quinta-feira, 3 de novembro de 2016

Bob Dylan

El famoso Premio Nobel rechazado ¿fue para Bob Dylan o un reconocimiento a la cultura pop norteamericana en su conjunto? Con este texto, Fernando García inicia una serie de artículos dedicados a su figura dentro del informe U.S.A.




Escrito por Fernando García
What's great about this country is that America started a tradition where the richest consumers buy essentially the same things as the poorest. You can be watching TV and see Coca-Cola, and you know that the President drinks Coke, Liz Taylor drinks Coca-Cola, and you think you can also drink Coca-Cola. A queue is a queue, and no money in the world can you find a better deal than the one drinking the beggar on the corner tail. All the lines are the same and all queues are good. Liz Taylor knows it, the President knows it, the beggar knows, and you know it.
(Lo que es genial de este país es que América ha iniciado una tradición en la que los consumidores más ricos compran esencialmente las mismas cosas que los más pobres. Puedes estar viendo la tele y ver la Coca-Cola, y sabes que el presidente bebe Coca-Cola, Liz Taylor bebe Coca-Cola, y piensas que tú también puedes beber Coca-Cola. Una cola es una cola, y ningún dinero del mundo puede hacer que encuentres una cola mejor que la que está bebiéndose el mendigo de la esquina. Todas las colas son la misma y todas las colas son buenas. Liz Taylor lo sabe, el presidente lo sabe, el mendigo lo sabe, y tú lo sabes.) 
Andy Warhol, Filosofía de A a B y de B a A, 1975

