No hace muchos años, los catalanes tenían una actitud un tanto flexible acerca de su identidad. Una mayoría reconocía que se sentían por igual catalanes y españoles. Una minoría se consideraba exclusivamente catalana, mientras otra todavía menor tozudamente declaraba ser solamente española. Esta estabilidad se debía a que una parte notable de la población catalana tiene orígenes inmigratorios. De ahí que el modelo de «nación» adoptado ha sido el liberal, abierto, «americano/francés», en contraste con el étnico.
Por Joaquín Roy
Esta flexibilidad y cierta ambigüedad que explicaba la relativa
estabilidad, sobre todo en comparación con la vasca, ha saltado en
añicos.
¿Qué ha provocado que apenas en un par de décadas, de 15 por ciento
que se reconocía declaradamente como independentista se haya pasado a
rebasar de largo 50 por ciento que votarían por la secesión en un
referéndum, y un tercio más de indecisos?
Simplemente, ha sucedido que una parte notable de la ciudadanía, de
diversos estratos, ha perdido la paciencia. Se ha intentado todo para
negociar con el gobierno central de España. Ahora se siente desilusión.
Constitucionalmente, Cataluña se ha comportado lealmente desde la
transición que consolidó la democracia al final de los años 70. Las
fuerzas políticas catalanas cumplieron con su parte del guion para
redactar y aprobar la Constitución española, en 1978, y el razonable Estatuto de Autonomía catalán, un año después.
Tanto los conservadores como los nacionalistas moderados de la
coalición formada por los liberales de Convergència i Unió (CiU, el
partido forjado por Jordi Pujol) y los democratacristianos de Unió
(ensamblados en CiU), excomunistas (PSUC-ICV) y explícitamente
independentistas de Esquerra Republicana (ERC), además de los
socialistas del Partit dels Socialistes Catalans (PSC), hicieron bien
las tareas.
Todos se mostraron como modelo de convivencia que contribuyó a evitar
que las demandas que habían presentado fueran envenenadas de violencia,
y mucho menos de muestras de terrorismo, como desgraciadamente había
sucedido en el País Vasco.
Los políticos catalanes y las fuerzas sociales parecían cumplir con
el tradicional «pactismo» que les caracteriza, parte de los mitos
esenciales sobre su identidad. Se trataba de conseguir aproximadamente
50 por ciento de las reclamaciones, en lugar de presionar por una
utópica recompensa, en un todo o nada que nada resolvería.
Esta estrategia ha fracasado.
Aunque las reivindicaciones de carácter fiscal (una mejora en el
reparto y las contribuciones del Estado) siguieron siendo parte
fundamental del persistente problema, se fue posicionando el sentimiento
creciente del no reconocimiento de lo que se llama el «hecho
diferencial». La posibilidad de la doble lealtad «nacional» (hacia
España y Cataluña) y mucho menos la exclusiva reverencia a una esencia
catalana, en desmedro de la española, se rechazaba de plano.
Este obstáculo proviene de lo que se llamó la solución del «café para
todos», como es tradicional al final de una cena. Ante la reclamación
de una autonomía para las «regiones» históricas (definidas ambiguamente
en el texto constitucional como «nacionalidades»), se creyó en los
momentos álgidos de la transición de la dictadura a la democracia, que
el problema se resolvería con la concesión de 17 autonomías, una
subdivisión de apariencia cuasi federal (sin serlo en estricto sentido),
sin consideración alguna por las diferencias.
Cataluña y el País Vasco se sintieron oficialmente aludidos de forma
explícita, ya que por su historia y tradición jurídica (ya habían
disfrutado de privilegios autonómicos en el pasado) se merecían un trato
especial.
Pasaron los años y el «Estado de las autonomías» sobrevivió. Pero en
Cataluña la solución apareció no conmensurable con los anhelos de una
mayor libertad de acción, aunque siempre dentro del sistema
constitucional.
Cuando los electores catalanes, impecablemente, mediante votaciones
en su Parlament, con el referendo del Congreso español, pactaron un
texto de un estatuto renovado
en 2006, durante el gobierno del socialista José Luis Rodríguez
Zapatero (2004-2011), el entonces opositor Partido Popular
irresponsablemente le endosó el problema al Tribunal Constitucional.
Este máximo ente, que dictamina sobre la bondad de las leyes
fundamentales, al examinar diversos aspectos de contenido potencialmente
polémico del nuevo estatuto, se cebó en la emblemática palabra
«nación». En su sentencia de junio de 2010, consideró que los catalanes no tenían el derecho a considerarse, libre y democráticamente, «nación».
La protesta que estalló en Barcelona en el verano boreal de ese año
fue impresionante. Insólitamente, se comprobaba que el tejido social de
los demandantes había comenzado a capturar sectores políticos, sociales y
económicos que no se consideraban hasta entonces proclives al activismo
contra el orden establecido.
El centrismo de coaliciones como CiU, en el poder autonómico desde la
transición democrática salvo el periodo 2003-2010, se situó en un
terreno común con la izquierda que capturó el poder en los años del
llamado «tripartido» (formado por socialistas del PSC, republicanos
independentistas de ER, y los sucesores de los partidos marxistas).
La arrogante reacción del sistema liderado por el gobernante Partido
Popular fue ignorar el ruido de la calle. El resultado fue aumentar el
potencial voto independentista y acrecentar todavía más el grado de las
demandas, por encima del prudente autonomismo, tanto en el terreno
económico, como sobre todo en el político.
*Joaquín Roy es catedrático Jean Monnet y director del Centro de la Unión Europea de la Universidad de Miami
[Fuente: www.euroxpress.es]
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