quinta-feira, 7 de novembro de 2013

El economista y el filósofo

Por Andrés Ibáñez

Presentación de la revista La maleta de Portbou en el Círculo de Bellas Artes de Madrid. La nueva revista se dedicará a la «economía y humanidades», dos temas de relativa actualidad en el momento en que escribo. En la mesa de presentación, entre otros, un economista y un filósofo.

El economista defiende el modelo económico capitalista (¿es que hay otro?) pero, afirma, ese sistema funciona mejor cuando está basado en valores éticos y cuando se apoya en un pensamiento y un sistema verdaderamente democráticos. Fue en los años cincuenta, sesenta y setenta del siglo XX cuando el sistema funcionó mejor y también, y no por casualidad, cuando fue más democrático, es decir, cuando la mayor parte de la riqueza estaba en manos de la mayor cantidad de personas. El problema del presente, afirma el economista, es que el capitalismo se ha olvidado de la ética. Sería necesario, pues, comunicarle de nuevo esos valores que parece haber perdido.

El filósofo se revuelve en el asiento. ¿Valores éticos? ¿Comunicar, insuflar, transmitir, enseñar valores éticos? Los valores éticos, afirma el filósofo, no pueden enseñarse ni transmitirse. Surgen de una forma de vida. Y no olvidemos que el talibán que pone a su hija un burka y no le permite ir al colegio, también está lleno de valores éticos.


Detrás de mí, en el público, hay otro filósofo sentado. Oigo al filósofo asentir y decir «claro, claro».


El economista, que es un hombre no sólo sabio, sino también enormemente afable y cálido, pregunta al filósofo por qué dice él que los valores éticos no pueden enseñarse. Y que por qué no pueden, por ejemplo, transmitirse ya en la escuela, por medio del propio sistema de enseñanza. Pero el filósofo parece totalmente convencido de que esto no funciona así, de que así no pueden hacerse las cosas. Entonces, pregunta el economista, ¿cómo hacemos que las personas sean más éticas? El filósofo confiesa que no lo sabe.


No sé si se dan cuenta, pero en todo lo que les llevo contado ya he hecho mención a varios milagros. Un milagro es que aparezca una nueva revista cuyo propósito, como debería ser el de cualquier revista cultural, es no la mera información, sino la discusión, el debate, el diálogo, el contraste de pareceres. Me enorgullece decir que la revista en que ahora escribo y usted me lee, y en cuya andadura he participado durante tanto tiempo, es también una revista de ese tipo.

Milagro es también que haya unos intelectuales españoles que hablen de algo y que digan realmente algo sobre algo. Milagro, por supuesto, que alguien admita que no sabe algo.

Uno de los argumentos del filósofo en su intervención era, precisamente, que cuando uno habla de a) decir algo y b) decir algo sobre algo. No parece mucho pedir. Pero es cierto que en España no existe la discusión intelectual, ni mucho menos la estética, y que nadie dice nada sobre nada. Cualquier opinión se considera un ataque personal o una venganza o un ajuste de cuentas. El debate no existe.



Pero regreso a la cuestión que quedó en el aire, la cuestión suscitada por el economista y dejada en suspenso por el filósofo. ¿Cómo puede hacerse que las personas tengan valores éticos? ¿Se puede o no se puede hacer?


La ética no es mi campo. Nunca he entendido muy bien qué es ni para qué sirve. Presupongo que la ética es un conjunto de normas de convivencia que responden a una serie de valores sobre lo que es lícito o no es lícito hacer. Dado que la licitud de los valores viene determinada por la conciencia de cada uno, y que la conciencia de cada uno no es algo natural, ni biológico, ni tampoco racionalizable, sino una construcción cultural de naturaleza emocional, vemos que la ética siempre se apoya, en realidad, sobre sí misma.
La ética se basa en el dolor, que es lo único universal y común a todas las personas. El deseo de no sufrir dolor o de mitigar el dolor es el deseo básico del ser humano. El deseo de que los demás tampoco sufran o de mitigar el dolor de los otros señala el principio del hombre ético. Pero el primer deseo es instintivo, natural, biológico. El segundo no lo es: es aprendido, cultural. ¿Cómo puede transmitírsele este deseo ético al que no lo tiene?

Yo no lo sé, pero hay varias cosas que se me ocurren. No para transmitir valores éticos ni nada parecido, ya que la ética, insisto, no es mi campo ni tampoco es un terreno ni un lenguaje que me resulten propios. Pero se me ocurre que hay dos cosas que sí pueden hacerse, y que contribuirían poderosamente a mejorar la situación y a hacer que las personas sean no «mejores» personas, como diría el ético, o personas «buenas» como diría, casi, el moralista, sino, simplemente, que fueran verdaderas personas, personas sin adjetivos, personas.

Una es leer poesía. Otra, escuchar música.

Leer poesía y escuchar música no son acciones simples y no son sólo una cosa. Son acciones complicadas, arriesgadas, aventuras profundas y complejas. Son procesos que, una vez iniciados, desencadenan acontecimientos internos, despiertan luces y vibraciones, abren vías y secuencias, comienzan a relacionar experiencias e imágenes, emociones e intuiciones, vivencias y sensaciones perdidas.


No creo que leer poesía y escuchar música sea todo lo que haya que hacer. Hay otras cosas que también son importantes, sobre todo sentir el cuerpo, nuestro primer maestro, y sentirlo a través de la danza, del ejercicio, de la naturaleza. Y otras cosas, muchas otras. Pero leer poesía y escuchar música son, sin duda, las más importantes.

[Fuente: www.revistadelibros.com]

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