terça-feira, 10 de julho de 2018

La fractura interna de estar entre dos mundos: así es ser hijo de inmigrantes chinos



Escrito por BORJA VENTURA

Justo debajo de casa hay un local de alimentación regentado por ciudadanos chinos que se conoce como el Bibedas porque durante mucho tiempo tuvieron un cartel luminoso con la palabra bebidas mal escrito.

Tiempo atrás lo llevaba una pareja joven, con dos hijas pequeñas, Estrella y Luna. Ambos vestían casi como si fueran a salir de fiesta a diario, con la manicura siempre perfecta ella y con zapatos de punta y chaqueta de vestir él.
Y ahí estuvieron, durante años, de nueve de la mañana a doce de la noche, momento en el que subían a su casa, en el tercero, una manzana más allá de la tienda, sin mucho tiempo para nada más.
Un día las niñas ya no estaban. Al preguntarles por ellas dijeron que se habían vuelto a China, que iban a ir al colegio allí. Aunque hablaban castellano perfectamente, nunca explicaron bien el motivo cuando se les preguntaba; si era porque querían que recibieran la educación de su país de origen o si era porque sencillamente su jornada laboral era incompatible con ellas. Y un día, meses después, también desaparecieron ellos.
En su lugar apareció otra pareja, también joven y algo más informal, también con una niña pequeña y con un español limitadísimo. Los vecinos les preguntaron por sus antecesores, extrañados como estaban de ver dos caras nuevas de un día para otro.
«Ya no están», se limitaban a decir sin más. «Eso será cosa del patrón que les lleve, que les moverá de lugar cada tanto para que no confraternicen con el barrio», dijo un anciano a otro en la puerta al salir. Tampoco les costó mucho integrarse, a su manera, en el barrio.
«He comprado seis cervezas y me han regalado otra. Nunca había visto a un chino hacer descuentos. Estos no durarán mucho ahí», dijo en otra ocasión otro parroquiano del local. Han pasado varios años y, de momento, no ha habido más cambios. Tampoco en los tópicos.
«Hay tres tipos de chinos en España. Primero los que solo vienen a estudiar y se quedan pocos años. Luego, la primera generación de inmigrantes. Después, la segunda generación. Los estudiantes solo vienen para poder sacarse un título, y es un grupo grande que no tiene necesidad de integrarse».
Lo explica una de ellas, Lluvia Cheng, estudiante de 25 años de Daqing, al noroeste del país, que vino para hacer un máster y cuatro años después prepara su doctorado. Está investigando precisamente la imagen de los ciudadanos chinos en España a través de los estereotipos en la prensa.
Por lo que ella cuenta quizá el estereotipo más extendido, el de la falta de integración, tenga algo más de cierto que de mito. Aunque la china es una de las comunidades de inmigrantes más numerosas en España, tiene unas particularidades de las que carecen otras: la primera es que llevan ya casi treinta años viniendo, en su mayoría desde una misma comarca (Qingtian, al sur del país), y la segunda es que pese a eso siguen siendo uno de los colectivos menos conocidos.
«Mis amigos me hacen un montón de preguntas. Es curioso porque, con tantos chinos como hay en Madrid, parece que la mayoría de los nativos no les conocen de nada», comenta. Y eso a pesar de que esa primera generación no ha dejado de crecer, pese al parón que supuso la crisis, hasta ser la cuarta nacionalidad extranjera con mayor presencia en nuestro país (tras la marroquí, la rumana y la británica).


