Escrito por Diego Parra
Son muchas las cosas
que la actual pandemia generó en nuestro cotidiano. Claramente, está demás
enumerar todo eso; sin embargo, en tanto que “agentes artísticos”, hay algo que
ciertamente nos toca muy de cerca, y es la enseñanza de arte en esta coyuntura.
Este año dicto tres cursos –lo que me motiva a escribir este texto–, todos
ellos de naturaleza muy diferente. Normalmente he dado cursos exclusivamente de
historia del arte, donde la clase expositiva, un buen material audiovisual y
lecturas bien seleccionadas sostienen casi todo el sistema. Pero la cuarentena
obligatoria me ha llevado a mi y a muchos otr@s profesor@s (de manera inédita,
en todo el mundo) a reordenar lo que estábamos haciendo y pensar en el trabajo,
pero a distancia, mediante herramientas como Zoom, Canvas, Jitsi o
Google Meet.
Si bien
el formato telemático es algo que normalmente usamos en reuniones, conferencias
o cosas por el estilo, la obligatoriedad de esta forma de comunicarse para ser
implementada en asuntos educativos sin duda dejó a muchos –incluyéndome– un
tanto atónitos. No es el hecho que se haya tomado la decisión de cancelar las
clases presenciales, cuestión con la que estoy de acuerdo (solo un sociópata o
un alt right –que son un poco lo mismo– no lo estaría), sino que es más
bien el dirigirnos en masa a esta vía de trabajo y no otra lo que impacta, pero
siendo bastante objetivos, tampoco había muchas otras formas de hacerlo.
Personalmente, he interpretado lo que está pasando en clave catastrófica, un
poco para no abusar de mi capacidad de sorprenderme, pero también para no
sobresaturarme de segundos pensamientos que en momentos críticos pueden no ser
de mucha ayuda. Por esto, la vía telemática me pareció –y sigue pareciendo– la
forma en que tenemos que hacer las cosas, y que tendrá que ser por un buen
rato, por lo que no queda más que adaptarnos, traducir, interpretar lo que
normalmente hacíamos a el nuevo orden de las cosas.
Pero
frente a esto, ¿cómo adaptamos la enseñanza de las artes? Si hay algo que
caracteriza a las artes es justamente su capacidad de operar con lo sensible,
con aquello que podemos percibir por múltiples sentidos (en mi caso,
predominantemente en lo visual), por lo que la experiencia propia de las clases
telemáticas es, por lo bajo, un pobre sustituto de lo presencial. No es que
carezcamos de la herramienta indicada, y solo haga falta usar una mejor
plataforma. Quiero decir aquí que aquel factor empobrecido en la experiencia online
es sin duda el rasgo fundamental de estas herramientas, y es algo que comparte
con gran parte de las redes sociales que usamos cotidianamente, las que
sustituyen modos de relación social físicos traduciéndolos a otras formas (tan
válidas y “reales” como el resto). De esta manera, una de las cuestiones que
asumí rápidamente era que no importa lo que haga, no importa lo integrado que
esté con las tecnologías actuales: la clase que pueda dar online es un pobre
remedo de lo que haría en condiciones normales; y por lo mismo, no tiene
sentido tratar de salvar todo contenido, habilidad y objetivo originalmente
planteado. Y es aquí donde funciona mi “modo catástrofe” de entender el
contexto, puesto que pienso que es importante trabajar con lo que hay, pero ser
realista y no llenarse de expectativas que solo llevan a frustración y,
finalmente, debilitan el proceso pedagógico, ya que tanto uno, como l@s
estudiantes se dan cuenta de “eso” que se perdió.
Eso que falta,
uno pensaría que es la inmediatez de lo presencial, la capacidad rápida que
tenemos de comunicarnos al estar en persona (si alguien tiene una duda,
simplemente levanta la mano y el asunto se resuelve). O quizá, el deterioro de
los recursos audiovisuales por las diversas calidades de internet (unos pueden
ver detalladas reproducciones de las pinceladas de un cuadro, mientras que otros
terminan contando pixeles en una imagen más cercana a una obra de net art),
junto con la limitada capacidad de entregar bibliografía, ya que todas las
bibliotecas están cerradas y hay poco material digitalizado (ni hablar de
colecciones bibliográficas en e-book, que hoy parecen tan necesarias y a
la vez, tan ausentes). Pero lo que perdemos es quizá más simple que todo lo
anterior, que al final parece ser un asunto meramente técnico, pues aquello que
desaparece es –a mi entender– la capacidad de los cuerpos de comunicar y
comunicarse. Una mala reproducción de una tabla del quattrocento nunca
fue impedimento para entender sobre pintura del Renacimiento, tal como
recordaba un conocido artista en una reunión online a la que asistí, quien
mencionó que durante su formación era casi un lujo encontrarse con libros con
buenas reproducciones a color. A esto sumaría que un/a profesor/a que no es
capaz de transmitir énfasis, que no es capaz de leer el ánimo general de una
sala o de dinamizar los contenidos con guiños a la actualidad (incluyendo a la
propia sala), o de dar pausas frente a ideas demasiado abstractas, sí que es y
seguirá siendo una catástrofe, pero pedagógica.
