Escrito por Luis Carlos Muñoz Sarmiento
En busca de su madredediós
Aunque se centra en su obra magna Las estrellas son negras [1], este ensayo sobre la vida y la obra de Arnoldo Palacios (Cértegui, Chocó, 1924) recurrirá también a su segunda novela, La selva y la lluvia [2] y a su “biografía”, que no novela, Buscando mi madredediós [3]. A partir de estas tres obras se tratará de desentrañar el misterio literario que en particular rodea a Las estrellas…: el tratamiento, para algunos una especie de psicoanálisis
(Cruz Cárdenas, 1998: XII), sobre el problema del hambre que padece
Irra junto a su familia y que lo lleva a la violencia; la recurrencia no
gratuita a la religión, ni voluntaria, en particular por la influencia
de la Iglesia Católica durante los siglos XVIII y XIX, lo que en el
contexto del Bicentenario se empezó a conocer como periodo de la Iglesia-docente:
la que “dará lugar a la existencia de una forma educadora diferenciada
para poblaciones negras e indígenas, a las que se considera salvajes” [4] y que explican la existencia de lo que desde 1985 se reconoce como etnoeducaciones;
la relación de la novela con otras artes y la particular mirada de un
narrador extra-heterodiegético de un texto a la vez filtrado por un
narrador-focalizador o autor implícito o Irra como focalizador. Éste,
pareciera llevar una cámara al hombro para describir lo que ve, siente y
sufre, los lugares y las situaciones en las que se encuentra y a partir
de cuya subjetividad u objetividad, le hace sentir al lector una
experiencia terrible de hambre, miseria, marginalidad, exclusión y
olvido del Poder central sobre las zonas periféricas, como si el mismo
lector estuviera presente. En forma adicional, se hará mención de la
obra de un coterráneo suyo que figura en los anales de la literatura a
la zaga de la de Palacios pero que, en realidad, la precede…
Agradezco de antemano a quienes han permitido dar a conocer mi
trabajo sobre la vida y la obra de Arnoldo Palacios para así poder
rendirle un homenaje en vida a un hombre que nunca le dio crédito a su
enfermedad, con la ayuda de sus papás Venancio y Magdalena se paró en
sus propias piernas y cruzó el charco en busca de su madredediós: que es
“buscar, ganar la subsistencia diaria, rebuscarse”, igual que el grano de oro y el oro tiene vida, de acuerdo con el propio maestro. Aunque, todo hay que decirlo, hoy el oro traiga muerte,
a causa de las empresas que lo explotan en Colombia desde 1905, año en
el que el ministro Vásquez Cobo hizo traspaso de su contrato a una firma
inglesa para la explotación del mineral en Marmato, Supía y otras
poblaciones caldenses.
Pero si los modales nos impiden decir la verdad…
Sobre el maestro Palacios interesa hacer un homenaje a la reedición de Las estrellas son negras, por el Ministerio de Cultura; hablar de la segunda, La selva y la lluvia, lo mismo que de su biografía de infancia Buscando mi madredediós [5]. Las estrellas…, puede considerarse el Ulises nacional, y su autor el verdadero Joyce del Trópico, sin que nadie deba sonrojarse por ello [6]:
la razón es literaria, no social, toda vez que contiene un relato
basado en una estructura espacio-temporal diegética de 15 horas (entre
las tres de la tarde y las seis de la mañana del día siguiente),
enriquecida con seres de carne y hueso que muestran una experiencia de
hambre, miseria y exclusión; una denuncia del poder reinante en su época
y una muestra no sólo del mundo de la carne sino del
auto-reconocimiento del protagonista que descubre sus valores, dignidad y
humanidad, así como un ideal de libertad. La literatura afrocolombiana
debe empezar a reconocerse por su valía y sentido, no por intereses de
clase o cuño político que por décadas han dominado el panorama nacional.
Para realizar este trabajo me he apoyado, ya sea para compartir o
para refutar algunos conceptos, en los distintos prólogos e
introducciones acerca de la obra de Palacios [7].
Las consideraciones que aquí se hagan sólo buscan comprensión y respeto
frente a una forma de interpretar la literatura. En ningún momento se
pretende decir la última palabra: mucho menos, revelar la
verdad o hacerla pasar por irrefutable, en caso de que se diga alguna,
pero, eso sí, “si los modales nos impiden decir la verdad”, como se
sostiene en el filme ¡Qué verde era mi valle!, entonces habrá que prescindir de ellos. No, se trata de mostrar una verdad sobre los textos abordados sin que ello entrañe una simple opinión,
palabra con la que algunos despachan un trabajo hecho con rigor porque
no entra en su prejuicioso presupuesto intelectual. Si bien no pienso
encontrar incondicionales, tampoco enemigos gratuitos a causa de las
investigaciones que he realizado y que, reitero, no son simples
opiniones. La hermenéutica literaria no es ni debe ser una caja de
resonancia ni un coro de áulicos, como lo fue, por ejemplo, la funesta
época uribestial… Todo esto lo digo porque la novela en general sirve para entender la realidad de un país y porque Las estrellas…no
es una novela meramente realista, romántica o costumbrista. Se trata de
una obra que más que a la escuela psicológica pertenece a la no muy
respetada de la crítica social y, más que eso, a la menos aún respetada
de la denuncia política. Por más que muchos críticos y tantos otros
autores se esfuercen por escamotearlo: los primeros, para restarle
mérito; los segundos, para que sus propias obras sigan apareciendo por
encima de tales paradigmas. Palacios asume con orgullo la cultura
afrocolombiana, con su particular fraseo, sintaxis y registro coloquial,
sin que en ello pueda verse un prurito regionalista, un cuadro de
costumbres o un tercermundista telurismo –estereotipo con el
que la crítica extranjera descalificó a buena parte de las novelas
latinoamericanas de la época–, aspectos que recrea con destreza, en un
hecho novedoso para su tiempo: uno (1920-30) que se corresponde con una
nueva propuesta estética lanzada en América, básicamente por dos medios
de vanguardia: Revista de Avance (1927-30) de Cuba y Amauta (1926-30) de Perú [8],
propuestas que van tras un americanismo esencial. Operando en similar
sentido, por un afrocolombianismo, Palacios nos introduce de nuevo en la
definición de cultura que, muchos años después de salir Las estrellas…, diera Rojas Herazo: La cultura es el refinamiento de los sentidos. Lo contrario de pretender que alguien sienta a voluntad…
Décadas de 1920, 30 y 40, que a su vez marcan la aparición de novelas modernistas en su mayoría, otras de crítica social, empezando, claro, mucho antes, en el ya remoto 1895, con De sobremesa, de José A. Silva: desde La vorágine (1924), de José Eustasio Rivera; Cosme (1927), de José Félix Fuenmayor; Risaralda, de Bernardo Arias Trujillo, y Mancha de aceite, de César Uribe Piedrahita (CUP), ambas de 1935, hasta Las estrellas son negras (1949), de Arnoldo Palacios [9].
En todas ellas hay un minucioso sentido de la observación; una rigurosa
síntesis, que no análisis, de la realidad; un pertinente abordaje de la
situación social y política del país, sin concesiones a pruritos como
el afán de publicar o tener éxito; “una toma de posesión del mundo, pero
también una toma de conciencia del tiempo” [10],
que va a significar “renovación formal y la conquista plena de la
expresión original y de la modernidad” hasta llegar —en la poesía y en
la novela de 1940 en adelante— a radicalizar la creación individual, la
libertad del artista, la negación de cualquier vínculo con el pasado y
hacer de la ruptura una postura permanente” [11].
Todo ello supuso un conflicto de 120 años (de 1930 a hoy la cosa sigue
igual) entre dos entes, uno conservador, otro liberal: el periodo
comprendido entre la Arcadia Heleno-Católica (1810-62) y la Utopía
Liberal (1863-85), pasando por la Regeneración (1886-1909), conocida
románticamente como la Atenas Suramericana y la República Conservadora
(1886-1930), que termina, precisamente, con el gobierno de Abadía M.
(1926-30). Luego viene el ascenso al Poder de Olaya H. (1930-34). En ese
lapso, los conservadores publicaban poesía y ensayo, no novela. Los
liberales, novelas [12]. En esa misma década, para completar el panorama, vino la Selección Samper Ortega:
cien libros publicados entre 1935 y 37, con el fin de reafirmar la
tradición literaria nacional; pero, relata el crítico Raymond Williams,
“su contribución a la novela fue mínima”: la mayoría de lo publicado fue
ensayo y poesía que había sido reverenciada por la élite conservadora.
¿Cuál era el conflicto? Mientras los conservadores, críticos en su
mayoría, decían que no había novelas, los liberales, en su mayoría
novelistas, decían que no había críticos.
Una escritura que surge en medio de la muerte
Varias leyendas se han tejido alrededor de la re-escritura de Las estrellas son negras.
El escritor Alfonso Carvajal dice que tras los incendios del 9 de abril
de 1948, al perder su libro por incineración, Palacios “con el arma
ferviente de la memoria lo rehace en dos semanas”. En el prólogo a la
reedición de la Biblioteca de Literatura Afrocolombiana, 2010, Óscar
Collazos confirma esta versión. Por su parte, el historiador y crítico
Enrique Santos M. en la presentación de la novela La selva y la lluvia
(Intermedio, 2010), señala: “La reconstruyó en tres semanas, se la
entregó al editor [Clemente] Airó y retornó a Quibdó” (2010: 13). No
obstante, en la página digital del mismo Santos, por un error de
digitación o por un lapsus memoriae en vez de semanas aparece meses. Para disipar las dudas, nada mejor que citar al propio A. Palacios, quien con ocasión de una ‘Lección conversada’ en el XVI Taller de Escritores U. Central, en 1998 [13],
despeja cualquier duda: “Siempre dejaba todo junto y en uno de los
edificios de la Avenida Jiménez [el Cadena], en donde yo escribía, un
incendio acabó con el libro. Y yo, aprovechando el toque de queda –no se
podía salir por la noche–, y deseoso de que el libro existiera como yo
lo había querido, me puse a reconstruirlo y, en realidad, lo hice en
tres semanas, porque si no lo hacía inmediatamente no hubiera podido
existir”.
