Por ELISA DE LA NUEZ
En su fundamental libro LTI. La Lengua del Tercer Reich, el filólogo judío Otto Kemplerer analiza la importancia que tuvo para la imposición de un régimen totalitario la perversión del lenguaje donde el significado de algunas palabras se alteraba sistemáticamente. Así, los héroes podían cometer todo tipo de atrocidades en una guerra de agresión, sin que sus compatriotas dudasen de su comportamiento. De la misma forma, William L. Shirer, en su Berlin Diary, comentaba que la propaganda de Goebbels era tan efectiva que los habitantes de Berlín podían pasar por delante del cráter causado por una bomba en el Tiergarten sin notar nada raro, dado que la versión oficial insistía en que no había caído ninguna en el centro la capital. Sin ánimo de pretender banalizar el nazismo, ni mucho menos de comparar la corrupción política con el totalitarismo, sí creo que es importante destacar en qué medida la corrupción del lenguaje político y jurídico que venimos padeciendo en relación con las tramas de corrupción organizada que nuestros tribunales de Justicia van descubriendo contribuye inevitablemente a degradar y deslegitimar todavía más el régimen del 78 y a alejar a la ciudadanía de unos representantes cuyo lenguaje ya no es compartido.
No hace falta ser muy avispado para darse cuenta de que con el retorcimiento del lenguaje (esas «indemnizaciones en diferido», esos partidos que son «los principales perjudicados» por la recaudación ilegal de fondos por parte de sus propios tesoreros, esos «recibís» que se firman sin recibir nada, esas «causas generales» en que se convierten las concienzudas instrucciones judiciales que les incomodan etc., etc.) los políticos pretenden, pura y simplemente, echar balones fuera, eludiendo sus responsabilidades políticas en los escándalos de corrupción. Sobre todo en un año electoral en el que parece que, por fin, la corrupción sí importa y puede empezar a pasar factura. El problema de fondo es que dado que nuestros gobernantes desde hace muchos años han optado por identificar responsabilidad política con responsabilidad jurídico-penal cuando terminan llegando los procesos penales -y más si lo hacen en mal momento-, hay que sacar todo el armamento disponible, incluido, claro está, el de la perversión del lenguaje.
Ya se trate del caso de la financiación irregular del PP conocido como el caso Bárcenas o de cualquier trama de corrupción (Gürtel, Púnica, Pokemon, ERES, Brugal, las andanzas de la familia Pujol o tantos y tantos otros menos vistosos), el argumento utilizado es siempre el mismo: la culpa es de unas pocas personas particulares, de unos aprovechados que «no han estado a la altura» y han abusado de la ingenuidad y de la buena intención de los líderes que misteriosamente nunca saben, nunca ven y nunca oyen, aunque lleven décadas dedicados a la política y al partido e incluso reciban denuncias sobre casos concretos.
Claro está que para defender esta tesis que desafía tan abiertamente los hechos conocidos y hasta el sentido común es preciso retorcer los conceptos y las palabras hasta extremos insospechados. Esto es especialmente cierto en el caso de los conceptos jurídicos, dado que como es lógico sólo los especialistas pueden entender hasta qué punto se desvirtúan cuando se habla de una indemnización laboral en diferido, de «recibís» firmados que se asegura no responden a ninguna entrega o de sujetos que pretenden personarse como acusaciones particulares, cuando sus intereses coinciden con los del imputado o acusado, por no hablar de aquellos casos en los que se niega la evidencia, como ocurrió con el intento de soborno de un concejal de la oposición por el todavía alcalde de Boadilla que había sido grabado. De esta forma desaparece la posibilidad de realizar un diagnóstico correcto de la situación y de debatir con rigor las posibles medidas para luchar de verdad contra la corrupción, lo que permite sospechar que no hay una auténtica voluntad política de poner fin a la corrupción sistémica.
