tembló y la bala del calibre 22 le atravesó la carne. En Transfixed, Burden se crucificó sobre un Volkswagen y tensó los límites del arte (del daño) corporal. David Bowie, siempre tan atento a las piruetas del arte contemporáneo, tomó nota de esas experiencias extremas. “Te diré quién eres si me clavas a mi coche”, cantaría Bowie en “Joe the Lion”, su canción de Heroes. Es evidente que Charly no cultivó ese tipo de prácticas. “No es la bala lo que te mata, es el agujero”, señalaría Laurie Anderson sobre Burden. Podríamos decir entonces sobre García “no fue el salto a la pileta sino su agujero negro y su insondable dolor”. Lo del rock star sería, si seguimos ese razonamiento, apenas una máscara. El escándalo tuvo en Charly un componente digital: el paso de la televisión analógica al cable. A mayor cantidad de canales, mayor necesidad de reproducir su cuerpo en llamas con los zócalos televisivos que resumían su pendiente. Lo suyo nunca podía ser aristocrático, ni siquiera dandismo: fue síntoma, dolor y metáfora diseminada de modo previral.
“La fama requiere toda clase de excesos. Me refiero a la fama de verdad, a un neón que te devora, no a ese renombre sombrío de los estadistas en declive o de los reyes timoratos. Me refiero a los largos viajes por el espacio gris. Me refiero al peligro, al borde mismo del vacío, a la circunstancia de un hombre que les infunde un terror erótico a los sueños de la república. Entiendan al hombre obligado a habitar esas regiones extremas, monstruoso y vulvar, humedecido por los recuerdos de la violación. Por mucho que esté medio loco, lo absorberá la locura total del público”. No es Charly el que reflexiona, pero podría explicarlo. La confesión pertenece a Bucky Wunderlick, el rock star de Great Jones Street, la novela de Don DeLillo con la que intentó documentar en 1973 el nadir de la contracultura norteamericana. A diferencia de García, el personaje de DeLillo quiere huir de la fama y su imagen de falso revolucionario. Se retira a un apartamento en Manhattan, pero queda capturado por las tenazas de Transparanoia, su propia compañía, cuyos activos se han diversificado en todos los renglones posibles de la economía. “Maximizar el potencial de crecimiento. Algún día entenderás esas cosas”, le explican. Bucky es contactado por un representante de la Comuna Happy Valley, quien le encomienda custodiar una droga que debilita los centros del lenguaje del cerebro. El roquero también perderá su capacidad de habla. La historia nos ofrece una analogía sugerente.
¿Quién escribirá nuestra novela sobre Charly? En Respiración artificial, Ricardo Piglia cita el “no se banca más” de “La grasa de las capitales” que vomita la radio, en 1979. El oyente/narrador confunde a propósito a Charly con Spinetta. Si ese año la figura del entonces líder de Serú Girán es la de un denunciante, cuando Fogwill la recupera, en Vivir afuera, una novela sobre los noventa, García es otro. Un auto atraviesa la ciudad. El chofer le cuenta al personaje “que habían internado a Charly y que un compañero suyo lo había llevado en ese mismo taxi, totalmente drogado, sostenido por los dos guardaespaldas”.
Entre esas dos novelas hay otra muy menor, pero curiosa. Historia de Teller fue escrita por Jorge Lanata en 1991. El entonces director de Página/12 intentó relatar el espiral decadente de una estrella de rock: no es argentina, sino norteamericana. Teller decide fraguar su muerte, harto de la popularidad, reaparece en Venecia con otro nombre, otro rostro, dinero y nada que hacer, salvo comenzar su nueva vida. Lanata quería por esos días pertenecer al campo de la literatura emergente: agradece por lo tanto las lecturas de Juan Forn, Rodrigo Fresán, Martín Caparrós, así como de Tomás Eloy Martínez y Osvaldo Soriano. Da sus gracias también a Fito Páez y Guillermo Kuitca por adentrarlo en el mundo del rock y la pintura. Todo un campo de los noventa. Babel y editorial Planeta. Hasta participaría en una película de Eliseo Subiela, recitando un poema. En su fallida novela, Lanata emplea variedades de técnicas, fruto de sus lecturas actualizadas, y deja al pasar marcas culturales: el disco de Teller se llama Faulkner Died Again. Está DeLillo, claro, pero a la vez su Teller tiene algo de Charly, que ese año había sido internado. El personaje protagoniza recitales escandalosos. No se baja los pantalones: orina a los periodistas. “¿Quién puede determinar el comienzo de un derrumbe? ¿En qué momento se abre la grieta?”. Teller no es consecuente con su escape. Tras su intento de fuga, vuelve al ruedo. El espectáculo lo reclama.
