quarta-feira, 9 de agosto de 2017

PHILIP GLASS - Anécdotas a golpe de tecla

“Palabras sin música. Memorias” (“Words Without Music. A Memoir”, 2015; Malpaso, 2017) es la autobiografía 
de Philip Glass, uno de los compositores más influyentes de finales del siglo XX. En este libro recuerda algunos de 
los momentos más interesantes de su vida y su carrera. Como ejemplo, este fragmento del capítulo titulado “Chicago”, donde reconoce no haber sido consciente en su día de cómo el jazz había influido en su música. 

Las memorias de un maestro.
El sonido de la música culta centroeuropea, especialmente de la música de cámara, fue una parte sólida de mí desde bien pequeño, aunque quizá no audible en mi música hasta casi cinco décadas más tarde, cuando empecé a componer sonatas y piezas de cuerda sin acompañamiento, así como bastante música para piano. Aunque compuse algunos cuartetos de cuerda para el Kronos Quartet, además de algunas sinfonías, esas obras escritas a mis 40, 50 y 60 años no estaban muy conectadas con el pasado. Es ahora, ya superados los 70, cuando mi música sí lo está. Es curioso que haya sucedido de ese modo, pero así es. 

También pasó mucho tiempo antes de ser consciente de cómo el jazz había influido en mi música. Debido a que su forma es fundamentalmente improvisada, no la asocié en absoluto con mi música. Hace bien poco, al reflexionar sobre mi propia relación con el jazz, me sorprendió lo que descubrí. En los últimos años, Linda Brumbach y su compañía Pomegranate Arts montaron una nueva producción de “Einstein On The Beach”. Como partes de la música de “Einstein” habían formado parte del repertorio de mi grupo durante años, yo me había centrado fundamentalmente en su interpretación. Solo recientemente, al escuchar algunas grabaciones tempranas de la música del “Train”, perteneciente al acto primero, escena primera, me encontré de repente escuchando algo que se me había pasado por alto durante casi cuarenta años. Una parte de la música estaba casi pidiendo a gritos que la reconociera. Me puse a buscar en mi discoteca y me topé con la música de Lennie Tristano. La conocía muy bien, procedía de mis primeros años de audiciones con Jerry. En ese momento, de hecho, recordé que, al llegar a Nueva York, no sé cómo había conseguido el teléfono de Tristano y que lo había llamado. Estaba en una cabina telefónica en el Upper West Side cerca de Juilliard y para mi total sorpresa fue el propio Tristano quien contestó. 

–Señor Tristano, mi nombre es Philip Glass –logré decir–. Soy un joven compositor. He venido a Nueva York para estudiar y conozco su trabajo. ¿Habría alguna posibilidad de que pudiera estudiar con usted? 
–¿Toca usted jazz? 
–No. 
–¿Toca usted el piano? 
–Un poco. De hecho, he venido a estudiar en Juilliard, pero me gusta su música y querría estar en contacto con usted. 
–Bueno –me dijo–. Gracias por llamarme, pero no veo qué podría hacer yo por usted. 
Se mostró muy amable, casi tierno, y me deseó buena suerte. 

Y, de pronto, cincuenta años más tarde, escuchando de nuevo la música de Tristano, descubrí lo que estaba buscando. Dos cortes: el primero, “Line Up”, y el segundo, “East Thirty-Second Street”. Estuve escuchándolos y allí estaba. Desde luego, las notas no eran las mismas. Mucha gente probablemente no habría escuchado lo que yo, pero la energía, la “sensación” y, yo diría, la “intención” de la música estaban total y exactamente capturadas en el “Train”. No suena como él, pero comparte la idea de propulsión, la seguridad y el impulso. Hay un punto de deportividad, una despreocupación, un “me da igual si los escuchas o no, pero aquí está”. 

Se trataba de una improvisación de Tristano con una sola mano; para mí, uno de sus logros más impresionantes. Debía grabar despacio un flujo de semicorcheas, para después acelerar las cintas, lo que aportaba a la música un tremendo optimismo y una energía electrizante completamente única. Una vez que se escucha ese hilo conductor de notas de piano, uno sabe quién está tocando. No sé si alguna vez Tristano llegó a ser muy conocido. Yo lo conocía bien porque di con sus discos y, al escucharlos, llegué a admirarlo. Nunca llegué a escucharlo en directo y no creo que mucha gente tuviera la oportunidad de hacerlo. Puede que fuera considerado un maestro entre algunos músicos de jazz y, desde luego, sí lo fue para mí. Murió en 1978, pero perdura como un icono dentro del mundo del jazz, aunque continúa siendo un gran desconocido. A pesar de ello, Tristano fue sin duda un maestro.


“Para mí la música siempre ha estado relacionada con la tradición.
El pasado se reinventa y se transforma en futuro, pero la tradición lo es todo”.

