Por Luis Soto
“Portuario de El Havre, en la trinchera de enfrente hay un portuario de Bremen. ¡Mátalo!”, escribió Paul Eluard en admirable síntesis de lo que terminaba siendo una guerra en el siglo XX, la condena al enfrentamiento entre miembros de las clases sociales más bajas. La técnica se perfeccionó y en Hiroshima y Nagasaki, cuando el hombre a hombre no había llegado, siquiera, al fútbol, bastaron un par de aviones para hacer efectiva la muerte de 300.000 japoneses indefensos. Ya no cesarían los descubrimientos de las más sofisticadas armas, desde el napalm a los drones.
Conmueve el hoy candoroso y además parejo duelo propuesto por Eluard, tan irreal que sólo podría darse en una película –Daniel Auteuil y Klaus Kinski serían nuestros portuarios– o ya como simple hecho policial, en una curva del pasaje Butteler. Aún en ficciones, no es habitual que un texto literario sea utilizado para estimular a un campeón del deporte a defender su ideología política, su condición humana. Mucho menos si se trata del consumo de poesía por parte de un boxeador. El fenómeno se dio hace poco más de 44 años, precisamente el 8 de diciembre de 1970.
Después de su rechazo a ser incorporado al ejército de Estados Unidos para combatir en Vietnam, el extraordinario Cassius Clay (1942) –convertido en Mohammad Alí, a partir de abrazar el credo de los musulmanes negros– fue descalificado por la mafia de dirigentes que conducían el boxeo en todo el mundo. No le perdonaron el desafío al Pentágono y las más poderosas corporaciones. “¿Por qué este gobierno pide que me ponga un uniforme y viaje 10.000 millas a descargar bombas y balas a los amarillos de Vietnam, mientras los negros de acá somos tratados como perros? Sí que yo fuera a la guerra le diese igualdad de derechos y libertad a millones de negros de mi pueblo, iría mañana mismo.
Mantengo mis principios, no tengo nada que perder. Los negros hemos vivido encarcelados por 400 años”, planteó Ali. En la segunda pelea de retorno a la actividad tendría por rival a Oscar Bonavena (1942-1976). Criado en las calles de Boedo, “Ringo” había armado una imagen que resultaba pintoresca y divertida.
Por un lado era un atorrante que integraba la hinchada que iba a la “perrera” de las tribunas del club Huracán. Como pugilista, tras una serie de éxitos locales –y haberle mordido una tetilla a Leo Carr en los Panamericanos de San Pablo– debutó en el Madison Square Garden ganando por nocáut en el primer round. De inmediato, y gracias a su veta histriónica de raíz eminentemente popular se transformó en un curioso showman. Por televisión, desde su físico exuberante y con voz delgadita y bastante desafinada, se permitía cantar temas de simpleza casi infantil como aquel “Pío, pío”. También fue eje de un programa que se presentaba los domingos al mediodía: su madre, Doña Dominga, amasaba ravioles y “Ringo” invitaba a la mesa de su casa a famosas figuras del momento.
En cuanto se toparon por primera vez, fiel a un plan prolijamente diagramado, Bonavena ligereó verbalmente a Alí. Arrancó llamándolo “canguro negro”. Con el mismo desparpajo al rato se apretó la nariz sugiriendo que no soportaba el olor que presuntamente despedía la piel del moreno. Tanta grosería provocó una reacción de Alí. “¿Estás nervioso?”, preguntó Bonavena. “Enojado estoy”, contestó el otro. Sin preparación para hablar y entender el inglés de Nueva York, creyendo que Alí había dicho que tenía hambre, el argentino remató: “si tenés ragú, andá a morfar”.
Cuando le tradujeron la respuesta Alí se rio y eso pareció aflojar la tensión. En el encuentro previo al pesaje, siempre delante de las cámaras de tevé, Alí lució su musculatura y proclamó: “donde esté, soy el más grande”. “Sí, te vi en Broadway y la calle 42”, replicó “Ringo”, mencionando la zona en que paraban gays y travestis. “Te saco en el noveno round”, amenazó furioso Alí. “No vas a pasar del séptimo…”, se agrandó Bonavena y, como esa bravata no le pareció suficiente condimento, cayó en mugrienta infamia: “¿por qué no fuiste a la guerra, gallina?”, dijo.