A Charly también. Corre el año 2000, el país marcha al desastre y Lanata, que había olvidado sus veleidades literarias, lo recibe en su programa televisivo. García le dice al anfitrión que Menem es su fan y Lanata, que todavía forma parte de la esfera progre, lo acicatea. “La música está arriba de la política, suponiendo que hagas arte”. A lo que el músico, entre la levedad y la lucidez, le responde con una pregunta: “¿Sabés lo que es el arte? Cagarte de frío”. Lanata duda de esa condición, conoce la doxa roquera, aquello que podía haberse dicho sobre el autor de “Raros peinados nuevos”, y le recrimina que se repitiera tanto, hasta copiarse. “Creo que te das cuenta”. Pero Charly lo sopapea: “Yo pienso que sos un pelotudo”. El video tiene millones de reproducciones en YouTube. Los usuarios celebran en el foro de la plataforma el carácter profético del ídolo y cómo desenmascaró al periodista trece años antes de que emprendiera su propia metamorfosis política. Ese Lanata del 2000 siente que la razón, aunque podía asistirlo, no alcanza para polemizar con el rock star. Entonces lo deja solo tocando un teclado que su dueño pintó de plateado. Esa es su prebenda. Mueca aristocrática de un país que ya no puede sostener la paridad del peso con el dólar (tener un rock star propio también era una fantasía de la convertibilidad económica). El 2001 argentino fue también el de Charly. Sería redimido por Palito Ortega. Y ese rescate tiene sus aristas simbólicas.
Señala Hepworth que los rock stars duraron en el universo anglosajón mucho más de lo que tenía derecho a esperar. “Perduraron porque, al igual que las de las grandes películas de vaqueros, se interpretaban a sí mismos y, al mismo tiempo, interpretaban a sus seguidores”. Como el vaquero, el caballero, el juglar errante, la corista, el ladrón con traje a rayas, el banquero con sombrero de copa, el pintor con su boina, la estrella de rock fue relegada “al armario de los estereotipos anacrónicos”. En la vida real se han visto eclipsados por las estrellas del hip hop, “que son tan descaradas que harían sonrojar al roquero más desvergonzado”. Esas conclusiones pueden ser también leídas en clave argentina. Cuando García volvió (en limusina) a los escenarios, el rock, con su escala de abolengo, se parecía más a un parque temático. Charly erigió el propio. Las fechas de entrada y salida a ese mundo García han sido, en casi medio siglo, muy distintas para cada generación, que, en una carrera de relevos, de abuelos a nietos, se fue pasando las canciones. Todavía se escuchan tonterías sobre su oído absoluto: no está de más recordar que Beethoven era sordo y que la capacidad de reconocer las frecuencias no es un don artístico.
Ninguna de estas líneas interpretativas, escritas por alguien que se educó en 1975 con Charly, formó parte de los discursos sobre sus setenta años. Lo mejor de él nos recuerda cuánta agua (y sangre) pasó debajo del puente de este país. “En un rincón, la ingenuidad de los grupos de rock del 2000 y las máquinas generadoras y reproductoras de estupidez; en el otro, nuestros viejos. González, Fogwill, Silvina Ocampo, Rivera, Nebbia, María Moreno, Spinetta y García”, escribe Páez en su novela de 2018, Los días de Kirchner. Y fue Fito el maestro de ceremonias de las dos veladas, de aquella que participó el homenajeado en el CCK (cantó a tientas, con su voz trémula y el teleprompter como ayuda memoria, eso de “yo que crecí con Videla”) y la de los oropeles del Gran Teatro. Al otro día se acabaron los consensos. En las pantallas de Canal 13, Lanata denunció que está en marcha un plan mapuche para reconquistar el territorio perdido durante las masacres del siglo XIX. “Indios al ataque”, se llamó el programa.
[Fuente: www.revistaotraparte.com]
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