Que sea, entonces, Palacios mismo quien relate dónde ocurre su
novela, en cuánto tiempo, en qué ámbito interno, con su trasfondo
ontológico, es decir, la investigación del ser en cuanto ser, en el que
lo esencial es el humanismo, ya en el espacio rural, ya en el urbano:
con lo cual de paso empiezan a quedar sin piso las categorías de novela
rural y de novela urbana: sólo existe la novela:
“La novela, entonces, ocurre en Quibdó, tal vez, en un
kilómetro cuadrado, un kilómetro y medio cuadrado, y en un tiempo de
pocas horas. La novela comienza, más o menos, a las tres de la tarde y
se termina al día siguiente a las seis de la mañana. Había que meter,
poner, todo el argumento, todo lo que ocurre en la novela, en ese
espacio, y en ese corto tiempo. ¿Por qué? Porque lo fundamental es el
hombre. Que se trate de paisaje, o que se trate de lo que se llame
urbano: lo fundamental es el hombre, y donde esté el hombre ahí está lo
esencial: Lo demás son, quizás, disquisiciones que tienen su valor, pero
que no son lo esencial. Lo esencial es el hombre, y yo quise y he
querido siempre hablar sobre el hombre, sus problemas, sus sueños, su
vida íntima, su fuerza, su vigor, su esperanza, sus luchas, porque creo,
también, que el escritor debe estar comprometido con todo lo que atañe,
a cuanto lo rodea, especialmente como hombre” (HU, No 47, 1999: 39-44).
Veamos ahora una página que ilustra los comienzos del maestro
Palacios ya no como persona sino como escritor, la historia de una
escritura que surge en medio de la muerte:
“Juan, hermano de mi papá, nos leía las Mil y una
noches. Creo que ya comenzó a formarse mi interés por el arte de hablar,
de contar, aun cuando no pueda yo decir que por la necesidad de
escribir. Porque hay otro mecanismo para ser escritor, o estar en medio,
y sentir, y vivir en función artística literaria. Miren, a la edad de
doce años murió una prima mía, con la cual jugábamos siempre, fue una
muerte prematura, y cuando la iban a enterrar, en la víspera que
llamamos velorio, en donde se canta y se realizan ciertos ritos
conmovedores, a mí se me ocurrió escribir unas palabras para el momento
que la iban a colocar en la tumba, y ese discurso desató una enorme
emoción, traducida por aplausos, y creo que allí nació la expresión
directa de la necesidad de escribir por alguna razón” (HU No 47).
Libro Primero: ‘Hambre’ (Miseria)
Quizás lo que de entrada suscita la lectura de Hambre, en Las estrellas…, sea, por un lado, la inconsciente asociación del autor con lo bíblico (Libro primero), hecho que se refuerza con el epígrafe de San Mateo en El sermón de la montaña
vinculado también a la pluviosidad y topografía del Chocó: “Y descendió
lluvia, y vinieron ríos, y soplaron vientos, y combatieron aquella
casa; y no cayó: porque estaba fundada sobre la peña”; por otro lado, la
inevitable asociación del lector (y es probable, del autor) con la
novela del noruego Knut Hamsun titulada justamente Hambre,
publicada en 1890 que con seguridad Palacios leyó. Teniendo en cuenta su
humanismo, que no es otra cosa que la preocupación del hombre por el
hombre, quizás haya pensado como Hamsun al definir el aspecto
psicológico de Irra, en el sentido de que si se quiere comprender a la
persona, se habrá de prestar atención, como Hamsun mismo decía, a los:
“Secretos movimientos que se realizan inadvertidos en
lugares apartados de la mente, de la anarquía imprevisible de las
percepciones, de la sutil vida de la fantasía que se esconde bajo la
lupa, de esos devaneos sin rumbo que emprenden el pensamiento y el
sentimiento, viajes aún no hollados, que se realizan con la mente y el
corazón, extrañas actividades nerviosas, murmullos de la sangre,
plegarias de huesos, toda la vida interior del inconsciente”.
Y el viaje que Irra realiza, no sólo físico sino también interno o si
se quiere psicológico, pero no psicoanalítico, lo hace al tiempo con la
mente y el corazón, en medio de la anarquía imprevisible de las
percepciones y de la transmisión sináptica, de la sutil vida de la
fantasía que se esconde bajo su cámara, con la que lo ha dotado el autor
para llevarlo a filmar, con una minuciosidad que asombra, lo externo
para revelarse luego a sí mismo a través de los Otros, de su familia, de
su luz interior. Y cuando se dice pero no psicoanalítico es
porque, siendo la ciencia-arte de Freud una labor intelectual, ¿cómo
podría ser psicoanalítico un texto “sin el más leve soplo del
intelectualismo que ha solido desvirtuar muchas tentativas de novela
acometidas en Colombia”, como señala en el prólogo a la edición de 1949,
José María Restrepo Millán, mentor de Palacios?
Esto conduce a hablar de la relación entre Las estrellas… y
el cine, la que se manifiesta desde el inicio cuando debilitado por el
hambre le pareció a Irra que entraba ya la noche, metáfora del
romanticismo, de la melancolía, de la oscuridad… Entonces, el narrador
hace mención del Lucero de la Boca de Quito, “la más inmensa de todas
las estrellas”, y en ese mismo momento “cruza por su mente una sensación
como las de las películas en serie que daban en el teatro: Tim McCoy…
Warner Baxter… El macho –como denominaban ellos, los muchachos, a los
protagonistas– batiéndose en el corazón de la selva…” (1998: 47). Aquí
se hace alusión a dos de las figuras que dominaban el precario mundo del
cine que en esa época llegaba al Chocó y pudieron conocer niños y
jóvenes: Tim McCoy (1891-1978), actor y oficial militar gringo, nacido
Timothy John Fitzgerald McCoy, en Saginaw, Michigan [14]. Fue una estrella de cine importante por sus roles en westerns.
Tan popular entre los jóvenes, que apareció en la portada de las cajas
de cereal Wheaties (que, eso sí, los niños chocoanos no conocieron). A
los 28 años tenía fama de ser el más joven general de brigada en la
historia del ejército gringo. Su primer largo en MGM, War Paint
(1926), con escenas épicas de los indios en el río a caballo, fue
organizado por McCoy y el director Woody Van Dyke: este fragmento se
reutilizó en muchos westerns de bajo presupuesto, hasta casi el fin de la década de 1950. War Paint marcó la pauta para el futuro de los westerns
de McCoy, en que los indios fueron retratados con simpatía, no como
salvajes sedientos de sangre. Y esto fue lo que quizás pudo llamar la
atención del maestro Palacios.
El otro “macho”, también gringo, Warner Leroy Baxter nació en Columbus, Ohio, en 1889, y murió en 1951 en Beverly Hills [15]. Su actuación más famosa, como vaquero que canta Mi Toni en In Old Arizona, le reportó el Oscar al mejor actor. En el viejo Arizona
es un western de 1928/29 dirigido por Irving Cummings y Raoul Walsh,
candidata a cinco Oscar, incluyendo mejor película. El filme supuso una
gran innovación en Hollywood: fue el primer Western que usó la nueva
tecnología del cine sonoro y que se filmó en exteriores. Para 1936
Baxter era el actor mejor pagado allí; siete años después pasó a
realizar filmes de serie B. Lo importante: En el viejo Arizona está basado en el relato de O. Henry El camino del caballero
que cuenta la historia de Cisco Kid, 25 años, asesino en serie por el
amor de su amada Toni Pérez, al final muerta a manos de quien pretende
matar a aquél. Historia que debió cautivar a Palacios, quien
probablemente ha leído el cuento de aquél autor gringo llamado William
Sidney Porter (1862-1910), muerto por cirrosis y quien antes de pasar a
mirar las flores desde la raíz llevaba en sus bolsillos 23 centavos de
dólar…
El propósito de la referencia a estos dos machos, McCoy y
Baxter, es evidenciar cómo lo inofensivo en apariencia se transforma en
lo más radicalmente lesivo e intolerablemente intolerable; y recordar
los nexos del asunto con algo fundamental: el mundo de la imagen. De
acuerdo con su cita en Las estrellas a ese fenómeno, el del machismo, y sin que importe que el maestro haya leído a otro humanista, Philip French, autor de Westerns (Ediciones
Tres Tiempos, 1977, 163 pp.), puede verse cómo los artistas genuinos
como Palacios, igual que grandes hombres de la historia, tienen esa
virtud semi-profética que se le ha adjudicado a Bolívar, Malcolm X,
Camilo Torres R., Che Guevara, Martin L. King… algo que va más
allá de la coincidencia. La de prever, sin proponérselo, que las figuras
de McCoy y Baxter se fundan al filo del tiempo con el prototipo de la
imagen no sólo fílmica sino social del actor que encarna los valores (carácter,
honor, coraje), la aplicación de la ley, el machismo: John Wayne. Quien
en un futuro cercano llevará a desenmascarar, contra su voluntad, las
intenciones de los gobiernos gringos, desde la remota época de la Doctrina Monroe (1823) pasando por el Manifest Destiny (1845) [16], el Plan Marshall (1947), la pandilla de Nixon (1971), y el neoliberalismo de Reagan y Thatcher (1989): combatir al comunismo [17], hasta la de la guerra preventiva (2001) de Bush. En Westerns, el ya citado French escribe:
“Después de terminar esta obra descubrí alborozado que Eric Bentley compartía mis puntos de vista. Su Theatre of War (Eyre Metheun, Londres, 1973) contiene un ensayo titulado The Political Theatre of John Wayne en
el que observa: ‘El [estadounidense] más importante de nuestra era es
John Wayne. Si damos por sentado que todas las cosas buenas vienen de
California, veremos que Richard Nixon y Ronald Reagan son meros
discípulos de Wayne, actores de reparto en el Western más grande del
mundo, con las carretas amarradas a la estrella de Wayne. En una era en
que lo principal es la imagen, Wayne es la imagen principal, y si el
alma de esa imagen es el machismo (tema que daría lugar a otro
ensayo o, más bien, a un libro entero, el libro de nuestro tiempo), su
cuerpo es el cuerpo político, y su nombre anticomunismo” (1973: 38) No
creo que deba explicarme… Lo que hace más curioso y valiente su alegato
es que Bentley, nacido en Bolton, Reino Unido, en 1916, es desde 1969,
gay: lo que quiere decir, ¿cuándo se había visto a un marica criticando a
un macho y, más que nada, dándosele la razón?”.
