domingo, 24 de novembro de 2013

Adolfo Bioy Casares


Por Matías Claro

Cumpliría noventa y ocho años. Un montón. Pero, con toda seguridad, no serían suficientes para Adolfo Bioy Casares, pues siempre reconoció tenerle terror a la muerte[i] y que sin dudar le gustaría vivir ciento cincuenta[ii], trescientos, quinientos años más.

Pienso: ¿qué haría yo si viviera quinientos años?, ¿qué haría si viviera noventa y ocho?

Bioy Casares murió en 1999, de ochenta y cuatro años.

¿Y si yo viviera ochenta y cuatro?

Hijo único de una familia acomodada, escribió seis novelas antes de, en 1940, publicar La invención de Morel.

Esa novela, que Borges calificó de “perfecta”[iii], la leí durante un viaje en bus. No recuerdo hacia dónde iba. Fue mi primer libro de Bioy Casares y eso bastó para querer leer otros: Plan de evasión, Diario de la guerra del cerdo, Dormir al sol.

Bioy Casares, como todos saben, fue íntimo amigo de Jorge Luis Borges. Y aunque al final de la vida de Borges se habían distanciado, nunca se separaron del todo. Bioy escribe en su diario[iv], el 12 de mayo de 1986, sobre la última vez que hablaron. Desde Ginebra: “Apareció la voz de Borges y le pregunté cómo estaba: ‘Regular, nomás’, me respondió. ‘Estoy deseando verte’, le dije. Con una voz extraña, me contestó: ‘No voy a volver nunca más’. La comunicación se cortó. Silvina me dijo: ‘Estaba llorando’. Creo que sí. Creo que me llamó para despedirse”.

Un mes más tarde, el 14 de junio, un día común y corriente y poco después de que Bioy había almorzado “(…) decidí ir hasta el quiosco de Ayacucho y Alvear, para ver si tenía Un experimento con el tiempo[v]. Quería un ejemplar para Carlos Pujol y otro para tener de reserva. Un individuo joven, con cara de pájaro, que después supe que era el autor de un estudio sobre Eddas que me mandaron hace meses, me saludó y me dijo, como excusándose: ‘Hoy es un día muy especial’. Cuando por segunda vez dijo esa frase le pregunté: ‘¿Por qué?’ ‘Porque falleció Borges. Esta tarde murió en Ginebra’, fueron sus exactas palabras. Seguí mi camino. Pasé por el quiosco. Fui a otro de Callao y Quintana, sintiendo que eran mis primeros pasos en un mundo sin Borges. Que a pesar de verlo tan poco últimamente yo no había perdido la costumbre de pensar: ‘Tengo que contarle esto. Esto le va a gustar. Esto le va a parecer una estupidez’. Pensé: ‘Nuestra vida transcurre por corredores entre biombos. Estamos cerca unos de otros, pero incomunicados. Cuando Borges me dijo por teléfono desde Ginebra que no iba a volver y se le quebró la voz y cortó, ¿cómo no entendí que estaba pensando en su muerte? Nunca la creemos tan cercana. La verdad es que actuamos como si fuéramos inmortales. Quizá no pueda uno vivir de otra manera. Irse a morir a una ciudad lejana… tal vez no sea tan inexplicable. Cuando me he sentido muy enfermo a veces deseé estar solo: como si la enfermedad y la muerte fueran vergonzosas, algo que uno quiere ocultar. Yo, que no creo en otra vida, pienso que si Borges está en otra vida y yo ahora me pongo a escribir sobre él para los diarios, me preguntará: ¿Tu quoque?’”

En la edición que tengo yo, sale un análisis –aparte de aquél famoso prólogo de Borges-  explicando la importancia y actualidad de La invención de Morel. Al viaje en bus le faltaban muchísimas horas, así que decidí no ahorrar lectura y leer esas páginas iniciales. Supuse que me serviría para entender por qué una novela publicada en 1940 seguía siendo tan admirada y aplaudida. Estaba anocheciendo. El resto de los pasajeros, poco a poco, se quedaban dormidos.

La muerte de Borges fue una de las primeras que afectó al círculo íntimo de Bioy. En 1994 murió Silvina Ocampo, su esposa, su mujer -al menos una de ellas, pues Bioy Casares era un mujeriego que acostumbraba llegar tarde a su casa[vi]-. Silvina vivió sus ultimos años aquejada de una enfermedad progresiva que la postró y la dejó en cama. Bioy contrató un par de enfermeras para que la cuidaran, situación que ofendió a Silvina y, dicen, nunca se lo perdonó.

