Escrito por Claudio Ferrufino-Coqueugniot
La llegada de mi esposa de Amsterdam hace unos días me obliga a escribir un texto sobre algo alrededor de lo cual giramos todos: comida.
Dice circunspecta que lo "único" que me trajo de Holanda fueron cosas de comer. Respondo que ya que no me puede traer un cuadro de Johannes Vermeer o, en su defecto, uno de Gerard ter Borch, está bien, que lo aceptaré. Sabe que para mí un buen plato es igual que un buen cuadro y que los artesanos culinarios de Leiden eran tan buenos como sus pintores. Son dos expresiones de arte cuya única diferencia radica en su (in)temporalidad.
Recuerdo que lo que más esperábamos de las visitas de las hermanas de mi madre, de la Argentina, era que, apenas se abrían esas cajas ya desvencijadas por el viaje, salían hormas enteras de parmesano fresco y jugoso, salames Milán, grandes y rosados, picado fino, salamines napolitanos de picado mayor y más especias, alfajores Havana recubiertos de chocolate, alfajores cordobeses, pequeños y espolvoreados de azúcar impalpable y rellenos de fruta. Alguna vez un provolone, en trozos cilíndricos; siempre un Roquefort, mejor que cualquier Roquefort de Francia, frutas secas y variedad de dulces y mermeladas que hicieron de la infancia un paraíso de sabor. Jamón crudo, o jamón serrano como le dicen los argentinos, de aquellos que en los mercados de abasto cuelgan en piernas completas protegidas de tela burda y que hay que comer utilizando filosísimos cuchillos para el corte, porque la delicadeza está en la delgadez de la carne... y en su longitud.
Ligia también abre los bolsones que de Amsterdam llegaron a Denver con un intervalo en la bella Atlanta del sur. Sus regalos: un embutido que al abrirlo consideré sorpresatta y que en realidad era, para mi ensueño, salchichón casero del auténtico Jaén. Y un queso -su recuerdo de siempre para mí de los Países Bajos-. La vez anterior fue un maravilloso "Old Amsterdam", de gusto y textura igual o superior a cualquier asiago, romano, reggiano o parmesano, entre los quesos "duros". Ahora trae un boeren, boeren kass, producto de los polders de los alrededores de Leiden, con un porcentaje de materia grasa entre el 30 y el 40%. Comerlo y amar su delicioso sabor nacido de centurias de experimentación y maestría. En el momento preciso de tragarlo hay un resabio, un dejo, de "algo" que no es lácteo y consigo saber -leyendo- que resulta porque en el proceso del boeren se le añaden semillas de comino. Siendo el comino una de mis sazones predilectas, y el queso a no dudarlo, esa extraña combinación asombra y predice que en la mixtura sabia de los sabores, igual que en los colores de las telas, descansa la maravilla del misterio.
En la soledad de la mañana, mientras otros trabajan y estudian, preparo mi ser andino en un rito de absolución mediante la comida. Nada mejor que traer a este crudo invierno de las Montañas Rocosas el delirio del Mediterráneo, con un toque -dado por el boeren- de las frígidas aguas del Mar del Norte. En la mesa de la cocina, alta y amplia suficientemente para albergar una enjundia de gustos, despacho el chorizo andaluz, mientras acompaño un vino tinto, mitad merlot mitad cabernet, con aceitunas verdes rellenas de anchoas que me trajeron las dos hijas como regalo de Navidad.
Diría, recordando la tierra lejana y su verbo, que el Niño Dios -en quien no creo- llegó con olores fuertes de cocina y que el Nuevo Año se nutrió de efluvios esplendentes de las tierras bajas al otro lado del mar. Ya la mesa presentaba restos de gorgonzola en pan francés y las sardinas gallegas de algún lugar de Pontevedra brillaban a medias en su aceite olivar.
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[Publicado en Brújula (El Deber/Santa Cruz), enero, 2008 - foto: Horma de un cáscara negra mendocino - reproducido en lecoqenfer.blogspot.com]
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