Para quienes puedan estar del otro lado de lo descrito, no se preocupen: hay para todos los gustos. En su libro, French
permite inferir la transformación política desde los tiempos de la URSS
hasta la Federación Rusa de hoy, desde Stalin hasta Medvedev, pasando
entre otros por Kruschev, es decir, del más radical realismo socialista
al más laxo, por mafioso, libre mercado: el de, por ejemplo, turbios
negocios de petróleo entre los distintos gobiernos rusos, del primer
lustro de la década de 1990 hasta hoy, con el líder libio Gadafi
(entonces lívido por las hipócritas amenazas de Estados Unidos y sus perritas falderas
Reino Unido y Francia y hoy ya asesinado por quitarle la bicoca de
274.000 millones de euros, que por confiado él había consignado en los
bancos europeos):
“El interés manifiesto de Nixon en el género [western] tiene un extraño paralelo con el de Josif Stalin, según se admite en Kruschev Remembers,
donde leemos que, para las exhibiciones cinematográficas realizadas en
el Kremlin, el jerarca soviético ‘solía seleccionar el material él
mismo. Por lo general se trataba de auténticos trofeos de guerra que
traíamos de Occidente. Muchos eran filmes [estadounidenses]. A él le
gustaban en particular los de cowboys. Solía maldecirlos y evaluarlos
adecuadamente desde el punto de vista ideológico, pero de inmediato
encargaba una serie nueva’” (Traducción de Strobe Talbott —André
Deutsch, Londres, 1971: 297). Lo de perrita faldera lo dice Harold Pinter (Nobel, 2005), referido al Reino Unido; sólo el plural es mío.
Tras hablar de McCoy y Baxter, Palacios realiza un balance entre
realidad y cine, realidad y literatura, imagina una selva enmarañada,
repleta de leones, serpientes y toda suerte de bichos venenosos “como
los que hormigueaban en la selva chocoana” y sugiere a la vez un cambio
de escenarios teniendo en cuenta la fortaleza de los artistas, máxime
dadas las adversas condiciones en que aquí viven: “¿Por qué a los que
hacían películas no se les ocurría venir a filmarlas en el Chocó? Tal
vez allí podrían conseguirse artistas tan machos y mucho más verracos
que Tim McCoy…” (1998: 48). Aunque se han hecho algunas películas en el
Chocó desde 1929 hasta hoy, muy pocas son producciones internacionales,
entre ellas La misión (1985), del inglés Roland Joffé, con una
que otra secuencia rodada allí y la participación de indios waunana y
embera. Ahora, por ser zona de conflicto y, sobre todo, territorio (no)
libre de paracos y guerrilleros, la verdad es que muy pocos directores
se le miden a filmar en el Chocó. Mientras, hay que ver lo que el
focalizador de Las estrellas… fue capaz de hacer con su cámara
en mano: “Irra se detuvo un instante, disparando una mirada hacia la
casa, enfocándola” (98: 49). Aunque ya en Risaralda, Bernardo
Arias hace hincapié en la cultura negra y a su estilo de prosa lo
atraviesa, fuera del discurso homo erótico, una línea poética igual que una promesa original de técnica cinematográfica (18); aunque ya en Mancha de aceite (CUP)
logra una “disposición en planos narrativos que consideran el montaje
cinematográfico […] y la inserción de textos documentales paralelos a la
acción narrativa” (Á. Medina, 1977, citado por Augusto Escobar Mesa),
lo que entraña “un buen conocimiento y una perfecta asimilación del Dos
Passos de Manhattan Transfer, con lo que se adelanta en casi 30 años a la concepción similar de Cepeda en La casa grande”… aunque todo eso no pueda ignorarse, Palacios logra en Las estrellas… un cometido similar.
Entonces: “Ya dentro de la casa, en la primera pieza,
Irra rociaba vistazos por aquellas paredes mugrosas, amarillentas”
(1998: 50). Luego: “Con el rabo del ojo miró pendiente de la puntilla
clavada en la viga carcomida el tiple mohoso, desencordado, astillado el
costado, y con tres clavijas nada más”. Y más adelante: “Disparó la
mirada al pequeño armario de madera […] Y paseó sus ojos por toda la
cocina. […] Contra uno de los ángulos de la cocina, hacia el río, el
fogón, armatoste de barro, tosca mampostería de madera; ocupando la
mitad del fogón se levantaba el horno, cúpula de barro fino. No se
notaba una chispa de candela. Todo aquello veíase muerto, inanimado; los
maderos inmóviles y la hoja de un cuchillo oxidado, enterrada de punta.
[…] Por la mitad de la cocina, a la altura de la cabeza pasaba un
alambre, del cual pendían piezas de ropa mojada, cuya agua se escurría
trazando una línea húmeda en el piso. […] Miró hacia la desembocadura
del río Quito. […] Irra sintió deseos de defecar. […] ¡Qué! ¡Imposible!
El río estaba atestado de gentes [sic] bañándose. […] Era una vaina que
la casa no tuviera un sanitario, por malo que fuera” (Ibíd.: 53).
Mediante la visión de lo externo Irra pasa a revelarse a sí mismo a
través de los demás, del hambre de su familia que es, al tiempo, la
miseria colectiva del Chocó. Lo que hace sin estridencia, como quien
está acostumbrado a privarse de lo elemental, a la vez fundamental,
hasta llegar a preguntarse por la ausencia, no presencia, de un ser
superior:
“Le dolía fuerte el estómago… El hambre… Cierto… No
había comido… Ni su mamá ni sus hermanos tampoco habían pasado bocado,
como no fuera esa saliva amarga, pastosa, que él se estaba tragando
ahora trabajosamente… Tuvo entonces la noción clara de que en todo el
día sólo había tragado un pocillo de café negro… ¿Y ayer? ¿Qué había
comido ayer? Nada. Exactamente, había almorzado cada cual con un pedazo
de plátano asado, sin tomarse una gota de agua de panela. ¿Dónde estaba
Dios? ¿Por qué Dios no se compadecía de ellos, y les dejaba algo a la
entrada de la puerta? ¿Por qué no venía Dios una mañana, o una noche, y
les dejaba un poco de arroz y plátano, o unos dos pesos siquiera en la
cocina? (Ibíd.: 48).
En el prólogo a la edición de 1998, Antonio Cruz C. escribe: ¡Hambre!
Y cita a la propia novela: “¿Por qué [Irra] no se moría? Era preferible
morir. Al menos la muerte ofrecía oportunidad ineludible de comer barro
y gusanos bajo la tumba” (p. 93). Y pasa directo a pensar en el crimen
del intendente. He ahí, buena parte (la gran parte es la tenencia de la
tierra) de la razón de la violencia en Colombia: el hambre como partera
de la violencia al tiempo que la tierra partera de la expoliación. Y,
claro, la violencia como partera de la historia. Lo que, en ningún caso,
significa una justificación de la tierra como partera del despojo, ni
del hambre como partera de la violencia, ni de esta como partera de la
historia. Apenas, una referencia para comprender los tres fenómenos.
En su ensayo Mariela Gutiérrez pone de presente la anomia de la madre
de Irra, su no-identidad, la nulidad de su ser y hace énfasis en un
hecho:
“¡qué esperanza de educación puede tener una mujer
sola y pobre que debe criar a cinco hijos! Día a día se va a la
[quebrada] Yesca a lavar la ropa de los blancos” (2000: 24). Y cita el
texto de Palacios: “trabajando día y noche. Lavaba ropa, planchaba,
cocinaba, hacía vendajes… Sin embargo, siempre lo mismo; ¿Dios no se
acordaba de ellos?” (1998: 59).
Claro que no. De acuerdo con el narrador de Las estrellas son negras
a nadie le importan los pobres ni, si existiera, Dios se acuerda de
ellos, solo de los ricos, es decir, de los que no necesitan, mientras a
los pobres se les niega hasta un pedazo de pan e incluso, como en El día del odio, una gota de agua de panela, por eso nadie cree ya:
“Nadie se conmueve hoy por la suerte de los pobres.
Tampoco Dios se acuerda de los pobres. Todo se lo da a los ricos, a los
que no lo necesitan. En tanto que a nosotros nos niega un pedazo de pan…
¿Por qué, Dios mío?... ¡Já, já!... ¡Nadie cree ya! (1998: 72).
Y como casi nadie cree ya, la religión ha empezado a ser reemplazada por la (mala) música y, de acuerdo con Saramago en La caverna, por esas nuevas catedrales que son los centros comerciales. Pero en Las estrellas… el asunto no para ahí. Cuando Irra piensa que debería irse para Cartagena para así cambiar su vida, como en un lamento in crescendo
vuelve a recordar el hambre y de paso suelta su diatriba contra Dios,
la religión y los curas fariseos que engañan y roban a los pobres:
“¡Qué hambre! ¡Bendito sea Dios! ¿Cómo poder admitirse
que Dios fuera tan…? ¡Que se vaya a la porra con su religión y sus
curas embusteros, que se mantienen engañando y robando a los pobres!...
Lo que decía el periódico… tal vez fuera cierto. Los audaces engañan,
verdad… A los ignorantes y pobres, peor… ‘No creo nada’” (1998: 96).
“¿Y si Dios tenía el propósito de destrozarme por completo?” (1890:
41) […] “La idea anterior de Dios volvió a ocupar mis pensamientos. Me
pareció muy irresponsable por su parte meterse en medio cada vez que
solicitaba un empleo y estropearlo todo, teniendo en cuenta que lo único
que yo pedía era el pan de cada día. Me había fijado en que cuando
llevaba algún tiempo pasando hambre era como si el cerebro se me
escapara de la cabeza a pequeños chorros, dejándome vacío. Mi cabeza se
volvía ligera y ausente, ya no sentía su peso sobre mis hombros y tenía
la sensación de que mis ojos miraban demasiado fijamente cuando dirigía
la vista hacia alguien. […] Sentado en el banco, sumido en estas
meditaciones, iba sintiendo una creciente amargura contra Dios por sus
continuas molestias. Si pensaba que atormentándome y poniendo obstáculo
tras obstáculo en mi camino conseguiría que me acercara más a Él y me
volviera mejor persona, se equivocaba ligeramente, podría asegurárselo. Y
miré al cielo llorando de obstinación y se lo dije en mi interior de
una vez por todas. Me vinieron a la memoria fragmentos de las enseñanzas
religiosas de mi infancia, el tono de la Biblia resonaba en mis oídos y
hablaba conmigo mismo en voz baja, moviendo irónicamente la cabeza.