Por alguna razón es muy común, cuando se es turista en una ciudad desconocida, visitar el cementerio. Así, la primera vez que fui a Buenos Aires quise recorrer el cementerio de la Recoleta y conocer la tumba de Bioy y la tumba de Silvina. Algo perdido entre los mausoleos y bóvedas, le pregunté a un señor por indicaciones. Resultó que era el administrador a cargo. Amablemente se ofreció a llevarme al lugar donde se encontraban los restos de Victoria, Silvina y otros difuntos de la familia Ocampo, y de ahí me diría cómo llegar al mausoleo de los Casares, porque “usted verá que Adolfito está enterrado con la familia materna”. Mientras caminábamos, me contó acerca del funeral de Silvina. “Llegaron muchas autoridades y personalidades del mundo cultural, pero no vino Adolfo. Yo lo conocía a él. Siempre salía a caminar y daba una vuelta por acá, pero después de la muerte de Silvina no pasó más. Y el día del funeral no vino porque, al parecer, estaba convaleciente de una caída que le causó una fractura en la cadera y le costaba caminar. Ese día, el del funeral, se puso a llover y los gatos que andan por acá se quedaron bajo el pórtico de la entrada principal. Yo quise echarlos porque se vería feo que los animales estuvieran ahí, echados, mientras llegaba la gente. Costó mucho, pero logramos que se fueran a otras partes. El féretro de doña Silvina lo llevaron a la capilla. Y al rato de que la misa empezó, un gato entró caminando así, muy tranquilo, por el medio del pasillo y se echó debajo del ataúd y ahí se quedó hasta que terminó la ceremonia. Doña Silvina era amante de los gatos. Al día siguiente, un diario publicó una crónica del funeral, y el periodista contó esta historia, diciendo que sus animales regalones también se presentaron en la despedida de su Silvina”. Frente a la tumba de Silvina Ocampo y luego de aprender el camino hacia la tumba de Bioy, le agradecí la cortesía al administrador y la anécdota del funeral. “Por nada”, me contestó, “y que disfrute su estadía en Buenos Aires”.

Tres semanas después de quedar viudo, la muerte volvió a golpear a Adolfo[vii]. Su hija Marta, de cuarenta años, murió en un accidente de tránsito. Dos autos chocaron y, por el impacto, uno de ellos subió a la vereda, atropellándola.

Cinco años más vivió Bioy Casares. Cinco años para recordar a su mujer, su hija, su amigo, sus libros[viii]. Tanto miedo a morir acumulado, para que todos se mueran antes.

El reconocimiento a Bioy tardó algo -claro, no es fácil vivir al lado de Borges-. En 1990 obtuvo uno de sus premios más importantes, el Cervantes.

Yo, leyendo el análisis, iba entendiendo la importancia de La invención de Morel y de su autor. El bus seguía avanzando. La lucecita individual que caía sobre mi asiento apenas iluminaba. Al lado mío una señora roncaba despacio, casi como un ronroneo. Al final de ese análisis introductorio, se resume el argumento y cuenta en qué consiste la invención de Morel.

¿Cómo habrán sido esos años para Bioy, en un mundo sin Borges, sin Silvina, sin Marta? Algo sale en su diario, pero no es suficiente. ¿Cómo habrán sido?

Así no más: el análisis revelaba el artificio principal de la novela. Me sentí estafado. Cerré el libro y miré por la ventana. En la oscuridad sólo se veían las luces coloradas de la carretera, marcando el límite del pavimento. Traté de dormir, pero me es imposible cuando voy viajando: tengo miedo de que pase algo –pincharse una rueda del bus, se para el motor del avión, se queda dormido el conductor del auto- y prefiero estar atento, como si eso fuera a servir para algo. Volví al libro, leí el prólogo, el de Borges. Pensé: “ya sé de qué trata, ya sé qué pasa, y Borges dice que es perfecta”. Pese a todo, quizás si hubiera tenido otra novela a mano, dejaba a Morel y su invención. Como no tenía, leí.