A horas del combate, Alí estaba ansioso por vengar en el ring el ultraje de la cobarde acusación de cobardía. Si bien su manager, el avezado Angelo Dundee, no dudaba de que su pupilo iba a vencer a “Ringo”, decidió eliminar fantasmas. La derecha yanqui –aún quedaban rastros de la caza de brujas del maccarthysmo– no cesaba de subrayar la supuesta traición a la patria de Alí. Dundee insistió en que terminaría siendo erigido en símbolo de la lucha contra la guerra y como al pasar le leyó el texto de una canción. Su autor, Boris Vian (1920-1959), había sido ingeniero, profesión que no ejerció; periodista, dramaturgo, novelista, escenógrafo, músico de jazz y chansonnier. Afectado a los 12 años por una cardiopatía, supo desde esa edad que su existencia sería breve. Y la anduvo contra reloj.
Este cronista vio y escuchó a “la Garza” en 1957, en un bar de la rue Benoît, en el Barrio Latino de Paris. Al margen de biógrafos que lo definen como un virtuoso de la trompeta, aquella noche de septiembre fueron apenas discretos sus solos de los clásicos “Las hojas muertas” (Joseph Kosma) y “Nubes” (Django Reinhardt). Como cantautor, reproducía sus letras con fervor y clara dicción. Eso sí, las mujeres revoloteaban alrededor de este personaje que había hecho imprimir tarjetas que decían: “sátrapa trascendental de la patafísica”.
Vale rescatar el texto de “El desertor”, canción elegida por Dundee. “Señor Presidente,/ voy a escribir una carta/ que quizás usted lea,/ si dispone de tiempo./ Acabo de recibir/ mis papeles militares/ para ir a la guerra/ antes del miércoles a la tarde./ Señor Presidente/ me gustaría no tener que ir/ pues no estoy en la tierra/ para matar a pobres gentes./ No es por molestarle,/ pero le comunico/ la decisión que he tomado:/ voy a desertar./ Después de haber nacido/ he visto morir a mi padre,/ he visto partir a mis hermanos/ y llorar a mis hijos./ Mi madre sufrió tanto/ que ya está en su tumba/ y se burla de las bombas/ y se burla de los gusanos/. Cuando estuve en prisión/ me quitaron a mi mujer,/ me quitaron mi alma/ y lo más querido de mi ayer./ Mañana muy temprano/ voy a dar con la puerta/ en la nariz a los años muertos/ y me iré por los caminos. / Mendigaré para vivir/ por los senderos de Francia/ y les diré a las gentes:/no obedezcan,/ no vayan a la guerra./ Si hay que dar sangre,/ dad vosotros la vuestra./ Usted es un buen apóstol,/ Señor Presidente./ Si me hace perseguir/ prevenga a los soldados/ que yo no iré armado/ y podrán tirar sobre mí”. “¿Se la mandó, nomás, al Presidente?”, fue todo lo que dijo Ali.
Ya en combate, Mohammad recibió los papeles militares en el octavo round y cayó a la lona. Pero se repuso. En la última vuelta, duramente golpeado, “Ringo” sufrió el único nocáut de su carrera entre las sogas de un ring, tal vez dedicado al Señor Presidente. Y avanzó hacia un final que “Ringo” no consideraría derrota, final que a su modo quizás haya buscado. En 1976, al salir de una casa rodante, parte de un prostíbulo en Nevada, sicarios al servicio del promotor Joe Conforte le metieron tres balazos por ser el amante de Sally, su mujer y “madama” del negocio, 26 años mayor que el argentino (se cuenta que Sally amasaba con mano sabia). Como Vian, pero con plazos sólo fijados por él, también Bonavena vivió vertiginosamente los 33 años que le fueron asignados. Mohammad Alí, por quien hoy, precisamente hoy, habría que erigir un monumento como héroe (musulmán el hombre) del pacifismo, transita sus días víctima de un severo Parkinson.
[Fuente: www.telam.com.ar]
Sem comentários:
Enviar um comentário