Mucho de
la enseñanza en la sala pasa en último término por una inexplicable transmisión
de pasión y empatía, fenómenos que Zoom o Canvas difícilmente
pueden llegar a emular. Tanto l@s docentes como l@s propios estudiantes llegan
ansios@s a clases, pero al rato terminan por aburrirse de esa falsa presencia
(sumado a la espantosa imagen de un montón de cuadrados negros con nombres,
como si estuviésemos en una reunión de Gendo Ikari con sus jefes de SEELE, en
el anime Evangelion). Ese es el valor performativo de la clase, puesto que un/a
profesor/a no es solo un conjunto indeterminado de conocimientos que se ponen a
disposición de un espectador del modo en que se abre un libro. En este caso, siguiendo
con la analogía, el libro adquiere vida y decide autónomamente qué transmitir y
cómo hacerlo, siempre interpelando a ese lector que ya no solo consume
información pasivamente, sino que también se espera que entregue conocimientos
al resto. Tan solo recordemos quiénes fueron l@s profesor@s que más nos afectaron
a lo largo de nuestra formación, generalmente no eran las figuras del mero
conocimiento (los enciclopédicos), sino que eran aquell@s docentes que en su
ejercicio tenían la misteriosa capacidad de sacar de uno lo mejor que tenía (es
decir, que aspiraban a que uno dijera/hiciera algo más que simplemente aprender
de memoria lo visto).
¿Hay
alguna salvación a esa pérdida? Creo que no, pero podemos acercarnos, en
particular en nuestra área, donde las formas de imaginación están más toleradas
y con ello, la capacidad de innovar. Esta transformación educativa, que espero
no se prolongue más allá de lo necesario en términos sanitarios, debe
involucrarnos a tod@s l@s que participamos de la enseñanza. L@s docentes
podemos hacer muchas cosas, entre ellas capacitarnos en plataformas de e-learning,
pero si no hay estudiantes decidid@s a aprender e intercambiar libremente sus
conocimientos y opiniones, difícilmente llegaremos a alguna parte. Y esta
advertencia la hago, porque si bien antes del coronavirus estábamos en las
aulas viéndonos las caras, la situación no era perfecta y según he conversado
con muchos otr@s profesor@s, la mayoría coincidimos en que el declive de la
cultura lectora, así como la incapacidad de much@s estudiantes de desenvolverse
en contextos agonistas, ya nos tenían con una realidad educativa compleja.
Probablemente esos son los cambios epocales que en 20 años ya nadie percibirá,
porque todos estaremos adaptados a las transformaciones culturales, pero hoy
sin duda vivimos un proceso donde la universidad (no solo en las artes) ha
perdido mucho de su sentido, tanto para sí misma, como para l@s estudiant@s que
en su mayoría no tienen mucha idea de por qué están ahí (como mencionó el
profesor Pablo Aravena en una columna en el diario La Segunda).
En este
sentido, mecánicas de trabajo “frías”, como la enseñanza telemática, deben ser
“templadas” con una mayor participación de tod@s. Si bien esto es algo que
hasta ahora no me ha funcionado tanto, cada vez que se da una lectura son l@s
estudiant@s los llamados a interpelar al texto desde sus propios marcos de
comprensión, para así luego ser dispuestos en el colectivo, generando así una
retroalimentación con toda la clase. Uno puede imaginar dudas, comentarios o
aspectos complejos de un determinado texto, pero nada puede suplantar a los
cuestionamientos que otro haga desde su lugar de lectura (ciertamente distintos
al propio, ya sea por falta de un campo de referencias, o por dificultades en
la comprensión).