¿Por qué me preocupaba qué iba a comer, qué iba a beber y con qué iba a
vestir ese miserable saco de gusanos que era mi cuerpo terrenal?” (1890:
42, Google).
La Iglesia-Docente: Un sincretismo involuntario…
El párrafo anterior, que podría intercambiarse con el discurso de Las estrellas… pertenece a Hambre (1890),
de Knut Hamsun, y guarda sorprendente similitud con el espíritu que
anima a Palacios, en cuanto a su asimilación inconsciente de la religión
y al papel que juega ella tanto dentro de la novela como en el
imaginario chocoano: en particular, a partir de lo que se conoce como la
Iglesia-docente, es decir, el periodo de evangelización (forzada) de la Iglesia Católica en las que el Gobierno nacional llamó tierras de misión [19].
Esa labor evangelizadora se dirigió a los indios pero con el aumento
gradual de esclavos para las minas éstos se convirtieron también en
objetivo laboral de los misioneros. Para éstos, los indios eran
infieles, idólatras y herejes, como señala G. Bonfil (20). Desde el
siglo XVIII hasta fines del siglo XX, en medio de los cambios
administrativos y políticos que operaban por cuenta de los procesos de
independencia frente a la Corona española, hacia 1820 la Iglesia-docente:
“se instaló como horizonte de discursos y prácticas
educadoras para las poblaciones integradas al mapa de la nueva
República. Indígenas confinados a territorios de resguardos, y negros
libertos y dispersos por las geografías de las haciendas, las minas, las
plantaciones y algunos poblados céntricos. El desenvolvimiento del
proceso independentista dio lugar a varios fenómenos de tipo jurídico y
político que determinaron el devenir de la Iglesia-docente en el marco del republicanismo” (Ibíd.: 112).
Axel Rojas y Elizabeth Castillo recuerdan que en 1825 Bolívar firmó
en Cuzco un decreto de repartición individual de las tierras de
usufructo colectivo y que en Colombia la Ley del 11 de octubre de 1821
definió que las comunidades indígenas no se llamarían más pueblos de indios sino parroquias de indígenas,
permitió el ingreso y residencia de los no indígenas en ellas y previó
la disolución de los resguardos que serían entregados a las familias
bajo la forma de propiedad privada. Y señalan:
“Aunque la Constitución de 1821 reconocía la ciudadanía a los indígenas, los ubicaba en la clase de miserables,
lo cual los excluía de la posibilidad del voto.[…] Dado que el texto de
la Constitución de 1886 omitió explícitamente referencia alguna a la
existencia de indígenas y negros como integrantes de la República, queda
establecido que estas poblaciones no cuentan con un lugar en
la declaratoria política de la carta constitucional, y, por tanto,
quedan confinadas a una ‘marginalidad jurídica’ que sólo será superada a
finales del siglo XX, con la constituyente que tiene lugar en Colombia
en 1991” […]. “A partir de 1825, los censos nacionales oficializaron el
silencio sobre la raza [negra] al no mencionarla entre los datos
registrados (sino de manera parcial y tácita a través del registro de
los esclavos hasta la abolición en 1851) (Aline Helg, 2004: 28) (Ibíd.:
113).
Para fines del siglo XX, cuando se hace definitiva la formalización
de las relaciones con el Vaticano y las nacientes repúblicas manifiestan
su interés por mantener vigente el catolicismo en sus territorios, bajo
la figura del Concordato, en plena época de Núñez (1880-82; 84-86;
86-88; 92-94) y Caro (1892-98), pero también de José María Campo y
Eliseo Payán (1886-87) y de Carlos Holguín M. (1888-92), la Iglesia
católica adquiere estatus para administrar, junto con el Estado, la
educación nacional. Hecho que define para todo el siglo la ruta de la Iglesia-docente, la que dará lugar a una forma educadora diferenciada para poblaciones negras e indígenas a las que se considera salvajes:
“Con la firma del Concordato, la Iglesia católica
recibió del Estado el rol de reducción y evangelización de los
‘salvajes’, evidenciando el resurgimiento de una alianza que había
demostrado su efectividad durante el periodo de colonización europea:
Estado e Iglesia como agentes civilizadores. Adicionalmente, la figura
de los ‘territorios nacionales’ supuso una imagen homogénea: de
territorios habitados por indígenas, desconociendo la numerosa presencia
de afro descendientes y de otras poblaciones, desde entonces sometidas a
la acción de las misiones” (Rojas y Castillo, 2005: 35).
No es mera coincidencia que en su novela La selva y la lluvia (Progreso,
Moscú, 1958, y por Intermedio Eds., Bogotá, 2010, edición de la que se
cita) al describir Palacios un incidente entre un tranviario y una dama
bogotana, Leonor, capítulo IV (108-45), a raíz de una manifestación
entre la calle 26 y la Plaza de Bolívar, en la que algunos se acostaron
para impedir el paso de ciertos vehículos contra la unidad de la huelga,
se hagan estos juicios: “—¡Indios horrorosos, [¿] no están
viendo que los voy a aplastar [¿]! –gritó, haciendo una embestida. Ante
el peligro evidente, los obreros se desparramaron; Leonor avanzaba
impetuosa como si la ciudad entera fuese apenas un jardín que le
perteneciera por completo”. […] Luego, cuando vio su Packard con las llantas despedazadas, la parte trasera apachurrada y llena de raspones, al ver en el Pote
Rodríguez la causa del accidente, le quitó la gorra y musitó: “Aquí
está el cuerpo del delito” […]. “Transida de cólera, regresó al
anochecer: ¡Sí, son unos indios horrorosos!... ¡unos miserables!... […]
El indio ese me las pagará: […] ¡Yo misma iré con el policía hasta su
casa! Sí, papá tiene la culpa por haber también ayudado a que se les
conceda demasiada libertad… […] Ah, yo le pegaré en la cara al muy
indio”. —“Tranquilízate, mija, que gracias a Dios no te mataron esos
indios salvajes… Lo del carro no importa, tú sabes que está asegurado”
(p. 125). No sé si sea suficiente… con este ejemplo de Palacios sobre
los indios salvajes más allá de la selva, más allá de los campos… con el don de la ubicuidad entre la selva y la lluvia.
Como señalan Castillo y Caicedo, la Iglesia-docente fue a todas luces útil a los afanes políticos y culturales de la clase dirigente pues sus preocupaciones en torno al progreso favorecieron la disposición de las misiones a administrar poblaciones que
por su pasado aborigen y africano “eran vistas como una amenaza para la
narrativa fundacional de la República” (2010: 114). Esta segunda etapa,
republicana, de la Iglesia-docente, fijó en las misiones el
derrotero de la “educación de los otros” a fines del siglo XIX y
comienzos del XX. Para hacer referencia a ese camino por las formas de educar a los otros que se dieron en el país, se pueden reconocer al menos tres tendencias:
1.- La evangelización [forzada] como dispositivo de escolarización requiere humanizar
a quienes están fuera del mundo moral y cultural católico: así, se
funda una noción que asocia diferencia cultural y religiosa con el
fenómeno de lo salvaje.
2.- La escolarización-evangelización se erige en el mecanismo central
de integración y asimilación de los pueblos indígenas planteado durante
el siglo XIX en el marco de construcción del Estado-nación.
3.- La Iglesia-docente dio lugar a un tipo de escuela
fundada en la idea de tutelar a los pueblos étnicos respecto al tipo de
educación que (supuestamente) requerían: entonces, surge a la par una
idea de escuela, maestro y saber misionero como ejes del modelo (Castillo y Caicedo, 2008: 18, citado en 2010: 117).
En medio del ámbito descrito, podría decirse, de un sincretismo
involuntario, por no decir impuesto, creció Palacios: en un lugar,
Chocó, en el que, como masa homogénea, los salvajes impedían
reconocer la innúmera presencia de afro descendientes y de otros grupos.
Así, entre el desconocimiento y la invisibilización, entre la
evangelización forzada y la asimilación inconsciente de la religión,
¿cómo no entender la recurrencia a las citas bíblicas en su literatura,
cómo pretender ignorar semejante influencia tanto en su vida como en su
obra, cómo hacer para ocultar su reconocimiento personal de dicha
influencia, así como su rebeldía frente a ella? Por eso, cabe reiterar:
“¿Cómo poder admitirse que Dios fuera tan…? ¡Que se vaya a la porra con
su religión y sus curas embusteros, que se mantienen engañando y robando
a los pobres! […] ‘No creo nada’”.
Cuando Irra es poseído por la ira entra en la desesperación al
reconocer cómo el hambre, la miseria y la marginalidad derivan en su
degradación, en la de cualquiera que se halle como él: “Tampoco valía la
vida siendo perro o gato o gallina: ¡hombre o perro era lo mismo, a
diferencia de que el perro no tenía conciencia de lo perro que era y en
cambio el hombre padecía la tremenda certeza de ser menos que perro!”
(1998: 61-62).
El odio invade la habitación de Irra cuando éste soltó sobre su madre
una mirada fulminante (Ibíd.: 73). Así se va forjando un odio de esos
que conviene no olvidar…
Libro Segundo: ‘Ira’ (Odio)
Cuando Irra sale de la trastienda del turco don José sintiéndose
aplastado por el mundo, más que el hambre y la humillación lo que él
evidencia es el fardo de la culpa, la mayor y la peor herencia de la
religión institucionalizada: la que la Iglesia Católica ha inoculado no
sólo en las poblaciones negras e indígenas, también en los hermanos menores,
durante más de cuatro siglos. Entonces, Irra corrió “hacia el parque,
con un terrible ardor en la espalda, ardor causado por los ojos de toda
la humanidad clavados en él”. Y es que acaba de convertirse en una
víctima más de la sodomía, foránea, turca o siria da igual: “Irra,
arrellanado pesadamente sobre la banca, sobrellevaba el humillante
escozor en el trasero, y el calor de la banca soleada”. Y más adelante,
con la cara perlada de sudor y enjugándose con la palma de la mano lanza
imprecaciones mentales: “¡Maldito turco! […] ¿Nadie habría visto?...
