Por Eduardo Galeano
El devastador Melgarejo ha caído. Ha huido de Bolivia, perseguido a pedradas
por los indios, y malvive su exilio en un cuartucho de los arrabales de Lima. Del
poder, no le queda más que el poncho color sangre. A su caballo, Holofernes, lo
mataron los indios y le cortaron las orejas.
Pasa las noches aullando ante la casa de los Sánchez. El lúgubre vozarrón de
Melgarejo hace temblar a Lima. Juana no abre la puerta.
Juana tenía dieciocho años cuando llegó a palacio. Melgarejo se encerró con
ella tres días y tres noches. Los de la escolta escucharon gritos, golpes, bufidos,
gemidos, ninguna palabra. Al cuarto día, Melgarejo emergió:
—¡La quiero tanto como a mi ejército!
La mesa de los banquetes se convirtió en altar. Al centro, entre cirios, Juana
reinaba desnuda. Ministros, obispos y generales rendían homenaje a la bella y caían
de rodillas cuando Melgarejo alzaba una llameante copa de coñac y cantaba versos
de devoción. Ella, de pie, de mármol, sin más ropa que su pelo, desviaba la mirada.
Y callaba. Juana callaba. Cuando Melgarejo salía en campaña militar, la
dejaba encerrada en un convento de La Paz. Volvía a palacio con ella en brazos y
ella callaba, mujer virgen cada noche, cada noche nacida para él. Nada dijo Juana
cuando Melgarejo arrancó a los indios las tierras de las comunidades y le regaló
ochenta propiedades y una provincia entera para su familia.
También ahora calla Juana. Trancada a cal y canto la puerta de su mansión de
Lima, no se muestra ni contesta los desesperados rugidos de Melgarejo. Ni siquiera
le dice:
—Nunca me tuviste. Yo no estaba allí.
Llora y brama Melgarejo, sus puños como truenos contra la puerta. En este
umbral, gritando el nombre de esta mujer, muere de dos balazos.
[In: Memoria del fuego, vol. 2: Las caras y las máscaras, Siglo XXI de España Editores, 1984]
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