Quiero transcribir el prólogo de Bioy para la reedición de Los que aman, odian[ix] –la única novela que escribieron juntos, él y Silvina-:

“Creo que Silvina fue una de las personas más inteligentes que he conocido. Fue ella quien me convenció de que debía dedicarme solamente a escribir. Cuando dejé la Facultad de Derecho mis padres tuvieron un desencanto, quizá sufrieron un poco, no porque fueran personas descreídas de la cultura sino porque pensaban que yo debía completar el ciclo de la educación. Silvina, y también Borges, me convencieron de que había tomado la decisión acertada y que para llegar a ser escritor no había otro camino que escribir.

Los que aman, odian la escribimos en Mar del Plata, en poco más de un mes, algo insólito para mi lentitud. Nunca más me volvió a pasar una cosa parecida. Nosotros nos quedábamos en Mar del Plata hasta el final del verano, cuando ya no había casi nadie, y en ese final de la estación empezamos y terminamos la novela. El método de trabajo fue muy parecido al que empleábamos con Borges: inventábamos episodios, alguien proponía una solución y yo escribía. Quisiera agregar que nunca hubo una discusión ni una pelea, ni con Silvina ni con Borges. Reconocíamos enseguida cuál era la mejor frase para el texto y la aceptábamos sin discusiones.

Hace unos meses me mostraron un artículo sobre Los que aman, odian en el que se señalaba su originalidad y su importancia como precursora de la novela policial en nuestro país. Fue una grata sorpresa, porque cuando se publicó el libro, en 1946, nadie se ocupó casi ni de criticarlo. En cuanto a la originalidad de la novela, sólo puedo decir que Silvina tenía una originalidad inevitable y que era un placer trabajar con ella. La verdad es que lamento mucho no haber escrito otro libro con Silvina. A veces tengo la impresión de haber vivido un poco distraído a su lado.
                                                                                                                A.B.C”
Trataré de no pensar en cuántos años más viviré. Quizás sean ochenta y cuatro, noventa y ocho. Quizás sean cuarenta. Me da un poco de miedo, trataré de no pensar.

Al terminar La invención de Morel saqué un lápiz de mi bolso y rayé al principio, antes del análisis: NO LEER, PASAR AL PRÓLOGO DE BORGES Y DE AHÍ A LA NOVELA. El bus se movía y la letra me quedó rara, media chueca. No importa, llegando a mi casa le iba a pasar ese libro a alguien. A algún amigo. Lo tenían que leer. Necesitaba comentarlo con otro. Y por si acaso, tenía que advertirles.

Seguí leyendo otros libros de Adolfo Bioy Casares. Todos me han gustado. Todos los he tenido que prestar para que alguien más los lea.

En el discurso que dio Bioy cuando recibió el Premio Cervantes[x], cuenta que él quería correr cien metros en nueve segundo, ser campeón de boxeo y de tenis. Y que quiso ser escritor gracias al primer capítulo del Quijote:

“Tengo por afortunada casualidad la circunstacia de que mi primera ambición literaria no haya sido la gloria, sino suscitar algún día en los lectores una fascinación como la que despertó en mí una novela. Quien aspira a la gloria, piensa en sí mismo y ve su libro como un instrumento para triunfar. Sospecho que para escribir bien, debemos pensar en el libro, no en nosotros”.

Un tiempo atrás llegó a mi casa una gata blanca con la cola negra. Tenía unos 4 o 5 meses. La decidí adoptar. Se llama Silvina.




[i] http://www.lanacion.com.ar/1102915-escribir-da-sentido-a-la-vida-y-mucha-fuerza
[ii] http://carpediemblog.wordpress.com/2007/03/08/por-siempre-bioy/
[iii] http://www.literatura.org/Bioy/Morelprologo.html
[iv] http://www.borgesdebioycasares.com.ar/
[v] http://es.wikipedia.org/wiki/Un_experimento_con_el_tiempo
[vi] http://www.lanacion.com.ar/676245-silvina-ocampo-adolfo-bioy-casares-extrana-pareja
[vii] http://elpais.com/diario/1994/01/29/cultura/759798003_850215.html
[viii] http://www.literatura.org/Bioy/Bioy_reportaje.html
[ix] http://www.amazon.com/Los-Que-Aman-Odian-Spanish/dp/9500426501/ref=sr_1_1?s=books&ie=UTF8&qid=1347734229&sr=1-1&keywords=9500426501
[x] http://bucket.clanacion.com.ar/common/anexos/Informes/48/41548.pdf

[Imagen: biografiasyvidas.com - fuente: www.ojoseco.cl]

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