¿No se habría enterado alguien a través de la ranura del piso de
arriba?” (1998: 103). Dura experiencia de formación, la de Irra, duro
abandono de esa línea de sombra que separa al adolescente del adulto,
duro paso para hacerse hombre: por eso, al revisar la arquitectura de la
Iglesia, Irra se tortura el cerebro con la irrupción repentina de la
idea del suicidio. Y en las hondas grietas de su conciencia “se agitaba
la desesperación nutrida por el hambre, la ignorancia, la incapacidad”
(Ibíd.: 104). He ahí, por contraste, un llamado desesperado a que el
pueblo tenga acceso a la comida, a la educación, a la cultura.
Precisamente, para que no haya violencia, los cuarteles no se tomen las
escuelas, los cementerios sean reemplazados por hospitales. Pero, no
para que estos sean cerrados. Sino para que cada día que pase, la
prevención vaya dejando atrás a la enfermedad y por ende a la muerte. Y
para que haya menos desempleo: para que así Irra no tenga que sentir
envidia y para que de esta no pase a la violencia. Para que ni piense en
pisotear al ingeniero de la carretera que lo ha humillado al buscar
empleo: “¡Fuera de aquí, so mierda!... ¡Estoy ocupado!” (Ibíd.: 105).
Una carretera que, entre otras cosas, no se ha terminado… la de
Medellín-Quibdó, para no pasar por la penosa experiencia de decir
Quibdó-Medellín.
Ya no hay duda: “Él, Irra, por fin iba a realizar algo en servicio
del pueblo [matar al intendente]. El mal gobierno era el culpable de la
miseria. Todos los gobernantes que él había conocido, pésimos. Al
principio llenaban qué cantidad de papeles con promesas de trabajo, de
abaratamiento de víveres, de yo qué sé qué. ¿Cómo era eso de que ni
siquiera hubiera una solita obra pública en construcción? Bello que los
pobres se apoderaran del mandato… Y esta tarde él, Irra, colocaría un
grano de arena. Luego toda la nación entendería su deber. El gobierno
era malo. Irra tenía una vaga idea de lo que llamaban re-vo-lu-ción…
Gobierno en las manos de los ricos que no sabían cómo era aguantar
hambre, no ponerse un vestido, caminar descalzo o con zapatos rotos,
vivir dentro de un rancho podrido. La gente se mantenía anémica. Los
niños morían a montones. El pabellón antituberculoso estaba repleto.
¡Qué le iba a llamar la atención a los ricos la estrechez de los pobres,
cuando Dios mismo no hacía caso! Ni siquiera había logrado que los
curas levantaran templos decentes” (1998: 107). Quizás por eso la
alusión a las estrellas de los blancos y a las de los negros; en la
cultura ashanti las estrellas son las hijas del sol y de la luna; como
relata Javier Ocampo L. a través de Evelina Félicité, “según algunas
creencias ashanti, el dios Amma creó el sol y la luna moldeando dos
vasijas blancas, la una rodeada de una espiral de cobre blanco, y creó
las estrellas arrojando bolillas de tierra al espacio. Los negros
nacieron bajo el sol y los blancos bajo la luna”. Por su parte, en Las estrellas… se
narra: “¡Oh, influjo implacable de los astros sobre el alma de los
mortales! ¡Oh, Dios! ¿En cuál estrella pusiste mi llave? Algunos nacemos
para morir sin tregua… Otros nacen para la alegría. Son estrellas
diferentes. Las de ellos titilan eternamente y tienen el precio del
diamante. Y la mía, Señor, es una estrella negra… ¡Negra como mi cara,
Señor!” (1998: 109). La vergüenza es que habiéndose publicado en 1949,
este alegato socio-político sigue teniendo vigencia. Y el de Irra sigue
siendo un odio de esos que conviene no olvidar…
El Libro segundo, que se inicia con la humillación de Irra, muestra la violencia y el compromiso social que, en conjunto con los mitos ashanti y bíblicos del Primero,
como advierte Félicité, marcan la pauta ideológica de la novela.
Entonces, si la humillación impele a Irra a buscar un cambio, por
impotencia, incertidumbre o incapacidad, lo acaba llevando al sexo sin
freno, a la violación, al asesinato de la inocencia…
La bruja de las minas: Novela precursora…
En este Libro segundo hay una mención del bolero Bésame mucho (1940), de Consuelo Velásquez (21). Luego, una nueva referencia al cine, la del filme Qué verde era mi valle (1941),
de John Ford, basado en la novela de Richard Llewellyn, británico que
se sentía galés, en la que Huw, en primera persona, habla del trabajo en
las minas de carbón de un pueblo galés (fines del siglo XIX y primer
tercio del XX). En la zona de Gales vive la familia Morgan, orgullosa de
ser minera y de respetar la tradición, la familia, la propiedad. La
baja de los salarios en la mina enfrentará al padre con sus hijos, que
ven en la unión sindical la única forma de hacer frente a los
patrones... Argumento que tiene no poco que ver con la preocupación de
Palacios por estos asuntos –nunca ha ocultado su simpatía por las ideas
socialistas–, así como con la explotación de las minas en Colombia y, en
particular, las de oro y platino en el Chocó (22). Lo que, antes de que
Palacios lo hiciera en sus obras, un coterráneo, Gregorio Sánchez G.
(Istmina, 1895-Cali, 1942), lo había hecho en las suyas, que venía
escribiendo desde 1924.
En otras palabras, aunque por razones de su calidad literaria se le atribuya a Palacios el título de Padre fundador de la literatura afrocolombiana, en rigor y aunque pudiera considerarse su obra menor a la de aquél, Sánchez lo precede con La bruja de las minas,
escrita en 1938 y publicada finalmente por Editorial América en 1947
(219 pp.; reedición: 180), cinco años después de la muerte del escritor.
Podría decirse, dada su propia historia, la de Aspasia, que La bruja…
renace de sus cenizas con la reedición, en 2010, por el Mininsterio de
Cultura en su Biblioteca de Literatura Afrocolombiana, colección de 19
libros en la que, no en vano, el primer volumen le fue asignado a la
obra de Sánchez G.; el segundo, a Las estrellas…, de Palacios; y el tercero, a Changó, el gran putas,
de (Manuel) Zapata O. (23). Así, la intención aquí no es herir
susceptibilidades, sino hacer un cotejo histórico más cercano a la
verdad… Al respecto podría decirse, sencillamente, “el crítico es un
descubridor de descubrimientos”, como sostiene Mílan Kúndera (sic).
Los tres primeros capítulos de La bruja... hablan del
Marmato antiguo, distrito ocupado por pequeños propietarios de minas
como, por ejemplo, Florencio Botero, con cuya muerte termina esa parte
inicial tras la llegada de un destacamento del ejército oficial al mando
de Mandíbulas, general que desaloja a los dueños de las minas
mientras un soldado mata de un disparo a Botero, en presencia de su
mujer y de su hija, con el pretexto de estar aplicando la ley.
Como recuerda el historiador Jairo Henry Arroyo en el prólogo, ese
pasaje hace alusión a uno de los hechos más importantes en la historia
de Marmato: “la ocupación llevada a cabo por Eduardo Vásquez C. en 1906
que, como afirma Otto Morales B. […], fue una posesión violenta con la
que pretendía toda la región aurífera de Supía y Marmato” (2010: 11). O
sea, la misma época en que el general Alfredo Vásquez C., hermano de
aquél y ministro de Relaciones Exteriores de Rafael Reyes (1904-09) era
arrendatario de una gran variedad de minas en las poblaciones de Supía y
Marmato que, desde la época colonial, formaron parte de la unidad
político-administrativa de Popayán. Vásquez Cobo obtuvo dichos
privilegios gracias al reconocimiento oficial a su abnegada participación
en la Guerra de los Mil Días, conflicto que desembocará en la entrega
de Panamá, por parte del alcohólico-gobierno de José M. Marroquín, en
1903 (24). Un año antes de la ocupación de Marmato, en 1905, como si se
tratara de ahora, de El señor presidente de entre 2002 y 2010,
de su natural heredero Santos y de unos Nule mineros, el ministro
Vásquez había hecho traspaso de su contrato por veinte años a The C. W. Sindicate Limited, lo que le permitió a aquél asegurar unos hono(dolo)rarios importantes. Escribe Arroyo, en un pasado que parece presente, que la concesión de la novela “no fue
otra cosa que la apropiación de los recursos mineros nacionales por
parte de empresas trasnacionales, con la complicidad de los funcionarios
más prestantes del Estado colombiano haciendo uso de la fuerza y la
violencia” (Ibíd.: 11). El de la concesión, o la apropiación de
recursos por las multinacionales, es un hecho parecido al que ocurrió
con la UFCO en Ciénaga y que llevó en 1928 a la Masacre de las Bananeras
que, en forma similar al caso Palacios-Sánchez, se reconoce más por
García Márquez en Cien años, aunque sea Cepeda Samudio quien lo haya hecho antes y mejor, en cuanto toca al tratamiento mítico y narrativo, en La casa grande, trabajo literario que puede considerarse padre de Cien años… así como los tíos son Cosme, 1927, de José F. Fuenmayor (25) y Respirando el verano, 1962, de Héctor Rojas H.
En la segunda parte de La bruja…, cuarto capítulo en
adelante, la empresa inglesa, única propietaria de las minas y en
libertad de explotar el oro a través de la tecnología de los molinos, es
protagonista. Propietarios, la masa de obreros en los socavones, un
ingeniero, un abogado, un contador, el administrador y el médico juegan
un rol esencial en un texto que se construye a partir de lo cotidiano:
el caserío; el día de mercado; la fiesta de negros y mulatos; el
derrumbe y la muerte en las minas; la xenofobia hacia los gitanos; el
conflicto entre mujeres a causa de un hombre… La novela termina como se
abre: la muerte de Florencio y más tarde la de Aspasia; la niña Mary en
medio del peligro, la violencia, la destrucción; la pugna entre la
empresa minera y los trabajadores.