En realidad Lluvia no se llama Lluvia –como Estrella y Luna tampoco se llamaban así–.
«Mi nombre real es Xiaoyu, que realmente significa rocío. Lo que pasa es que al principio no me salía la r, así que me puse Lluvia». Es una práctica común, lo de adaptar los nombres chinos al país que les acoge, a veces traduciéndolos, a veces poniéndose uno que les gusta. Lo hacen, explica, «para facilitar las cosas, porque nuestros nombres son difíciles de recordar».
«La primera generación llegó a España sin saber hablar nada de español, ni siquiera tenían residencia legal. Les costó mucho esfuerzo ganar dinero hasta poder montar sus propios negocios».
«Hasta hoy, cuando a pesar de que la mayoría de la segunda generación –sus hijos– domina el idioma, una gran parte de ellos siguen hablando solo lo suficiente para poder comprar y vender, porque realmente no necesitan hablar español perfectamente. Las personas que solo saben decir ‘hola’ también viven bien, a su manera», explica. «La primera generación ya está acostumbrada a la vida que estaba viviendo, además de que se juntan con sus amigos chinos, por lo que tampoco necesitan integrarse».
Lluvia Cheng
Lluvia Cheng
«La segunda generación es lo que me interesa, porque nacieron o vinieron cuando eran niños a España», señala, destacando sus características diferenciales:
«Dominan muy bien el idioma, comen en el horario de los españoles, van a las discotecas como los jóvenes españoles… pero tampoco se integran mucho. Por eso son ‘chiñoles’, no son chinos ni españoles. Y eso tiene que ver con su familia, porque son hijos de la primera generación, los que son más cerrados».
Pero en este caso, ese aislamiento no es cosa de ellos. «Nosotros, los que venimos a estudiar, no nos integramos con la segunda generación: van ellos por un lado y nosotros por otro, aunque genéticamente seamos todos chinos», confiesa.
«Me relaciono más con los españoles. Mis amigos o son chinos que vienen a estudiar, o son españoles. Curiosamente no tengo ni un amigo chiñol. Y no es un caso particular; la mayoría de mis amigos chinos tampoco se relaciona fácilmente con esa segunda generación».
Esa contradicción es la que Susana Ye, una periodista de 26 años que se define como «alicanchina», intentó explicar en un documental que abordó como último proyecto de su carrera universitaria.
Lo llamó precisamente Chiñoles y bananas, en referencia a ese sentimiento de ser «amarillos por fuera y blancos por dentro» que afecta a toda esa segunda generación. «El documental nace de tener que articular mi propia experiencia», asegura, intentando «abordar con respeto, honestidad y mimo a sus protagonistas, sin demonizarlos ni santificarlos: son personas, son jóvenes y están aprendiendo a sentirse a gusto en su piel sin referente alguno».
El retrato que hace de ellos es especialmente duro, porque les presenta como personas que se enfrentan a dos dificultades importantes: la externa, que es la extrañeza de su entorno español porque les ven distintos físicamente a como ellos se identifican; y la interna, que es la lucha con su familia –en su mayoría tradicionales y poco integrados– justamente por querer llevar una vida como la de sus compañeros.

Hay algunas caras reconocibles en ese colectivo, como la andaluchina Quan Zhou, una diseñadora conocida por su Gazpacho agridulce, o el taiwanés Chenta Tsai, aka PutoChinoMaricón, un ecléctico artista que une a la lucha de sus semejantes el componente de ser homosexual. Otros, como Susana Ye Sun y su Arroz con jamón, retratan a través de la gastronomía esa dualidad. En general, es un colectivo que se siente ambas cosas a la vez, al tiempo que en muchos casos tiene que pelear en varios frentes.
«Tener un físico de un sitio y la mentalidad de otro es muy duro», explica Ye. «Y que sientas que el modo de expresar que te quieren es estar ausente es muy duro, sobre todo si lo contrapones a que los otros modelos familiares, las otras infancias, son la antítesis de lo que tú vives en tu casa. Nos ha costado mucho a todos los primeros chinos criados en España hacer equilibrios con todo esto», confiesa.
En general, a pesar del tiempo juntos y de las crecientes relaciones comerciales y sociales entre ambos países, la falta de conocimiento mutuo sigue siendo recurrente. Uno de los grandes problemas, al hilo de la investigación de Cheng, es cómo retratamos a esa población, en muchos casos alimentando estereotipos o exotizándoles.
Es el caso del tratamiento de la historia de Li, un guardia civil chino, o de caricaturas humorísticas, como la de Yibing Cao en El Hormiguero. Incluso a la hora de intentar desterrar mitos, como el del todo a cien, se usan ese mismo tipo de recursos.