En realidad, llegados a este punto, más que de retorcimiento del lenguaje podríamos hablar pura y simplemente de insulto a la inteligencia. Pero creo que es muy importante denunciar el riesgo que supone para el debate público una manipulación del lenguaje que consigue que las palabras tengan un significado diferente para el emisor (el político acosado por los casos de corrupción) y para el receptor (el ciudadano). Por poner un ejemplo claro, parece que el verbo «mentir» tiene ahora mismo un significado muy distinto para la clase política y para la ciudadanía. El presidente del Gobierno en su ya famosa comparecencia del 1 de agosto de 2013 afirmó en el Parlamento que en su partido no había caja B, pero ahora parece que tanto el juez, como el fiscal, como la abogacía del Estado creen que sí que la hubo, por no mencionar las declaraciones del directamente responsable de su mantenimiento, el extesorero Bárcenas, al que según la tesis oficial no podemos creer porque es un «presunto delincuente».
Lo grave es que no tengo ninguna duda de que el sr. Rajoy, su Gobierno y una parte considerable de los cargos del PP consideran que no mintió al Parlamento, por mucho que los ciudadanos creamos lo contrario. Como tampoco tengo dudas de que Esperanza Aguirre, presidenta del PP de Madrid y expresidenta de la comunidad autónoma bajo cuyo mandato florecieron las tramas de corrupción con exvicepresidente en la cárcel inclusive (tramas que han continuado, todo hay que decirlo, bajo la presidencia de su sucesor) considera que ella fue la que las «destapó» y persiguió. Claro que también considera que es «liberal», pese a las prácticas clientelares que caracterizan a su partido en Madrid o que no se fugó de los agentes de movilidad en el famoso incidente del carril-bus de la Gran Vía. Otra cosa es lo que piensa el ciudadano informado.
Sin duda, otras palabras que tienen un significado distinto para políticos y ciudadanos son los de «ciudadano ejemplar», «molt honorable» o «empresario ilustre», especialmente a medida que los así calificados van sucumbiendo en las distintas tramas judiciales. Lo mismo cabe decir del adjetivo «independiente» o «neutral», dado que parece claro que gobernantes y gobernados entendemos cosas distintas cuando se aplican, por poner un caso, a presidentes de organismos reguladores o de organismos constitucionales con carnet del partido que les nombra. Y en cuanto al prestigio y el mérito, basta por repasar las personas que tienen el reconocimiento oficial del establishment patrio (básicamente las que ocupan cualquier tipo de cargo relevante, con independencia de su trayectoria intelectual, profesional y hasta procesal) para hacerse una idea de la distancia que hay entre unos y otros.
Pero la cosa lamentablemente no termina aquí. Para no aburrir al lector, y dado que en nuestro mundo un audio vale más que mil palabras, puede resultar interesante escuchar las grabaciones de las conversaciones de algún imputado en una trama de corrupción. Hay muchas disponibles por motivos que convendría averiguar. Conversaciones como la de la exalcaldesa de Alicante, Sonia Castedo, «reimputada» en el caso Brugal con el igualmente imputado constructor Enrique Ortiz son muy ilustrativas. Aunque quizá la sorpresa por el tipo de lenguaje utilizado provenga, en mi caso, de que no he visto Los Soprano. En todo caso, resulta muy preocupante que una persona que ha ostentado hasta hace muy poco tiempo responsabilidades institucionales en un ayuntamiento importante compartiendo eventos, incluso con el Rey y el presidente del Gobierno, hable -aunque sea en privado- como el protagonista de una película de gángsters.
Y si creen que hay mucha diferencia entre este tipo de lenguaje y el que utilizan nuestros gobernantes todavía en activo ya les prevengo que de la corrupción del lenguaje al lenguaje de la corrupción va muy poco trecho. Por eso conviene estar muy atentos a la forma en que nos hablan y exigir que el lenguaje se utilice con propiedad, con honestidad y sin tergiversaciones, no vaya a ser que la conversación pública acabe degenerando en una conversación de mafiosos.
Elisa de la Nuez es abogada del Estado, fundadora de Iclaves y editora del blog ¿Hay derecho?
[Ilustración: RAÚL ARIAS - fuente: www.elmundo.es]
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