Al echar la vista atrás, constato también la enorme influencia que supuso para mí la fuerza bruta del bebop. Me interesaba, sobre todo, ese tipo de impulso, esa fuerza vital que había en la música misma. Y era eso lo que percibía en la música de John Coltrane y Bud Powell, así como en Tristano; eso era lo que percibía en Jackie McLean, algo que seguía y seguía, también en Charlie Parker. Me refiero a una corriente de energía que parecía imparable, una fuerza de la naturaleza. 

Y ahí era donde yo sabía que quería estar. Esa corriente de energía fue una fuente importante para la música que compuse a finales de los sesenta, en concreto en “Music In Fifths”, “Music In Contrary Motion”, “Music In Similar Motion” y en “Music In Twelve Parts”. Sin duda, la inspiración para uno de los temas principales de “Einstein” proviene del trabajo de piano de Tristano. A veces escucho que, a la hora de describir una obra, se usan términos como “original” o “rompedora”, pero mi experiencia es bastante distinta. Para mí la música siempre ha estado relacionada con la tradición. El pasado se reinventa y se transforma en futuro, pero la tradición lo es todo. 

En este sentido, recuerdo algo que me dijo Moondog, poeta ciego y músico callejero, extremadamente excéntrico y muy talentoso, que a finales de los setenta vivió durante un año en mi casa en la calle 23 Oeste. 

–Philip –me dijo–. Yo trato de seguir los pasos de Beethoven y Bach. Pero ellos son tan grandes y sus pasos son tan largos que es como si fuera dando saltos tras ellos. 

Durante mi primer año en Chicago empecé seriamente a practicar con el piano. Había trabado amistad con Marcus Raskin, un compañero de clase unos años mayor que yo, un joven muy brillante que había estado estudiando piano en Juilliard. Había abandonado el proyecto de seguir una carrera en la música y estaba entonces en la universidad estudiando derecho (con el tiempo, se convertiría en uno de los fundadores del Instituto de Estudios Políticos de Washington). Cuando lo conocí, todavía era un pianista bastante bueno y conocía tanto el repertorio clásico como la música de vanguardia. Interpretaba la “Sonata para piano Op. 1” de Alban Berg y me ayudó a familiarizarme con el mundo de la música moderna, la escuela de Schönberg, Webern y Berg. Por aquel entonces la llamábamos música de doce tonos. Más tarde se la llamó música dodecafónica, pero doce tonos era probablemente un término más ajustado porque respondía a la teoría musical de Schönberg, según la cual había que repetir cada uno de los doce tonos antes de volver a usar nuevamente un tono concreto, con el objetivo de crear determinada igualdad de centro tonal, de modo que ninguna melodía pudiera pertenecer a una sola tonalidad. 

Le pedí a Marcus que me ayudara con el piano y se convirtió en mi profesor. Con él me inicié en la auténtica técnica pianística y se tomó muy en serio mis progresos. Como he dicho, la universidad no me sirvió de gran ayuda a la hora de desarrollar mis intereses musicales. Había un pequeño departamento de música dirigido por un musicólogo llamado Grosvenor Cooper, con el que me reuní en diversas ocasiones y que me animaba hasta cierto punto, pero no había allí nada interesante para mí. Por aquel entonces los musicólogos se dedicaban al estudio del barroco y el romanticismo, pero no estaban preparados ni interesados en enseñar composición. 

Mi pasión por el piano empezó a una edad tan temprana que ni siquiera recuerdo con exactitud cuándo fue. De niño, cuando no estaba tocando la flauta, a menudo me ponía al piano de media cola de casa. Al volver de la escuela, me iba derecho al piano. Pero mi auténtica técnica pianística empezó con Marcus, quien me enseñó a hacer escalas y ejercicios y me instaba a tocar a Bach. Más tarde, estudiando en París con Boulanger, la música para teclado de Bach se convirtió en mi programa, pero en aquellos años de 1952 y 1953 fue Marcus quien me facilitó un buen modo de empezar, por lo que siempre le estaré agradecido. 

El plan de estudio del primer ciclo universitario fue una gran aventura, tanto como también lo fueron mis compañeros de clase. Aunque la mayoría eran un poco mayores que yo, nunca lo noté demasiado; tampoco me trataron de una manera muy diferente. No pasó mucho tiempo antes de que empezara a tomar café y a fumar un poco. En la Universidad de Chicago la vida social no giraba alrededor de las asociaciones estudiantiles; de hecho, apenas me percaté de su existencia. Mis centros sociales eran la biblioteca Harper, la cafetería principal del Quadrangles, diversos cines (incluido el ya mencionado de Hyde Park) y algunos restaurantes. 

La cafetería estaba abierta desde por la mañana hasta el final de la tarde y siempre había gente entre clase y clase. Yo siempre me acercaba a ver a mis amigos. Mi residencia estaba a unas pocas manzanas, pero no solía volver allí porque había que cruzar el Midway, un parque de dos manzanas de ancho con calles internas que por la noche podía ser peligroso. Se podía ver a estudiantes que, por miedo, iban a la universidad con bates de béisbol. A mí nunca me pasó nada, pero aprendí a ser prudente.  


[Fuente: www.rockdelux.com]


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