Escrito por
ROMA
— La primera vez que oí decir que tantos males de la Argentina actual
le venían de sus orígenes italianos fue en una conferencia en Trento,
Alto Adige, Italia rica, hace tres años, y estuve a punto de indignarme y
contestar airado —pero no pude porque el que lo decía era yo—. Así que
tuve que poner cara de póquer y tratar de justificar mi afirmación;
desde entonces, he avanzado bastante.
Es
evidente que los argentinos somos tan italianos. Las pruebas abundan y
hay una —casi menor— que siempre me impresiona. Nos ha pasado a todos
los que alguna vez nos fuimos: caminar por una calle de una ciudad
cualquiera y darte vuelta al escuchar, de pronto, voces en tu lengua. Lo
he hecho mucho pero no hace tanto que, gracias a mi sordera creciente,
empecé a equivocarme —o a entender—: me doy vuelta para descubrir,
cuando escucho mejor, que lo que oigo no es argentino sino italiano
verdadero. La música es la misma; la letra cambia un poco, pero cada vez
me queda más claro que el idioma de los argentinos es un dialecto del
italiano que usa palabras españolas.
La
influencia italiana en la Argentina tiene lógica: entre 1870 y 1920
llegaron al puerto de Buenos Aires unos tres millones. Fueron casi dos
tercios de la inmigración total y su impacto en la cultura nacional fue
incomparable. La pizza, la pasta y la milanesa son las comidas
argentinas. Laburo o fiaca o pibe o gamba o mufa o birra son palabras de
los dos idiomas y el tango no habría existido sin el aporte de De Caro,
Manzi, Cadícamo, Discépolo, Magaldi, Troilo, D’Arienzo,
Merello, Piazzolla y tantos tanos más. Tampoco el deporte nacional sin
Fangio, Di Stéfano, Menotti, Bilardo, Bielsa, Bianchi, Batistuta,
Sabatini, Ginóbili, Locche, De Vicenzo, Cambiasso. Nuestras artes serían
tanto peores sin Spilimbergo, Soldi, Berni o Castagnino, nuestras
letras tanto mejores sin Ernesto Sabato. Se calcula que la mitad de los
argentinos vivos —argentinos vivos— tiene alguna sangre italiana en
algún sitio.
Italianos
y argentinos no solo se confunden al oído; también, fácilmente, a la
vista: nos parecemos tanto en la manera de movernos, de mostrarnos al
mundo. Y nuestra forma de hablar con las manos, y nuestro modo de
creernos más que lo que somos y convencer a otros, y nuestro uso
magistral de la promesa sin futuro, y nuestra habilidad para crear
espejismos con palabras y ese arte de la sociología de café que nos
permite intentar argumentos como este.
Pero
también, en el día a día, nuestras manera de insultar y de encomiar y
de tomarse cada discusión como si fuera a vida o muerte, y nuestra forma
de manejar un coche como otro modo de decir soy el más piola, y el
tesón con que seguimos modas —solo en Italia y Argentina he visto, por
ejemplo, tanto cuellito de la remera levantado—, y el culto de la convivialitá
o gran morfi con parientes y amigos y, por supuesto, las formas de
mirar los cuerpos de los otros y las otras. Los argentinos nos pasamos
todo el siglo pasado buscando qué nos diferenciaba de los demás sudacas;
ya es hora de que aceptemos que era Italia.
Y
en política: allí los símiles son más delicados pero Italia también es
un país que conoció tiempos mejores —tanto mejores que cualquier tiempo
argentino— y tiempos peores —tanto peores que cualquier tiempo
argentino— y ahora vive endeudada
porque endeudarse es otra forma de saber que a las promesas se las
lleva el viento, y entrampada en un caos que se toma por normalidad
hasta que, de tanto en tanto, los ciudadanos se cansan y buscan un
hombre fuerte, uno que viene a poner orden —pero eso, ahora, sucede en
casi todos lados—.
Y,
en la vida y la política, una coincidencia sobresale. Hay un concepto
que es la síntesis de la argentinidad: el chanta, la chantada. Es muy
difícil definir al chanta: sería, en español de España, un cantamañanas;
en castellano más amplio, un charlatán o vendehúmos. En síntesis,
alguien que te convence de cosas que no son y, sobre todo, de que él es
el que no es; alguien con gran destreza para aparentar y poco respeto
por la idea de coherencia o consecuencia. (Hay uno que los resume a
todos: su Chantidad el papa,
un señor argentino hijo de un italiano que vive rodeado de italianos y
habla en italiano y ha conseguido convencer a millones de que está
cambiando la institución más conservadora, más arcaica del mundo, y que,
mientras simula, sigue diciendo que la homosexualidad debe tratarse y que abortar es como contratar un sicario
y que representa a un dios que nació de una virgen; las mujeres, en su
organización, siguen siendo personal de servicio). Chanta, ese concepto
tan argentino, es italiano: viene del dialecto genovés, donde ciantapuffi significa “el que te mete un clavo, el que te clava” con una deuda, con cualquier estafa.
Es
una historia que ya lleva más de un siglo: cuando yo era chico, en
aquella Argentina próspera y orgullosa que se creía que el futuro era
suyo, muchos ricos y aspirantes a ricos consideraban a los italianos
como una casta levemente inferior, un poco despreciable. En esos años,
el adjetivo que solía seguir al sustantivo tano —italiano, en porteño— era bruto: un tano bruto. Eso se refería, sobre todo, a la primera generación de inmigrantes y, si acaso, a la segunda.
Entonces
los tanos pretenciosos se disimulaban, trataban de mimetizarse;
después, poco a poco, sus descendientes recuperaron el orgullo, y ahora
lo italiano se ha impuesto en la Argentina. No es solo que los
inquilinos de los dos puestos más importantes y más odiados del país, el
presidente de la República y el técnico de la selección, suenen
italianos —y que Mauricio Macri sea hijo de un romano—.
Lo italiano empezó a cambiar de signo cuando algunos inmigrantes o
hijos de inmigrantes se hicieron millonarios: Di Tella primero y Macri,
Rocca, Bulgheroni y Magnetto después llevaron la tanidad a los espacios
más excluyentes del poder.
Y
también a los símbolos. La Argentina siempre se distinguió por su
producción de caras para la sudadera universal. Es desproporcionada: su
presencia allí es mucho mayor que su peso en el mundo. Pero si en el
siglo pasado aportamos caras de apellidos hispanos —Eva Duarte, Ernesto
Guevara, Diego Maradona—, en lo que va de este nuestras contribuciones
sonaron a italiano: Messi y Bergoglio son los dos argentinos más
impresos.
Es
cierto: somos pura mezcla. De los españoles, se supone, heredamos
cierto desprecio altivo por las leyes —la convicción de que están hechas
para los demás— y el carácter solemne y levemente brusco; de sirios y
judíos, se supone, ciertas maneras de la astucia y de la voluntad; de
ingleses y alemanes, se supone, una apariencia de orden que es solo
rigidez; de los primeros pobladores, se supone, una paciencia que nunca
fue lo nuestro. Somos, de algún modo, todos ellos, pero los italianos se
ven más, pesan más, y su influencia ha crecido mucho en la Argentina
estas últimas décadas. Son las décadas que han visto a la Argentina caer
y caer, su sostenida decadencia, sus renuncios, sus promesas rotas. No
quiero argumentar que haya, allí, ninguna relación de causa a efecto:
jamás me permitiría por escrito tal chantada.
Sem comentários:
Enviar um comentário