Libro Tercero: ‘¡Nive!’ (Sexo – Pasión)
La lluvia tiene “horro […], como llanto de niño quicato” a Irra.
Viene su experiencia sexual, la de un negro, de 18 años que no había
poseído, “¡poseído!, una hembra” (1998: 140) con Nive, muchacha, mulata,
de catorce años que “ya se estaba desarrollando” (Ibíd.: 139). Lo que,
en otras palabras, equivalía a que: “La voz de la tierra le gritaba a
Irra acerca del imperio de la fusión de las sangres. Y como en película
proyectada lentamente le mostró concretamente las casas de los
extranjeros, con mujeres negras como la madre de Irra y como la madre de
Nive… y unos hijos mulatos” (Ibíd.: 141). Tal como anota Mariela
Gutiérrez en su ensayo Arnoldo Palacios y el despertar psicosocial del negro chocoano “para
la familia de Nive el que ella se case con Irra sería dar un paso atrás
racialmente. No obstante, Irra la sigue deseando y no se detiene ante
el tabú cuando encuentra la oportunidad de poseerla” (2000: 30). Pues
socialmente no es aceptada la unión de un negro y una mulata. Y cita
enseguida al crítico Marvin Lewis: “En un sentido darwinista, el hambre,
la ira y el sexo son los tres impulsos naturales que Israel trata de
satisfacer. A pesar de su miserable estado físico su urgencia sexual no
ha disminuido”. ¿En un medio en el que no se puede satisfacer el hambre,
qué más queda si no la rabia o el sexo y/o la pasión?
Y de esto trata el Libro tercero, escrito con una
minuciosidad e intensidad inusitadas, con lo que Palacios parece
corroborar la tesis de Lewis en el sentido de que si Irra sufre es por
no poder satisfacer el hambre (en su casa), la ira (con el intento de
matar al Intendente), el sexo (con su amada de infancia Nive). Bastarían
unas pocas citas para entender el abordaje que de tan delicado asunto
hace el escritor; la elegancia con que describe algo que hubiera podido
perderse entre la bruma del morbo o del hard-core… (como en el
filme de Paul Schrader); en fin, la actitud patológica hacia las mujeres
que se esconde detrás del deseo sexual de Irra (“Sólo una vez estuvo
con una puta del Bataclán…”). Deseo sexual que se podría relacionar de
forma lícita con el ansia de Poder, el que se revela en Irra cuando
desea poseer a Nive y piensa por qué diablos tiembla (“¿Resultado de
instintos sexuales? ¿Temor a alguien?”) y, sin embargo, al tiempo que
procura calmarse al pensar que ella lo quiere desde hace mucho tiempo, el autor implícito hace un revelador retrato de los conquistadores y de la dupla sexo-poder:
“De continente apartado por océanos vinieron hombres
blancos, desembarcaron con las manos vacías, zapatos rotos, ropa
deshecha por el viento y la sal de los mares. E instalándose en
cualquier pueblucho comenzaron a trabajar. Levantaron el primer
tinglado, bajo el cual fundaron hogar. Y fue la madre una mujer negra,
pobre analfabeta, de estirpe igual…” (1998: 141).
En este pasaje reaparece el cine y, al unísono, el dolor de la
realidad, con la autoconfesión de Irra acerca de la certeza de él ser
negro y Nive mulata, lo que implica el grito de la tierra a la fusión de
las sangres; y, la ensoñación del arte, con la referencia al filme que
le muestra en ralentí las casas de los extranjeros con mujeres negras y
sus hijos mulatos que vivían en hogares en los que vibraba la alegría en
torno a la mesa, lo que conlleva la abstracción romántica del
protagonista al pensar en embriagarse al calor de una muchacha virgen:
“Irra sentía ya el advenimiento del milagro. Y vio
cómo cargaban frutos los campos de todas las orillas. Y vio cómo el oro
de las minas no huía de la noche a la mañana. Y vio cómo los peces
venían a las propias manos de los pescadores” (1998: 142).
Lo que en otras palabras muestra el choque entre el principio del placer y el de realidad, del que hablaba Marcuse en Eros y civilización (1955) o cómo esta se apoya sobre la represión permanente del instinto humano.
Libro Cuarto: ‘Luz interior’ (Libertad)
Irra teme que la lancha de carga Santa Teresita haya
partido. Se levanta de la cama, la boca le sabe amarga, igual que la
saliva. Se viste, no se pone camiseta, calzoncillos ni mucho menos saco.
Piensa que es un mendigo y se pregunta qué lo diferencia de la mujer
que vio el día anterior arrastrándose en el pavimento. Mientras ella
extendía la mano para obtener una limosna, él se revienta los sesos
pensando en la nueva manera de postrarse ante el tendero para fiar una
libra de arroz y ocho plátanos. Irra advierte un cuerpo cuyo resoplido
llenaba el cuarto, el de Jesús, cuyo porvenir era idéntico al de aquél:
tal vez peor porque la vida allí rodaba hacia el aniquilamiento del
hombre… El porvenir de Jesús en el Chocó es incierto. Como el de los
demás: “La vira no vale un galgajo”, dice Iván a Irra, poco antes de que
se sepa que la carne fresca que ha comido un perro es calne e gente
(1998: 153). Cuando Irra fracasa en su intento de irse en el buque,
aquel proyecto en que sembró su esperanza de redención, o sea, ante la
frustración externa, surge imparable del fondo de su mente y de su
cuerpo, de su luz interior, un sucedáneo de la liberación: con ello
queda claro que a lo primario se impone lo sublime: la libertad. El
sentimiento de libertad, más poderoso que el hecho de estar
libre… Por eso, no en vano, la novela al marcar su fin, con la palabra
libre, entre signos de admiración, al tiempo marca el comienzo de la
liberación del protagonista, lo mismo que el de la del autor… Así, Irra
logra su auto afirmación en el mundo al tiempo que descubre sus valores,
su dignidad, su humanidad, como reconoce, para sí, un camino a la
libertad. En defensa de la vida, contra el acto de matar, no de morir.
Todo ello a través del lenguaje oral y haciendo predominar en el
texto el discurso de la cristiandad para sugerir a la postre, en las
continuas quejas de Irra, a la vez reflejo de un odio que conviene no
olvidar, el desamparo del hombre por Dios, como sostiene Marvin Lewis en
su ensayo Pisando el camino de ébano: Ideología y violencia en la prosa de ficción afrocolombiana contemporánea [26],
en el que se refiere a los cinco principales escritores negros de
ficción en el país: Palacios, Carlos A. Truque, Jorge Artel, Manuel
Zapata O. y Juan Zapata O., quien con una de sus obras, de 1984, le da
título al ensayo (27); allí tampoco aparece Sánchez G. como figura
literaria afrocolombiana. Las estrellas… por su manejo del
lenguaje hablado, contiene, por un lado, el discurso de los marginados
que así mantienen su raíz africana y de paso se niegan a ser asimilados;
por otro, un discurso que se opone al oficial, constituyéndose en
paradigma de lo que el crítico J. Lee Green, llamó la estrategia de la máscara:
utilizar el lenguaje oral, jergal, como defensa frente a la
intromisión, opresión y represión del sistema… (28) Como anota Evelina
Félicité, el autor implícito de Las estrellas… va más allá de
criticar a la sociedad burguesa del Chocó, a la que nada le importan los
pobres: se interesa por el origen que lleva al colapso a esta sociedad y
cómo afecta la corrupción a los grupos marginados. En esta perspectiva
los aspectos míticos se ven proyectados a través del nihilismo de Irra
(29). La tradición histórico-religiosa (católica) se refuta con el
rompimiento del orden moral y, más, con el quebrantamiento de la ética
dirigente. Los disturbios políticos reflejan la ideología (liberal) del
autor implícito, a través de la denuncia de la oligarquía (centralista)
que ha llevado al Chocó al atraso, a la marginalidad, al olvido… En lo
que no tiene razón Evelina Félicité, por lo ya dicho, es en que “Las estrellas son negras inicia
la narrativa afrocolombiana”. Sí en cuanto a que: “La temática general
de esta novela será una de las muchas aportaciones de Palacios a la
estética afrocolombiana”. También respecto a que:
“En la estética de la narrativa afrocolombiana se
observa una situación marginal en el individuo que no pertenece a la
raza blanca. Esta marginación entrelazada con la política, la religión
católica y el proceso cultural refleja una falta de reconocimiento del
legado africano o indígena en la cultura de la costa” (1995: 127).
Quizás por sus muchas aportaciones a la estética afrocolombiana es
que un personaje tan conservador como Luis López de Mesa, lo que hace
desconcertante su elogio, a comienzos de la década de 1950, tras leer Las estrellas..., dijo que “las dos grandes promesas de la literatura colombiana son Arnoldo Palacios y Gabriel García Márquez”.
A manera de conclusión
La dedicatoria de este texto [véase nota final] obedece a que siempre
he visto en la obra de Palacios el ánimo exclusivo de escribir, sin
pensar en ello como un trabajo, sin preocuparse por el dinero, el éxito
ni la fama: sólo porque lo que escriba sea bueno o al menos lo deje
satisfecho. También porque de su voz se desprende un humanismo que se
puede emparentar con el de Gramsci, otro sabedor de la pobreza a partir
de sí mismo, así se pudiera especular con que el maestro no ha leído al
intelectual orgánico italiano (30):
“Porque lo fundamental es el hombre. Que se trate de
paisaje, o que se trata de lo que se llame urbano: lo fundamental es el
hombre y donde esté el hombre ahí está lo esencial. Lo
demás son, quizás, disquisiciones que tienen su valor, pero que no son
lo esencial. Lo esencial es el hombre, y yo quise y he querido siempre
hablar sobre el hombre, sus problemas, sus sueños, su vida íntima, su
fuerza, su vigor, su esperanza, sus luchas, porque creo, también, que el
escritor debe estar comprometido con todo lo que atañe a cuanto lo
rodea, especialmente como hombre” (Origen de un escritor, Arnoldo Palacios en Hojas Universitarias No 47, abril de 1999: 39-44).
