Por Manuel Márquez Chapresto
Aún queda algún tiempo para que finalice el año, pero, a estas alturas, no hace falta ser un genio de las finanzas cinematográficas para augurar que las cifras de taquilla del cine español del 2014 van a ser estratosféricas (especialmente, si se las compara con las de años precedentes): la confluencia de varios títulos con unas recaudaciones muy por encima de los parámetros a que estamos acostumbrados (8 apellidos vascos, El niño y, con su estreno recién llegado, Torrente 5) van a terminar derivando en un total muy elevado. Buena noticia, pues, para la industria de nuestro cine, algo de lo cual todos/as aquellos/as que somos fieles seguidores y defensores del mismo nos deberíamos alegrar.
Pero es que, además, a eso hay que sumar la llegada a la cartelera de títulos que, amén de buenos resultados comerciales (que, sin llegar a las tremendas cifras de los arriba citados, arrojan saldos más que respetables), ofrecen un nivel de calidad digno de productos del mayor fuste y unas posibilidades competitivas (frente al aluvión de producciones foráneas respaldadas por campañas promocionales acordes al potencial de la industria que las respalda) totalmente solventes. Es el caso de 'La isla mínima', la propuesta con la que Alberto Rodríguez viene a reincidir en la línea temática y tonal con la que ya triunfara en su film precedente ('Grupo 7'), si bien situándolo en una coordenadas espaciales y temporales bien distintas, y, por lo demás, tremendamente atractivas.
'La isla mínima' nos sitúa, tras unas espectaculares vistas cenitales que ilustran los créditos iniciales (y que podrían ser merecedoras de integrar cualquier documental del National Geographic), en pleno meollo de la acción, sin ningún atisbo de introducción o presentación: un comienzo francamente peculiar, y un tanto a contracorriente de lo que sería una estructura narrativa convencional. Pero, pasado el desconcierto que, en un principio, puede provocar tan abrupto arranque, la cinta no tarda en empezar a desplegar, con brío y sin desmayo, una trama policial turbia y densa, situada en una Andalucía profunda, pobre y en pleno proceso de despertar democrático (ahí están las reivindicaciones jornaleras como telón de fondo de la acción), en la que una pareja policial compuesta por dos miembros de caracteres e ideologías contrapuestas tendrán que desarrollar una investigación criminal cuyos meandros y derivaciones (que tan bien simbolizan los brazos de las marismas por las que han de moverse constantemente) se van enredando inexorablemente hasta el desenlace final.
Al servicio de ese relato (que en algún momento se introduce en recovecos que quizá no terminan de quedar demasiado claros, aunque sin que por ello se pierda el seguimiento básico de la acción), se sitúan dos elementos de relieve, y que destacan sobremanera, dotando a la cinta de dos polos de interés innegable: uno es el trabajo de dirección artística, que consigue una ambientación admirable, en la que se hace difícil detectar algún punto que no se ajuste fielmente al momento y lugar históricos en que la trama se sitúa (finales de 1980), tanto da si hablamos de vestuario o peinados como de cualquier otro elemento de recreación física (vehículos, edificios, objetos...); el otro es el trabajo interpretativo de los dos actores protagonistas, Raúl Arévalo y Javier Gutiérrez, que cuajan dos personajes que, bajo la apariencia básica de su contraposición, tienen que desplegar una serie de comportamientos y actitudes en las que se van produciendo oscilaciones, al hilo del desarrollo de los acontecimientos, que los alejan y acercan sutilmente, a veces de manera casi imperceptible. Un trabajo a la altura del empeño que se le encomienda, que no es otro que el de soportar todo el peso de una trama en el que, si bien no faltan personajes secundarios de relieve (y bien servidos por intérpretes que no desmerecen de los dos principales), todo gira alrededor de los movimientos de esta peculiar pareja.
No son mimbres pobres, pues, aquellos con los que cuenta Alberto Rodríguez para sacar adelante con todas las garantías, una película que, sin dejar de ser lo que es (es decir, una cinta de suspense policial con las dosis adecuadas de incertidumbre, brutalidad, morbo y giros de acontecimientos que cabe esperar en una propuesta de ese corte y género), termina siendo algo más, en la medida en que es capaz de trascender tal condición, gracias al cuidado formal de su puesta en escena y el hábil desarrollo de un subtexto de contenido político que, sin necesidad de extenderse en cuanto a contenido, es más que suficiente para ilustrar tal componente e insertarla sólidamente en la trama. ¿El resultado final? Una cinta capaz de entretener, como debe hacer un buen thriller, sin por ello dejar de constituir el fiel retrato de un tiempo y un lugar que no nos puede resultar ni ajeno ni lejano.
Y es que quizá ya va siendo hora de que, tras largos años de colonización cinematográfica (por parte de una industria cuyo origen no creo que sea necesario nombrar), y bajo los auspicios de propuestas solventes, como la que aquí se glosa, empecemos a ver con más familiaridad en la pantalla un puesto de la Guardia Civil de Coria del Río que una comisaría del Bronx. O que, cuando hablamos del profundo sur, no tengamos que pensar, necesariamente, en Luisiana o el Mississipi, sino en territorios mucho más cercanos. En ello andamos...
[Fuente: www.globedia.com]
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