sexta-feira, 6 de fevereiro de 2015

Yo soy judío


Por Álvaro Otero
Era la mañana del 27 de enero de 1945, hace ahora setenta años, cuando una avanzadilla de soldados del Ejército Rojo pertenecientes al Primer Frente Ucraniano, vestidos con trajes de camuflaje blancos, cruzaba el umbral de lo que parecía ser un enorme campo de concentración ubicado a las afueras de la localidad de Óswięcim, en la Alta Silesia polaca. Resultó que era mucho más que un campo de concentración. Acababan de descubrir el infierno de Auschwitz, una de las cumbres del horror humano.  
Los oficiales y guardias del campo habían huido, dejando abandonados a su suerte a unos pocos miles de prisioneros, tan debilitados y enfermos que ni siquiera habían intentado huir. Entre ellos, un joven químico italiano que gracias a su formación había salvado el pellejo trabajando en lo que se conocía como Auschwitz III o Monowitz, donde la empresa I.G. Farben, un enorme conglomerado industrial integrado entre otras por Bayer, Agfa y Basf, había intentado sin éxito producir caucho sintético a gran escala utilizando la fuerza esclava de los presos. Ese joven era Primo Levi, quien en su célebre Si esto es un hombre cuenta que se topó con los rusos mientras él y otro prisionero transportaban el cadáver de un compañero muerto. “Pesaba muy poco –escribió, con dramático laconismo-. Volcamos la camilla en la nieve gris”. 
Por esos días, Vasili Grossman, empotrado en la vanguardia del Ejército Rojo, se convertiría en el primer periodista en entrar y escribir sobre el campo de extermino de Treblinka, unos 200 km al nordeste de Varsovia, y gracias a su espeluznante reportaje, y a los testimonios de los supervivientes que vendrían después, el mundo asistiría a una sucesión de crónicas y relatos que setenta años después siguen estremeciéndonos y haciendo que nos preguntemos: “¿Cómo pudo ser posible”? 
Es una pregunta difícil de responder. La historia funciona como los accidentes de avión: nunca se explica por una sola causa, sino por la concatenación nefasta y azarosa de un buen puñado de ellas. Así, con el exterminio casi consumado de los judíos europeos, donde lo inquietante no es tanto el alcance de aquel drama como el hecho de que las bases ideológicas y culturales que lo propiciaron sigan vivas y vigentes en amplios sectores de la población mundial. 
Hace unas semanas, tras los asesinatos del semanario Charlie Hebdo y del supermercado kosher de París, la frase Je suis Charlie se convirtió en santo y seña de la indignación ante el atentado. Se reprodujo en medios de comunicación, en pancartas, carteles y pins a lo largo y ancho del planeta, pero ni un solo Je suis juif pudo asomar la cabeza. De hecho, y a pesar de que en el supermercado murieron cuatro jóvenes judíos, resulta difícil imaginar una ola de solidaridad semejante a la mostrada con los trabajadores del semanario. Y es que a pesar de Auschwitz, de los pogromos que han salpicado la historia desde que el mundo es mundo, de las diásporas y persecuciones que pespuntean la historia de los israelitas, sigue siendo inconcebible un Yo soy judío ocupando las portadas de los periódicos, las pecheras de los políticos, de las estrellas de cine, de la intelectualidad mundial. Acaso, como reflexiona Hannah Arendt en Los orígenes del totalitarismo, el antisemitismo está tan firmemente anclado en la cultura occidental que nunca desaparece, sino solo se transforma, adopta formas diferentes de expresión.  
En este sentido, y a pesar de que el Holocausto fue urdido y ejecutado por el fascismo alemán, desde Stalin hasta hoy ha sido la izquierda europea la más proclive al persistente cultivo del mito antisemita, y dentro de ella la izquierda española, recogiendo un testigo enraizado en el pogromo de los Reyes Católicos y en la obsesión judeomasónica franquista. Es, la mayor parte de las veces, un antisemitismo larvado, disfrazado de buenas intenciones, que ha encontrado terreno abonado para agazaparse, en los últimos años, en el conflicto árabe–israelí. Solo así puede entenderse, en el caso de Galicia, el lamentable espectáculo propiciado en su día por el Bloque Nacionalista Galego con la expulsión de uno de sus militantes, Pedro Gómez-Valadés, acusado del grave delito de ser socio de la Asociación de Amistad Galicia-Israel, o la imposibilidad de que el Parlamento gallego aprobase en 2013 una declaración oficial en conmemoración del Día Internacional del Holocausto ante la negativa de BNG y AGE, justificada con un batiburrillo confuso donde llegaron a declarar que Israel “no es un Estado democrático”, como si eso, en caso de ser cierto –que no lo es- tuviese algo que ver con los 6 millones de personas que fueron asesinadas en los campos de exterminio nazis. Patético, sí, y preocupante.  
Setenta años después, asistimos al aniversario de la liberación de Auschwitz sin resolver el gran enigma antisemita de nuestra civilización, contemplando las esvásticas que vuelven a brotar con las crisis europeas, los amaneceres dorados a los que se aferran, como en la Alemania hiperinflacionista de los años 30, quienes desesperan. Setenta años después, el misterio y el horror permanecen intactos, y ya solo nos queda decir y escribir, una y otra vez: Je suis juifJe suis juifJe suis juif.

[Fuente: www.clubcultura.com]

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