Colaboradores y seguidores del maestro mexicano y
defensor de Oaxaca recuerdan la solidaridad del artista.
Francisco Toledo era aficionado de los papalotes
o cometas con diseños políticos.
Escrito por Daniel Hernandez
En sus
últimos años, el maestro Francisco Toledo, que murió el jueves a los 79 años,
desarrolló una afición por las cometas.
Decoraba los
papalotes (como se les dice en México) con esténciles de saltamontes, tortugas y
camarones e impresiones de elefantes con monos y esqueletos, un
despliegue de la alegría que bullía bajo la superficie de una gran parte de su
trabajo y su vida.
Pero incluso en
sus estados más caprichosos, el arte de Toledo jamás estuvo demasiado alejado
de las causas sociales del momento. En diciembre de 2014, en su taller en
Oaxaca hizo una serie de cometas adornadas con los retratos de los 43, los 43
estudiantes de la escuela normal de Ayotzinapa desaparecidos supuestamente a
manos de fuerzas criminales y estatales en el estado de Guerrero ese año.
Los estudiantes
eran sobre todo jóvenes indígenas y sus desapariciones remecieron al país.
Toledo voló cometas en manifestaciones organizadas en honor de los estudiantes
y alentó a que otros hicieran lo mismo mientras los 43 siguieran desaparecidos.
“Uno
siempre pensaba que era de esas personas que iba a vivir para siempre, era una
voz tremenda para las artes en México”, dijo Pilar Pérez, una curadora
independiente y galerista que exhibió los papalotes de Toledo en la Oficina de Proyectos Culturales en Puerto Vallarta
en 2015.
Cuauhtémoc
Medina, curador principal del Museo de Arte Universitario Contemporáneo en
Ciudad de México, dijo el viernes en una entrevista que Toledo era “el
prototipo del artista activista para esta región del mundo”.
Hecho en Oaxaca
Toledo cultivó una imagen inofensiva: delgado,
barba blanca, piel bronceada y casi siempre vestido con pantalones y huaraches,
el mismo atuendo de trabajo de los hombres indígenas en Oaxaca.
Pero su presencia artística era ineludible en las
calles a menudo convulsas de Oaxaca de Juárez,
la ciudad capital del estado sureño de México. Era un defensor singular del
lugar y un producto del mismo.
Oaxaca es ferozmente política y en términos
culturales, distinta al resto del país. Es el lugar donde nacieron tanto el
general Porfirio Díaz, el dictador de la era dorada del orden y el progreso y
el gran presidente reformista del siglo XIX Benito Juárez, a quien a veces se
le describe como el Abraham Lincoln mexicano (Toledo le dijo una vez a Reuters,
la agencia de noticias, que su padre quería que él “fuera Benito Juárez”).
Francisco Benjamín López Toledo nació en 1940 y fue un
zapoteco istmeño que creció en parte en el vecino estado de Veracruz, donde
conoció muchos de los animales y mitos que poblarían su obra posterior.
Se mudó a la Ciudad de México para estudiar arte y luego volvió
a Oaxaca, donde abundarían los movimientos sociales: los indígenas oaxaqueños
se levantaban cotidianamente contra proyectos de desarrollo que, aseguran,
dañan o alteran su modo de vida.
Y ya fuera que luchara para frenar la construcción de
un McDonald’s en el centro histórico, o defendiera a mixtecos, mixes, triquis o
a su pueblo zapoteca, Toledo siempre estaba presente. Un obituario en uno de los principales medios
mexicanos lo llamó “el mayor defensor de Oaxaca”.
Los asistentes a los museos lo amaban por sus pinturas, grabados
y dibujos: fragmentos surreales y, al mismo tiempo, expresionistas de la vida
diaria en el campo oaxaqueño.
Su trabajo está impregnado con los ecos de los mitos chamánicos
y las antiguas historias mesoamericanas. Se inspiró de las influencias europeas
pero rara vez se desvió de Oaxaca, al transmitir la sensualidad y la riqueza
natural del estado.
“Predicó con el ejemplo”, dijo Odilia Romero, una organizadora
comunitaria e intérprete zapoteca en la comunidad oaxaqueña de Los Ángeles,
donde vive la mayor concentración de oaxaqueños en Estados Unidos.
“Puso muy en alto el nombre
de Oaxaca y de los pueblos indígenas de México en el mundo. Siempre fue
solidario", agregó.
El activismo de Toledo se extendió o a sus hijos
mayores, que incluyen al artista visual y del tatuaje Jerónimo “Dr.
Lakra” López Ramírez; a la artista y escritora Laureana Toledo; y a
Natalia Toledo, reconocida poeta que escribe en lengua zapoteca. Cada uno, a su
manera, ha ido madurando en su papel de defensores y embajadores de Oaxaca,
como su padre.
Su legado
Más allá de las calles y las galerías de los
museos, Toledo construyó en su hogar una robusta infraestructura artística que
empezó en 1972 con la inauguración de la Casa de la Cultura de Juchitán, fundada
con la poeta Elisa Ramírez. Después, su centro no oficial de filantropía se
convirtió en el Instituto de Artes Gráficas de Oaxaca (IAGO), un instituto y biblioteca que sigue
fomentando la obra de los jóvenes artistas y escritores indígenas en Oaxaca.
Desde la noche del jueves, dolientes y
simpatizantes se han estado congregando en
ese lugar, según los reportes locales. Llevan flores y regalos que le ayuden a
Toledo a llegar a su otra vida.
“Espero que muchos de nosotros podamos seguir sus
pasos”, dijo Romero. “Defendiendo nuestra tierra, acompañando en solidaridad a
las personas indígenas, especialmente en tiempos de extractivismo cuando están
llevándose nuestra tierra, nuestro mezcal, nuestra agua, nuestra ropa, nuestra
comida”.
Para Toledo, no olvidar las propias raíces parecía
sinónimo de actuar por el bien común, dijo Sandra de la Loza, una artista de
Los Ángeles y amiga de uno de sus hijos.
“Toledo era un hacedor, un
hacedor de obra artística que lidiaba con los reinos de la profunda memoria
histórica y la cosmología indígena”, dijo De la Loza. “Pero también es alguien
que tenía profundas raíces en un lugar. En su caso en Oaxaca”.
[Foto: Jorge Luis Plata/Reuters - fuente: www.nytimes.com]
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