Escrito por Gabriel Salinas
Finamente chirriante, como el reflejo de unos elegantes zapatos de charol espejados y misteriosos, a una afinación de tonalidades muy The Rite of Strings de Jean-Luc Ponty pasando por un Vida, pasión y muerte de Juan Cutipa de nuestro Alfredo Domínguez, para aterrizar en el oscilante arco de violín, sostenido por las manos maestras de Gustavo Orihuela; el “Gus” acá entre los cuates de Sucre, pero en los escenarios de Bolivia y el mundo, “él” violinista “endemoniado”, como ahora, cuando nos toca la temática “Huayño y canción”; entre carraspeos pentatónicos y desorbitantes extensiones modales de contornos tersos milesdevilsianos, inauguran un nuevo espacio, sin dudarlo un instante, en la sonoridad de este país andino-amazónico, cuya compleja textura, vibrante en ondas sonoras, muchas veces resulta difícil de palpar, o figurarse en la mente…, no, no es el caso de un Bela Bartok, por ejemplo, cuya gelidez, rigurosidad y desesperanza propias de su pálida, despeñada, virtuosa, pero fantástica Hungría, son evidentes en su inspiración artística, pero no, no es nuestro caso, la tesitura boliviana ha llegado a sublimarse en la forma diáfana de las tersas melodías que nacen de la mano de Orihuela, de un modo aún temprano, quizás como se pensó que seria un Chaos A. D. de la banda brasileña Sepultura, que logra captar en lo universal en un estigma irrenunciable, en medio de los lenguajes de las culturas transnacionales que se esparcen en todos los rincones del mundo, a la forma de un lenguaje universal que es la única música, desde siempre.
Y es que “Gypsy York”, otro tema de Terra, el último álbum de Gus, es una celebración al cosmopolitismo desenfrenado, semejante acaso a la obra de Xavier Valverde, otro chuqui que viaja por el mundo entre brisas dóricas, lidias o mixolidias, que va…, de un modo introspectivo, pero este caso es diferente, lo extrovertido de las pulsaciones interculturales que marcan el beat de la música referida, plasman la silueta de la metrópolis más emblemática del planeta, con ese aire zíngaro, que a veces parecen evocar los vertiginosos violines presentes en “Karma” de Alicia Keys, en su versión unplugged, cuyos agudos frotamientos celebran ese aire de la ciudad que nunca duerme, como lo hace Orihuela, a modo de frenéticos alaridos de cuerda, acaso si fuera, un fénix ardiente cuyo pico es el extremo del arco, y sus arremetidas que cortan a fuerza dionisíaca el aire, delinearan volar por los más altos estratos de nuestro cielo terrestre librado de fronteras.
Pero ese cosmopolitismo exuberante siempre se ciñe a nuestras latitudes, como sucede llanamente llameante en la cuequita “La vida es linda”, en la que las estructuras tonales de la forma musical dejan poco al discurrir libertino del improvisador modal, por lo que Orihuela se concentra en enriquecer la pieza con las texturas crispadas que se antojan al juego con el arco del violín, para generar diversos efectos, como lo hiciera el mismo Stéphane Grappelli, en un clásico “Minor Swing” con el Quintette du Hot Club de France, dirigido por el legendario Django Reinhardt, músicos que de algún modo son los mayores exponentes en abrir espacios sonoros en la cultura nacional francesa impregnada de la estirpe gitana, hasta hacer florecer el Gypsy Jazz, del que Orihuela es acaso el benjamín boliviano, siempre con ese sentido de ciudadano del mundo (Diógenes), que es capaz de picar a su modo inalienable, las filigranas de acero que tensa el cuerpo del instrumento de Guarneri del Gesu, allá en las lejanas tierras de la Lira Bizantina; aspectos que reconfirman perfil multicultural amontonado sobre las tensas cuerdas del humilde violín calé, que el Gus recibe desde esa vertiente generosa de la cultura humana, para tocarnos una “Aromeñita”, como nunca se oyó, evidentemente salpicada de los pulsos propios a una morenada, pero dúctilmente universalizados con un solo de piano a lo “Mr. Hands”.
Muy diferente a la armónicamente interrogativa “Feria del alto”, cuya musicalidad picante desde las percusiones y lacónica desde el tema presentado por el violín inicialmente hasta que estalla en un fulgurante sintetizador, con líneas melódicas ensortijadas que hacen pensar en los rutilantes decorados de los monumentales cholets alteños, a las que Gus se acompasa con el efecto de un sul ponticello, para rematar esa sensación exaltada, picaresca y a veces desconsolada en su fortaleza, que tiene nuestra cota urbe, entrañablemente boliviana.
Nada más que decir, porque ya lo dice todo, el Gus, en sus discos y presentaciones, donde se le puede ver entregarlo todo, junto a su potente cuarteto formado por Luis Daniel Iturralde en la batería, Diego Ballón en el piano y teclados, y Randolph Ríos en el contrabajo.
Solo queda escucharlos acá:
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