Y con la conciencia clara de una única certeza: “He escogido el arte
como ceba de mis actividades, porque el arte es fiel y único merecedor
de sacrificio” (Ibíd.: 11). Acerca del sacrificio podría recordarse al
maestro del cine y de la vida, el ruso Tarkovski, para quien en eso
consiste la libertad: “Libertad: sacrificio hecho en nombre del amor”.
Lo que en el caso de Palacios lo lleva a uno al sacrificio en nombre del
amor a la literatura, lo que de paso se asimila a la idea de
Baudrillard sobre la verdadera evolución del hombre, sujeto esencial
para Palacios: “El verdadero ascenso espiritual del hombre está en el
retorno al abrazo de las cosas humildes”. Idea contenida en Buscando mi madredediós, La selva y la lluvia, Las estrellas son negras. Y, ante todo, en su vida…
El propósito de este ensayo fue hablar del autor de Las estrellas desde
la óptima comunicación: la que se establece de forma tácita entre el
autor que escribe en su soledad y el lector en su soledad leyéndolo. En
otras palabras: la lectura verdadera es una re-creación y es que el
libro tiene una vida que en soledad le da su autor y otra que va
naciendo en el encuentro con el alma solitaria del lector. Ensayo que se
escribió pensando siempre en la puesta en práctica de las palabras de
papá Venancio, progenitor del maestro Arnoldo de los Santos Palacios M. a
ver si algún día en Colombia, siendo lo esencial el hombre, matar pasa a ser un acto excluido de nuestras vidas. ¿Quién se negaría a hacer parte de semejante conjura contra el acto de asesinar, no de morir…?
Nadie: salvo los defensores a ultranza de la guerra, los pobres
diablos sin voluntad política para hacer la paz, los apologistas de la
sinrazón, del consumo, del pensamiento único: en síntesis, los
denominados sanos que, como se sentencia en Nostalghia a través de Doménico, han llevado al mundo al borde de la catástrofe. Si Dreyer filmó en Ordet un milagro, el de la resurrección profetizada por Johannes de una Inger en embarazo, Tarkovski en Nostalghia ofrece
una acción de fe sublime: atravesar una piscina con una vela encendida
para salvar al mundo… Mientras tanto, Palacios hizo el milagro que no
logró con su ópera-prima: atravesó un océano para no sólo salvarse él.
Al tomar su decisión, al enfrentarse a la realidad del querer, al perder
el miedo, logró que el Chocó quedara esculpido en el tiempo, pese a la
amnesia de los políticos, a la desidia del poder central, a la
indiferencia de los colombianos. Y al mismo tiempo puso en acción el
deseo, que es en lo que consiste la libertad, para lograr sus
propósitos, los mismos de su madre, Magdalena: encontrar su madredediós.
Que, en el fondo, no es nada material: simplemente, la consolidación de
los sueños, los que siempre están detrás de toda obra artística, en
este caso de la obra del auténtico Joyce del Trópico.
He ahí una sutil diferencia entre el artista y el político.
Lo que a su manera Palacios logra con el gesto existencial ulterior de
su magna obra: al aparente fracaso de Irra por no poder viajar, se opone
el sentirse libre, que al tiempo significa que nos aferramos al arte
para que no nos mate la vida, que sólo el arte se opone a la muerte, que
sin la ilusión el hombre es paja ardiente de la realidad… Gracias,
Arnoldo Palacios, el Joyce del Trópico, gracias a su epopeya que dura
sólo 15 horas por recordarnos con ella las palabras de Gaston Bachelard:
“Imaginar siempre será más grande que vivir”. Palabras que, por gracia
de Las estrellas son negras y demás obras, adquieren un cariz
aun más especial si se considera el amor a la vida que ha tenido Arnoldo
Palacios: vivir, a veces, es tan grande como imaginar. Y mucho más
sencillo que matar: acto que debería ser excluido de nuestras vidas si, a
la vez, lográramos prescindir de los políticos.
Notas
[1] 1949, Editorial Iqueima, 1ª edición; 1971, Editorial Revista Colombiana, Populibro, 2ª edición; 1998, Min. de Cultura, Homenajes Nacionales de Literatura, 3ª edición; 2007, Intermedio Editores, 4ª edición.
[2] 1958, Editorial Progreso, de Moscú, 1ª edición; 2010, Intermedio Editores, 2ª edición.
[3] 1989, 1ª edición; 2009, 2ª edición, Universidad del Valle y Ministerio de Cultura, 344 pp.
[4] Revista Nómadas No 33, oct/10: 114.
[5] Dice Palacios: “Ahora tengo el libro de que hablaba Isaías Peña, Buscando mi madredediós.
En el Chocó, la expresión "buscar su madre de Dios" significa andar a
la caza de un trabajito diario, que le permita subsistir a la persona,
con qué comprar, ganar un diario, con qué comprar un poco de sal, de
manteca, algunos bananos, eso es "buscar su madre de Dios". ¿Qué está
haciendo usted por ahí?, digo: "Buscando mi madre de Dios". "Madre de
Dios" no es que esté buscando a la Virgen Santísima, a la Madre de
Cristo. Entonces, yo hice una sola palabra de Madre de Dios, ya es un
sustantivo, entonces creé la palabra "Madredediós", que es buscar, ganar
la subsistencia diaria, rebuscarse. De ese libro está publicada la
primera parte en francés, en una traducción de mi señora, una traducción
perfecta, que yo la hubiera podido firmar”. En efecto, hecha por
Beatriz y titulada La Forét et la Pluie. Y agrega Palacios: “Yo
dije, entonces, en realidad, escribo la biografía de mí mismo, y
entonces, me sentí tranquilo y pude escribir sobre mí porque estoy
escribiendo sobre el Chocó, sin pensar ni en la gloria, ni en que va a
tener tal o cual repercusión para mí mismo”. Ahora lo que dice su madre
Magdalena sobre la madredediós, cuando Arnoldo quería irse del
pueblo, a estudiar: “Si esa es su suerte, que se vaya. Esa será su forma
de conseguir algún día su madredediós” (2009: 339).
[6] Arnoldo Palacios es, en mi
concepto, el auténtico Joyce del Trópico y su novela el Ulises nacional
pues mucho antes de que al ensayista J. S. de Montfort
(Valencia, España, 1977) se le ocurriera hablar del bogotano Rafael
Chaparro Madiedo (1963-1995), como “El Joyce del trópico”… por su novela
Opio en las nubes (Premio Nacional de Novela 1992) ya en 1949 Palacios había publicado Las estrellas son negras, una obra que incluso transcurre en menos tiempo que la obra de Joyce: 15 horas.
[7] Básicamente los de José M.
Restrepo Millán, Antonio Cruz C., Gustavo Vasco, Óscar Collazos y el
ensayo de Mariela Gutiérrez, respecto a Las estrellas son negras; el de Enrique Santos M., respecto a La selva y la lluvia (2010); el de Antonio Cruz C. en el prólogo, respecto a Buscando mi madredediós (2009); el del propio Palacios en el prefacio al mismo texto.
[8] La primera, dándose a la tarea
del rescate y divulgación de la poesía afrocubana, o sea, al
redescubrimiento de las raíces étnico-culturales del Caribe, con sus
“ritmos populares de cadencias musicales y el deleite verbal de vocablos
negros que estimulan la imaginación” (Verani, 1977, citado por AEM
sobre Mancha de aceite, CUP: 13). La revista peruana opta, a su
vez, por el retorno a la tradición indígena inserta en las nuevas
corrientes y en busca de valores autóctonos que posibiliten consolidar
el espíritu latinoamericano.
[9] Pasando por La casa de vecindad (1930), de José A. Osorio Lizarazo; Una derrota sin batalla (1933), de Enrique Pardo F., conocido como Luis Tablanca; Cuatro años a bordo de mí mismo (1934), de Eduardo Zalamea B.; La bruja de las minas (1938-47), de Gregorio Sánchez G.; Hombres sin presente (1938), de J. A. Osorio L.; Tierra mojada (1947), de Manuel Zapata O.
[10] 1972: 82, citado por A. Escobar en Americanismo y Modernidad en Mancha de aceite, U. de Antioquia: 7.
[11] Rodríguez M., Emir, 1972: 139, en Tradición y renovación, capítulo del libro compilado por César Fernández M. América Latina en su literatura, México, Siglo XXI-UNESCO, 1972: 139-166 (citado por AEM.: 7-8).
[12] Entre ellos Manuel M. Madiedo, un mulato discriminado por las altas esferas sociales de la época logró que su novela Maldición fuera publicada en 1859. 36 años más tarde, la primera novela modernista nacional, De sobremesa, del también poeta Silva. Luego, La vorágine, de Rivera; Cosme, de Fuenmayor; y Mancha de aceite,
de CUP. No obstante, hay que aclarar que ya en 1844 se publicó la
primera novela colombiana de corte liberal e histórico, en Jamaica: Ingermina o la hija de Calamar, de otro mulato, Juan José Nieto.
[13] Exactamente el 3 de junio de ese año, en el aula Múltiple de la Universidad Central. La versión escrita es de Hojas Universitarias No 4/, abril de 1999: Aproximaciones Literarias: Origen de un escritor, por Arnoldo Palacios, pp. 39-44; la digital, de la revista canadiense Azularte.
[14] McCoy, hijo de un soldado
irlandés que luchó para la Unión en la Guerra Civil (1861-65), más tarde
se hizo jefe de la policía en Saginaw. Asistió a St. Ignatius College
en Chicago y después de ver un espectáculo del oeste allí, dejó la
escuela y encontró trabajo en un rancho de Wyoming, donde se convirtió
en experto jinete desarrollando un conocimiento de las formas y los
idiomas de las tribus nativas en la zona. Compitió en rodeos y luego se
alistó en el ejército cuando EE.UU entró en la guerra. También fue
condecorado en la I y la II Guerra Mundial, llegando al rango de coronel
en la Fuerza Aérea. En 1922, fue consultado por Jesse L. Lasky, para
proporcionar extras indios para el show del oeste The Covered Wagon (1923). Trajo a cientos de sus
indios a Utah y fue asesor técnico en el filme. Terminado este, se le
pide traer a un grupo más pequeño de indios a Hollywood, para una visión
previa a la proyección de cada filme. Esta etapa, muy popular, le
permitió estar ocho meses en Hollywood y varios más en Londres y París.