Un día se dijo que Bob Dylan había ganado el Nobel y al otro día que lo habría rechazado. Y entre la incesante catarata de noticias, editoriales, columnas de opinión, debates, comments, tweets, posteos de Facebook (tal la jerarquía vertical de producción de texto hoy) discutiendo el premio, razonando a favor y en contra, se perdió de vista un movimiento singularmente mayor. 
Veamos, pues. Las razones de la Academia sueca que tuvieron en cuenta, palabras más palabras menos, “el aporte poético de Dylan a la tradición de la gran canción norteamericana” se parecieron a esas frases amorosas que se escriben en la arena para ser contempladas a la distancia. Nada que algo mayor, como la súbita llegada del mar no pudiera borrar. Lo imborrable, además de los discos; las horas de escucha solitarias en cualquier rincón del mundo y la consecuente avalancha de cantautores con algo-importante-para-decir (léase: mensaje); las inmaculadas fotografías en blanco y negro; las versiones soft, hard y demás, reside en lo simbólico. El mentado “aporte poético de Dylan a la tradición de la gran canción norteamericana” es menor frente a lo que Bob Dylan, a los 75 años, grabando versiones goyenechescas de preciosos standards de Sinatra, girando en loop por el mundo con un repertorio propio deformado hasta lo irreconocible, terminó por simbolizar. 
Como los textos de Héctor Libertella destinados a la perpetua reescritura (y el eco de Aira escribiendo siempre el mismo libro pero no), aquella fantástica reflexión de Andy Warhol debiera poder reactualizarse conforme avanza la historia. El nobelesco (tres intentos fallidos y un último acierto para que el corrector no rechace este neologismo) aporte poético de Dylan a la gran tradición de la canción norteamericana ha sido justamente hacer entrar a la música popular en esa máquina fantástica de consumo democrático que Warhol describe. Dylan absorbió y proyectó todas las tradiciones posibles del canto plebeyo de los Estados Unidos, pero su aporte mayor, lo que llamamos antes simbólico, reside en que su nombre hoy pueda sumarse a la Coca Cola, el jean, el arte pop y así hasta Facebook, con su exitoso simulacro de comunicación horizontal donde algunos podrán destacarse pagando, pero básicamente todos pueden estar y verse de la misma manera. Visto así, Bob Dylan vendría a ser el nombre de un dispositivo más en esa cadena. Obra del largamente olvidado Robert Zimmermann, nacido en Duluth, Minnesota. 
Dylan es América y América es esencialmente la conquista de los placeres de la cultura por las masas. Y entonces, rewind, volviendo la cinta toda para atrás rápido, lo que el Nobel premió no fue exactamente a Dylan sino a la pop culture (dicho con entonación de la escuela de Birmingham) toda, unos sesenta o setenta años después de su irrupción como fenómeno tardío de la modernidad occidental. Y quizás por eso -pero “Bob es muy discreto y no dice nada” (1)- Dylan sintió que el premio no era suyo, que no le correspondía. Porque al enfocarse en su figura huidiza, enigmática, el Nobel (más que nunca) se corrió de la construcción cultural europea (con París languideciendo ad eternum como centro simbólico de la literatura) para felicitar en toda la línea a la amada y odiada Amérika por primera vez en sus 115 años. Y esto es lo que es más difícil de borrar.
Si lo medimos en términos estrictamente literarios este premio también es, a la larga, para “América”, no el territorio ni el concepto sino el extenso texto con el que Allen Ginsberg torció el rumbo de la poética contemporánea. Traducido al castellano por primera vez en Buenos Aires por Miguel Grinberg para la revista Eco Contemporáneo en 1961 (Leandro Katz ya había traducido “Aullido” para Airón, otra revista literaria porteña en 1959), el poema de Ginsberg encierra la paradoja de ser antisistema y profundamente norteamericano a la vez (¿una enmienda contracultural a la Constitución de 1787?) y de esa paradoja Bob Dylan hizo un estilo y un molde, un template, para que cualquiera sacudiera, con mejores o peores resultados, sus miedos e insatisfacciones. 
Dylan entendió muy pronto y mejor que nadie que “América” podía deconstruirse en un cancionero y que la épica de “On the Road” (Jack Kerouac) solo sobreviviría si se creaba un personaje a su medida por fuera del libro: de esa manera Dylan insertó a los dos hitos mayores de la literatura estadounidense de la posguerra en el tejido sensible del fenómeno pop. Fue en ese acto revelador que se sacó rápidamente la máscara de cantor de protesta (el modelo del folk singer que lo precedía en la ruta del midwest al Greenwich Village) para asumirse como la definitiva Pop-Testa, la conciencia de su tiempo que podía hacer converger la narrativa de la nueva América en canciones de tres, cuatro, cinco minutos. O mejor: hacer que su cancionero fuera la extensión de esa narrativa. El proto-videoclip (porque no existía tal cosa entonces) de “Subterranean Homesick Blues” (1965) lo deja todo muy claro. El joven Bob deja caer en primer plano carteles con palabras sueltas que forman parte del texto de la canción (algo que está más allá de la letra de una canción y más acá de la prosa) mientras que en un segundo plano del callejón (alley) donde transcurre la escena vemos a Allen Ginsberg de charla con alguien más hasta que hacia el final de la canción ( y del texto), el beatnik con traza de profeta directamente cruza distraído por frente a la cámara. Después de ser un monje shaolin de los beats, Dylan era capaz de transformar a Ginsberg en un personaje de sus canciones.
Del mismo modo, los años le terminaron dando a la sombra de Dylan, viejo huraño que carraspea la memoria de su voz y que sorprende con una seguidilla asombrosa de discos crepusculares (de “Time Out of mind”, 1997, a “Tempest”, 2012), espesor literario. Ya no se trata del volumen de su contribución a la poética sino de que su silueta de cowboy mafioso (chequear la foto interior de “Shadows in the night”) lo ha insertado en “On the road” post scriptum.   
Dylan puede ser más complejo que Elvis o Michael Jackson (esas otras encarnaciones pop de América) pero, volviendo al razonamiento de Warhol, su plataforma de lanzamiento es mucho más democrática. Para empezar, su voz nasal e incómoda liberó de culpa a todas las voces feas y desgraciadas del universo. Así, Dylan no está por encima de ningún cantante sino más bien todo lo contrario. Pensemos luego en la armónica, el timbre que se volvió la firma de su sonido en el imaginario pop. ¿Toca la armónica Dylan o eso de “Blowin’ in the wind” es la perfecta descripción de lo que hace con el instrumento portátil? En el lúdico “Rock Lists”, el historiador y crítico Greil Marcus lista a los veinte armoniquistas (es la última palabra que usaría para describir a Dylan) más importantes de la historia del rock. ¿Quieren saber que puesto ocupa el nuevo Nobel? El último, pues. Detrás de Jagger, de Lennon, de cualquiera que usara la armónica en los 60 y los 70 para insuflarle blues negro a la canción beat y, después, pop.
Esa alquimia entre la radicalidad de los poetas beat, la tradición de la música folk y el hecho pop hizo de las canciones de Dylan un texto a ser inmediatamente reinterpretado en las manos y voces de otros. En el repertorio dylaniano de The Byrds, claro, que expuso en rotunda forma de canto aquello que en Dylan transitaba un limbo entre lo dicho y lo escrito. De forma indirecta en el Rubber Soul de Los Beatles, obra con menos laureles críticos que Sargeant Pepper o Revolver pero de inagotable brillo, y en el “Hey Joe” de Jimi Hendrix, donde para abordar un standard de autoría borrosa, el guitarrista hace propia la entonación de Dylan en “Like a Rolling Stone”. Y, al fin, en innumerables versiones que hacían más amable; más rocker; más estrictamente pop el texto dylaniano. De los hits suaves y virtuosos de Peter, Paul & Mary (un intento puritano por retener a Dylan en el folk) a los discos simples de los grupos de garaje perdidos a lo largo de los Estados Unidos y de las ensoñaciones barrocas de Scott Walker a “Knockin’ on heaven’s door” volviendo como balada denim & leather (jeans y cuero) en los 90 con los caprichosos Guns N’ Roses.
Para quedar del lado integrado (en las tan útiles categorías de Eco) con la decisión de la academia sueca, varios intelectuales (Rushdie, Sergio Ramírez, Juan Villoro) ensayaron la justificación de la cultura clásica. Dylan como una encarnación contemporánea del bardo medieval o, más lejos todavía, un aeda griego de botas texanas que devolvió la poesía a su origen cantado. Pero eso sería no considerarlo en su propia dimensión, tenerlo a raya de su inmanente carácter pop. Y lo que el Nobel, más allá de su intención, quiso premiar fue esta creación de Robert Zimmermann que inventó un espacio entre el libro y el disco; entre la palabra escrita y lo soplado en el viento; entre lo culto y lo plebeyo. 
Con Dylan, la Academia abrazó al fin al fenómeno Pop y quien sabe si en este abrazo no esté marcando el comienzo de su fin.   


1.Fragmento de “Elvis está vivo”, Andrés Calamaro, 1997.

[Fuente: www.informeescaleno.com.ar]

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