El
silencio que suele llenar las sesiones online en este periodo de adaptación es
quizá el mayor obstáculo a todo, puesto que, de algún modo, lo que hizo esta
medida de virtualizar las clases fue radicalizar aquellos problemas que veían
de antes, tal como mencioné. Y esto es algo que Paul B. Preciado comentó en una
columna de El País, donde afirmó que: “el virus actúa a nuestra imagen y
semejanza, no hace más que replicar, materializar, intensificar y extender a
toda la población, las formas dominantes de gestión biopolítica y necropolítica
que ya estaban trabajando sobre el territorio nacional y sus límites”. Es
decir, todas las medidas que se toman frente a esta emergencia solo hacen más
evidente los modos en que hemos sido gestionados previamente, en tanto que
comunidad. Consumerización, precarización laboral, y una pedagogía cada vez
menos crítica son lo que ya veníamos sufriendo hacía tiempo, pero de un modo
tan lento que parecía no ser detectable a simple vista, y ahora que todo se
extrema, esto se hace ineludible.
Quisiera
volver a un concepto que usé antes, el de la “traducción”, puesto que permite
enfrentarse mejor a lo que vivimos a nivel educativo, y muy particularmente
desde nuestra mentalidad artística. La tarea del traductor es ante todo salvar
la esencia de lo dicho, no repetir exacta y literalmente lo que se dijo en el
idioma original, o dicho de otro modo: un buen traductor, sobre todo,
interpreta. Cualquiera que trabaje intentando trasladar un modelo
determinado a otro contexto sabe que no todo puede ser exactamente traducido,
por lo que es mejor hacer adaptaciones locales, que atiendan más
específicamente a las condiciones únicas de cada contexto de recepción. Así
pasó con la implementación de la modernidad artística en Latinoamérica, por
ejemplo, donde vemos que no se copió a pies juntillas lo que se hacía en
Europa, sino que más bien se adecuó a las condiciones específicas de nuestras
culturas. En muchos casos, esa implementación –más voluntariosa que nada– fue
perfectible o derechamente fracasada, pero en el ámbito artístico sabemos que
un fallo puede ser la llave que abra la puerta de una nueva obra o visión sobre
los mismos problemas. Y es que las artes visuales son ante todo un proceso de
eterna traducción, nunca ha habido algo así como un sentido esencial e
irreductible escondido en cada obra (algo así como esa teológica visión de “la
verdad” que suelen buscar l@s más conservadores y melancólicos). Lo que sí
vemos es una constante acumulación de interpretaciones fallidas, de variaciones
de estilo, de traducciones ajenas, entre otros, y todas ellas terminan
configurando una zona de interpretación sin límites, donde lo único cierto es
que el espectador será quien juzgue qué tan sugerente fue o no ese ejercicio de
interpretación (y no lo que l@s artistas quieran).
Esta
habilidad de traducir es quizá lo que hoy se requiere para repensar las formas
de desarrollar la enseñanza artística en contextos como la universidad, donde
la aspiración última es formar artistas. Instancias como el taller son también
espacios donde la experimentación tiene lugar mediante la traducción, y es que
en su mayoría las escuelas de arte lo que enseñan es arte contemporáneo, un
modo específico e histórico de trabajo artístico que posee tal plasticidad que
fácilmente tolera transformaciones disciplinares, sin la resistencia que caracterizaría
a otras disciplinas. Pensemos que las experimentaciones más radicales, las que
abrieron las puertas de lo esperable en el arte, pasaron hace 40 o 50 años. Hoy
todo es posible en el campo artístico, y esa afirmación con toda su amplitud
sigue quedando corta con respecto a lo que podemos esperar de una nueva obra.
Y mi
anterior afirmación no quiere decir que en el arte contemporáneo no hay cierto
rigor técnico, o que el “entrenamiento” estético de un artista no sea
importante, pero tenemos que saber enfrentar la actual crisis de enseñanza con
las herramientas que poseemos, más que simplemente inmovilizarnos frente a
escenarios que ni en nuestras peores pesadillas hubiésemos pedido (sí, me
refiero a Zoom y las evaluaciones online). Quizá esta coyuntura
sirva para pulir aquellos métodos que parecían totalmente perfectos e
irremplazables, pero que ahora vemos como imposibles de realizar. La búsqueda
de modos distintos de analizar un mismo fenómeno es aquello que las ciencias y
las artes tienen en común (eso es lo que sobrevivió de la era antes de la
modernidad, donde científicos y artistas eran bastante parecidos), por lo que
no habría motivo para no traducir lo que hacíamos.
Sin duda
alguna, el mundo del arte cambiará después de esta pandemia (como afirmó Jerry
Saltz en una reciente columna), y esto incluyendo el modo en que enseñamos arte;
pero el cambio nunca significa fin, solo transformación.
[Fuente: www.artishockrevista.com]
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