Preguntada por los estereotipos, Ye considera que se da cierta mezcla de verdades y mitos, con parte de verdad y parte de invención, «lo cual es el peor combo de todos porque es más fácil colar lo que no dejan de ser hechos falsos».
Niega algunos de los más típicos, como lo de la supuesta espiritualidad, o que solo utilicen comercios regentados por chinos, y matiza otros: «Es cierto que hay un espíritu emprendedor y negociante, pero también una tendencia a la ineficiencia extrema y al caos muy propia de Asia en general», comenta. Bajo su visión, la comunidad china opera como cualquier otra, con sus costumbres y limitaciones, con sus ventajas y su propio celo.
«Los chinos tienen sus propios prejuicios sobre otras comunidades y tienen sus propios complejos como el de nuevos ricos: las cosas de marca para mostrar que has mejorado tu estatus, el capitalismo feroz. Y sí, los chinos suelen ser listos pero regidos por métodos de memoria y de rutina, ya que no se fomenta la inventiva en el sistema educativo chino», resume.
La historia de Ye arranca antes de que ella naciera, cuando sus padres se vinieron a España, allá por los ochenta, después de que su abuelo se lo recomendara a su madre. «Mi abuelo fue a Badalona y vio que había prosperidad». Llegaron, cómo no, de Qingtian, pero su historia es algo distinta a la de las tensiones que otros chiñoles cuentan.
«Mis padres se conocieron en el restaurante de mis abuelos. Se casaron. Me tuvieron a mí y a mi hermano pequeño, con el que me llevo dos años. Y han ido escalando pasando por todos, absolutamente todos, los escalones hasta tener una casa propia, un coche y un negocio que se mantiene a base de echar horas y del ingenio de mi madre», cuenta.
Como el caso de Lluvia, Susana no se llama Susana. «Pero me siento Susana», explica, y prefiere no compartir su nombre de nacimiento.
«No es una traducción, sino que directamente se me colocó por una vecina. Yo bromeo con que menos mal que no era Amparo o Consuelo… porque Susana me encanta, con sus vocales abiertas. Es suave. Pero ser Amparo casi que mejor evitarlo. Se hizo por lo de siempre: el nombre chino es raro, el nombre chino no se recuerda, adoptar lo del sitio al que llegas granjea simpatía. Y sobre todo, acerca».
«El nombre, en ese corto plazo, creo que fue una estrategia tan natural como astuta. Un chino coge sus escasos recursos y los maximiza. Un chino coge un nombre y lo convierte en un puente social. Y en mi caso, mi nombre ejemplifica mi españolización hasta el punto de que mis propios padres, no estando yo, hablan de mí como Susana».
Susana Ye
Susana Ye
La españolización, en su caso, vino de cierto sentimiento de rechazo a las raíces de su familia. «He crecido en sitios aislados de comunidades chinas», comenta. Y explica que, en cierto modo, tiene dos familias, una china y una española.
«Mis padres chinos se volcaron en el trabajo. Eso y que yo he pasado mi propio proceso de identidad ha hecho que perdiera el chino como idioma, que no comprendiera que podía aunar y sumar todo. No viajé a China hasta hace cuatro años, y no fue hasta el año pasado cuando mi visión sobre China viró del desagrado y la incomodidad a la fascinación», explica.
«Ver China por mi cuenta, viajando sola, me hizo percatarme de que a esas alturas de mi vida me castigaba más yo misma por haber perdido lazos con mi país de origen que la propia comunidad, y que era libre de hacer lo que quisiera. Pero también me di cuenta de que soy demasiado occidental, demasiado española y demasiado apegada a los pequeños detalles que hacen de España mi hogar». De nuevo, el enclave entre dos mundos.
«Si los hijos nos juntáramos más con chinos, seríamos ese ancla que justifica el estar en España, que todo ha tenido sentido; que no están en China, pero sienten que aquí también está su hogar. No solo físico, también de lazos, de crecer, de consolidar los vínculos con unos hijos que saben que han crecido como españoles», reflexiona acerca de la familia.
«Pero, por lo general, los chinos presionan de manera más elegante que violenta o brusca sobre ello. No imponen, no gritan, no te van a desheredar o a echar de casa si te sienten muy española. Pero sí está esa sensación de distancia, de cierta pena, de conformismo. Y es cierto que, ahora ya más mayor, algo se pierde. La posibilidad de reconectar, de tener el idioma, se difumina aún más».
[Fuente: www.yorokobu.es]

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