Por Miguel Raúl López Bréard
El chamamé es una expresión musical macerada en el acontecer de los tiempos de nuestra región. Su ritmo se fue misturando con distintas influencias musicales, que nuestros paisanos desde sus ancestros, en los siglos, fue asimilando en su trajín por el continente; tras los obrajes, plantíos, luchas civiles, tropeando reses hacia el sur, la Banda Oriental o el Brasil, o como troperos de mulares cargueras hacia el Alto Perú.
Es natural pues entonces que su eterna compañera, “la guitarra”, en fogones compartidos de ese andar, fueran incorporando tonalidades de distintos ritmos: habaneras, mazurcas, chotis, polca, milongas sureras, y hasta cadencias como los valcecitos y tristes del Alto Perú, que fueron amalgamándose al tono del antiguo romance monorrimo español, que nuestros paisanos heredaron y le llamaron “compuesto”, para denominar a la forma más primitiva de componer, como se lo puede encontrar en las versiones originales de “El Caraú” por ejemplo, y que aún persisten en polcas como “Ramona Rosa Vallejos”, y otros aires semejantes.
Ya
para principio del siglo XX, el decir compuestero iba dejando de ser
noticioso, fabulístico o guerrero, comenzando a versificar sus
sentimientos en cuestiones mas ligadas a su entorno, y entonces aparecen
letras a las que generalmente llaman “concierto”, en su mejor forma de
entender aquello de ritmar, empezando a definir una música que lo fue
identificando con su tierra, y que en nuestras campiñas llamaban
polquitas correntina o kirî’i (1) como la anónima “Yagua ñetuo” (2), por
su ritmo alegre, o mas cadenciosas, casi “Tristes”, como la también
anónima “La Caú” (3), y que con el correr de los tiempos, se fue
macerando a fuego lento, incorporándole armónica, fuelles y acordionas,
como los instrumentos que mejor le expresaba, dejando en el camino
aquella heredad de las banditas misioneras, tan propias de nuestros
pueblitos aldeanos, como el violín, la flauta, el mimbí, el tamboril, o
el arpa que quedaron encerradas en el alma paraguaya, como parte de su
largo aislamiento.
Podríamos agregar también que en su eterno trajinar los musiqueros que
buscaban mejores horizontes en Buenos Aires, allá por la década del 20
del siglo pasado, le fueron imponiendo una compaginación ajustada a los
nuevos tipos de orquestación, y entonces comienza a definirse este color tan propio, a llamarse chamamé.
Pero aún persisten en sus repertorios aquellas músicas alegres, como
el rasguido doble, también llamado chamamé de doble paso, o los
“valsecitos” amoldados a nuestra idiosincrasia en los valseados, que son
particularidades propias, de una forma expresivas de la correntinidad.
Seria mucho mas extenso poder explicar estas conclusiones, porque
deberíamos inclusive ligarlas a sus formas de bailar, las figuras y
gestos en sus expresiones mas diversas, pero creo que esta música tan nuestra no puede reconocerse entonces en una única heredad.
Pienso desde mi larga experiencia que nuestros musiqueros analfabetos
del pentagrama ejecutan sus instrumentos desde un mágico rincón innato
en sus sentimientos, dándole a este ritmo musical, la tonalidad de sus
vibraciones más íntimas, que tienen que ver con sus vivencias, sus
sentires de su retame (4).
Podrán negar esta apreciación tan particular sobre los orígenes de
nuestra música, pero no me podrán demostrar a ciencia cierta, cual es su
único y real origen. El chamamé, como todos los ritmos del mundo,
tiene una formación evolutiva que se nutre de su folklore, y que a
pesar de algunas definiciones cientificistas sobre esta disciplina, no
es estática, responde siempre a la dinámica de los pueblos.
Notas:
1 - kirî’i: Del g. Inquieto, alegre, agil…
2 - Yagua ñetuo: Del g. Yagua o jagua, perro. Ñetuo, que se rasca… Rascada de perro…
3 – Caú: Del g. Borracha…
4 – Retame: Del g. Lugar de pertenencia.
Ituzaingó (Ctes.) noviembre de 2013
[Las negritas corresponden al editor de ñeepora.com.ar - fuente: neeporai.blogspot.com]
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