Regresó a su rancho de Wyoming, pero Irving Thalberg de MGM pronto le
firmó un contrato para una serie de aventuras que lo lanzó al
estrellato. McCoy hizo 92 filmes en 40 años, de 1925 a 65. Entre los más
conocidos: The Law of the Range y Riders of the Dark, ambos de 1927, Fighting for Justice (1932), Outlaws’ Paradise (1938), Riders of the West (1942), The Tim McCoy Show (1952) y Requiem for a Gunfighter (1965).
[15] En 1898, Baxter se mudó junto con
su madre a San Francisco. Luego del terremoto de 1906, su familia tuvo
que vivir en una tienda por dos semanas. En 1910, Baxter empezó a actuar
en vodevil, más tarde en teatro y luego inició su carrera
cinematográfica como extra. Tuvo su primer papel protagónico en 1921 en
el filme Sheltered Daughters. Durante la década de 1920 actuó en 48 filmes. Entre 1914 y 50, en más de cien. Estuvo casado con la actriz Winifred
Bryson desde 1918 hasta su muerte. Como tenía artritis, se realizó una
lobotomía para reducir el dolor. Murió poco después de neumonía y fue
enterrado en el Forest Lawn Memorial Park en Glendale, California. Otros filmes: Grand Canary, Broadway Bill y Kidnapped.
[16] Destino manifiesto se cita por primera vez en un artículo de John O’Sullivan, publicado en Democratic Review,
New York, jul-ago de 1845: “El cumplimiento de nuestro destino
manifiesto es extendernos por todo el continente que nos ha sido
asignado por la Providencia, para el desarrollo del gran experimento de
libertad y autogobierno. Es un derecho como el que tiene un árbol de
obtener el aire y la tierra necesarios para el desarrollo pleno de sus
capacidades y el crecimiento que tiene como destino” (Wikipedia).
[17] Bajo engaños como el de la Alianza para el Progreso,
lanzada en 1961 e ideada para minar la influencia de la Revolución
Cubana; para frenar, a nivel global, la expansión del comunismo; para
dar inicio a una etapa sangrienta en América Latina: la que hoy se
pretende reiniciar con los pretextos de que (el ya difunto) Chávez,
Correa, Kirchner, “líderes elegidos democráticamente, tratan de
consolidar su poder de forma ‘extra-constitucional’”, como dijo Arturo
Valenzuela, Secretario de Asuntos Hemisféricos del Dpto. de Estado (APM:
12.IV.11), olvidando que el presidente al que él representa, Barack
Obama, ha sido acusado por el Congreso de EE.UU de haber ordenado el
bombardeo de Libia extra-constitucionalmente.
[18] John Brushwood, La novela hispanoamericana del siglo XX – Una vista panorámica, FCE, 2001: 120.
[19] “Si el Concordato de 1887
reafirmaba a la Iglesia como orientadora moral de la sociedad
colombiana, reafirmando por ejemplo su injerencia en la educación, para
la costa pacífica su rol protagonista se reforzaba por la
caracterización como tierras de misión que les había dado el gobierno a dichos territorios”, señala C. Agudelo en Retos del multiculturalismo en Colombia. Política y poblaciones negras, Medellín, La Carreta (Citado por E. Castillo y J. A. Caicedo en Rev. Nómadas No 33, U. Central, oct./10: 114).
[20] En El concepto de indio en América: una categoría de la situación colonial (1995, citado en Nómadas No 33: 111): “Esa categoría colonial (los indios)
se aplicó indiscriminadamente a toda la población aborigen sin tomar en
cuenta ninguna de las profundas diferencias que separaban a los
distintos pueblos y sin hacer concesión a las identidades preexistentes.
Tal actitud generalizante la comparten necesariamente todos los
sectores del mundo colonizador y se ejemplifica bien en los testimonios
que revelan la mentalidad de los misioneros: para ellos, los indios eran
infieles, gentiles, idólatras y herejes”.
[21] Quien a su vez se basó en la obra de Enrique Granados La Maja y el Ruiseñor, de su suite más famosa Goyescas.
Rápidamente se convirtió en una de las canciones más populares del
siglo XX. Emilio Tuero fue el primero en grabarla, pero el que la hizo
conocida y popular en el mundo fue el chileno Lucho Gatica. Hay incluso una versión de The Beatles de 1962.
[22] En La selva y la lluvia se
evidencia la simpatía de Palacios por la lucha sindical y obrera, a
través de los personajes Julio Matiz y Luis Aníbal (suerte de alter ego
chocoano, no tanto literario, del autor): “El aspecto de la empresa
minera [estadounidense] Chocó-Pacífico, ahí me tiene un problema del
cual nosotros nos hemos ocupado muy poco, casi nada —dijo Matiz, como
haciéndose un reproche personal… ¡Cómo es posible que no exista allá un
sindicato! (2010: 148). “‘Luchar… Sí señor… Yo por lo menos
definitivamente me entregaré a poner mi granito de arena en la
organización de la clase obrera…’, le dice Matiz a Luis Aníbal… (Ibíd.:
150).
[23] Figuran también en ella Vivan los compañeros – Cuentos completos, de Carlos A. Truque, Ensayos escogidos del narrayista Rogerio Velásquez, Tambores en la noche, de Jorge Artel, Evangelios del hombre y el paisaje – Humano litoral, de Helcías Martán Góngora, entre otros títulos de poesía, ensayo y narrativa.
[24] Marroquín es el autor de una pieza a la que si se le cambia el género puede devolverse contra él, La
perrilla: Es flaca sobremanera/ toda humana previsión/ pues en más de
una ocasión/ sale lo que no se espera/. Salió al campo una mañana/ un
experto cazador,/ el más hábil y mejor/ alumno que tuvo Diana/.
Seguíale gran cuadrilla/ de ejercitados monteros/ de ojeadores,
ballesteros/ y de mozos de traílla/.
[25] Cosme, dicho sea de paso, De sobremesa, 1895, de José A. Silva, La vorágine, 1924, de José E. Rivera, Casa de vecindad (1930), de José A. Osorio, y Mancha de aceite (1935),
de CUP, pueden considerarse las cinco primeras obras modernistas y
liberales —no de partido— de la literatura colombiana y unas de las
primeras en América Latina. Al respecto, léase Literatura y cultura – Narrativa colombiana del siglo XX, tres
volúmenes compilados por María M. Jaramillo, Betty Osorio y Ángela I.
Robledo para el M. de Cultura (2000). Sobre el interés por la literatura
colombiana y latinoamericana, en el exterior, cabe citar lo que
recuerda Palacios a propósito de La vorágine: “Y en cuanto al
interés por nuestra literatura, desde mi llegada en 1949 a París, yo
conocí unos hispanistas que fueron los pioneros, después de la Guerra
del Catorce o antes, en hacer conocer la literatura latinoamericana,
pero no, no lograban tener mayor éxito. Vi una edición de La Vorágine, traducida precisamente por George Villement”.
[26] Columbia, University of Missouri Press (1987: 21).
[27] Palacios (1924), Carlos A. Truque
(1927-1970), Jorge Artel, (Cartagena, 1909-1994), Manuel Zapata O.
(Lorica, 1920-Bogotá, 2004) y Juan Zapata O. (Lorica, 1922-C/gena,
2008).
[28] En palabras de J. Lee Green
mismo: “Con seguridad, los múltiples disfraces que los esclavos usaron
para engañar a sus amos y a los blancos en general son un indicativo de
la estrategia que los negros han utilizado por siglos para sobrevivir en
[Estados Unidos]” (El sur de los Estados Unidos – Retrato de una cultura, El Áncora Editores, 1994, 451 pp.: 330).
[29] Félicité-Maurice, Evelina. La novela afrocolombiana: Palacios, Rojas Herazo, Zapata Olivella: Mito, mestizaje cultural y afrocentrismo costeño.
Tesis para el Doctorado en Filosofía, dirigida por Raymond L. Williams,
en la Universidad de Colorado, en Boulder (1995: p. 49).
[30] Una anécdota de infancia ilustra
esa pobreza y, además, esa enfermedad que lo aquejó hasta su muerte
temprana, tuberculosis osteoarticular, en un paralelo con la vida de
Palacios que no puede ser más coincidente: Gramsci (1891-1937) asiste a
la escuela primaria a los siete años y la concluye en 1903 con el máximo
de calificaciones. Sin embargo, las condiciones de la familia no le
permiten inscribirse a la secundaria y da su pequeño aporte a la
economía doméstica trabajando en la Oficina del Catastro por 9 liras al
mes, lo que es igual a un kilo de pan al día. Trabajaba diez horas
diarias removiendo ‘registros que pesaban más que yo y muchas noches
lloraba a escondidas porque me dolía mucho el cuerpo’ (Wikipedia).
Este ensayo presentado en el marco del II Congreso Internacional de
la Red para el Estudio de las Izquierdas en América Latina (REIAL),
Capítulo Colombia, Izquierdas, Movimientos Sociales y Cultura Política en Colombia, realizado en la Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, entre el 6 y el 8 de noviembre de 2013.
El autor dedica este texto: A mi madre, Cecilia, quien a lo mejor
pensaba como Saramago: “No trabajes, escribe”. A mi padre, Luis Jorge,
quien quizás pensaba al revés: “Escribe, no trabajes”. A mi hija,
Valentina, quien me dijo lo mismo de otra forma: “No te preocupes por la
plata, Papá”.Y a mi hijo, Santiago, a quien sólo le preocupa que lo que
escriba sea bueno… sin importar que ello produzca o no dinero ni éxito
ni fama.
Luis Carlos Muñoz Sarmiento (Bogotá, Colombia, 1957), es escritor,
periodista, crítico de cine y de jazz, catedrático, conferencista,
corrector de estilo y, por encima de todo, lector. Realizador y locutor
de Una mirada al jazz y La Fábrica de Sueños: Radiodifusora Nacional, Javeriana Estéreo y U. N. Radio (1990-2004). Fundador y director del Cine Club Andrés Caicedo (1984). Colaborador de ‘El Magazín’ de El Espectador. Hoy, director del Cine-Club & Tertulias Culturales de la Universidad Los Libertadores. En FronteraD ha publicado No legalizar las drogas es hipocresía y La mirada onírica de Luis Buñuel
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