I
Glenn Gould (Toronto,
1932-1982) se sentaba al piano encogido sobre sí mismo, encorvado como
un animal, contrahecho, con la nariz pegada a las teclas, y tarareaba la
melodía de la pieza que estuviera tocando. No hace falta subir el
volumen para escuchar su canturreo entreverado en las notas de su
legendaria grabación de las Variaciones Goldberg de 1981.
Era algo que molestaba a muchos. Preguntado por el particular,
respondió, acudiendo al parecer a un ejemplo utilizado antes por Schoenberg,
que, al igual que un ciempiés se trastabillaría si parara a
interrogarse por qué mueve una pata antes que otra, él mismo se
bloquearía si se preguntara el porqué de su tarareo o de cualquier otra
extravagancia suya. Es una manera de decir que lo que hacía lo hacía
porque no podía dejar de hacerlo y que no había que darle más vueltas.
No preguntes más, que así es la rosa, que dijo Juan Ramón.
Para entonces, a despecho de sus excentricidades, Gould ya era
reconocido como el mayor virtuoso de piano del siglo XX, si no de la
entera historia del instrumento. Tocaba siempre sentado en la misma
silla de madera, plegable y paticorta, que su padre le había fabricado y
que le permitía tocar prácticamente echado sobre las teclas, como un
borracho sobre la barra de un bar, siempre sobre el mismo taburete
descosido. Se presentaba en el escenario con abrigo grueso, bufanda y
mitones, sin importar el calor que hiciera. Y eso si se presentaba,
porque cancelaba sin demasiados miramientos sus actuaciones. Toleraba
mal el contacto con otros seres humanos, y conversaba preferentemente
por teléfono. Es fama que en una ocasión fue saludado por uno de los
técnicos de Steinway and Co. con una palmada en la espalda (o un apretón
de manos, o un abrazo, los evangelios difieren) para espanto y espasmo
de Gould, que más tarde culparía al atribulado ingeniero de haber
destrozado los nervios de su brazo y agarrotado fatalmente sus dedos.
Pero sin duda su mayor extravagancia fue dejar de tocar en público a los
31 años. Ya veremos más tarde las razones alegadas. Desde entonces se
dedicó a producir un disco maravilloso detrás de otro y defender la
preeminencia de la música grabada frente a la escuchada en vivo. Y a
pesar de todo, a pesar de todos sus manierismos, sus manías, sus
caprichos, sus poses, sí, sin duda: es el artista del piano más grande, y
uno de los músicos imprescindibles del siglo. Esto es evidente hasta
para alguien poco dotado musicalmente como yo. Su música, que llevo
escuchando obsesivamente las últimas semanas, suena clara y distinta.
Suena a otra cosa. Emociona. Respecto a él, tras haber leído sobre su
vida —la bibliografía es inagotable—, pienso que nada es lo que parece.
Ni estaba loco, ni estaba enfermo. Ni síndrome de Asperger ni autismo ni
nada. Tampoco misantropía: Gould, que despreciaba al público de
conciertos, era un filántropo convencido de estar acercando la música
clásica a la gente a través de su defensa de las grabaciones. Hay
abundante literatura que busca dar una explicación psiquiátrica de sus
manías. No me las creo. Era un excéntrico, y un pedante de cuidado, sin
duda, pero a veces la excentricidad es solo el subproducto de la lucidez
y una manera de sobrevivir(se); la pedantería, una forma de disimulo.
Era una persona de una inteligencia prodigiosa, dotada de un sentido del
humor formidable. En él todo era juego, no farsa. Jugaba el piano,
tanto como jugaba la vida. Era, en suma, un tipo encantador.
II
Cuando Gould estrenó en 1962 con la Filarmónica de Nueva York el Concierto para piano número 1 en re menor de Brahms, sucedió algo memorable. Momentos antes de dar comienzo a la pieza, Leonard Bernstein,
el director aquella noche, salió al proscenio y se dirigió al público,
anunciando su completa disconformidad con la interpretación que el
público iba a escuchar y él a dirigir. Las palabras de Bernstein son un
ejemplo de bonhomía:
No se asusten, el Sr. Gould ha venido y aparecerá en un momento. Como saben, no tengo la costumbre de hablar en los conciertos, excepto en los preámbulos de las noches de los jueves, pero una curiosa situación ha surgido, que merece, creo, una o dos palabras. Están a punto de escuchar una interpretación, yo diría, poco ortodoxa del Concierto de Brahms en Re menor, una interpretación tan singularmente distinta de cualquiera que haya escuchado, o soñado, en un tiempo remarcablemente lento, con frecuente desvío de las indicaciones dinámicas de Brahms. No puedo decir que esté de acuerdo con la manera en que el Sr. Gould concibe la pieza, y eso plantea una cuestión interesante: ¿por qué la estoy dirigiendo? (Risas del público) La estoy dirigiendo porque el Sr. Gould es un artista tan válido y tan riguroso que debo tomarme con total seriedad cualquier cosa que él conciba de buena fe, y su concepción es suficientemente interesante como para que pensar que ustedes merecen escucharla también.
Pero
la vieja cuestión sigue ahí: En un concierto, ¿quién es el jefe, el
solista o el director? La respuesta, claro está, es, a veces uno, a
veces el otro, dependiendo de las personas implicadas. Pero casi siempre
ambos consiguen lograr juntarse y, bien por persuasión o encanto o
amenazas incluso, componer una obra unificada. Sólo en una ocasión
anterior a esta tuve que plegarme a una enteramente nueva e incompatible
versión: fue la última vez que acompañé al Sr. Gould (risas). Pero en
esta ocasión nuestros puntos de vista son tan discrepantes que me he
sentido en la obligación de descargarme de responsabilidad con esta
pequeña confesión. Entonces, cabe insistir, ¿por qué estoy dirigiendo el
concierto? ¿Por qué no monto un pequeño escándalo y busco un sustituto
al solista o cedo mi lugar a uno de mis asistentes? Porque estoy
fascinado, feliz, de poder mirar con nuevos ojos este concierto, tantas y
tantas veces ejecutado; porque hay momentos en que la ejecución del Sr.
Gould emerge con una convicción y frescura sorprendentes; en tercer
lugar, porque todos podemos aprender algo de este artista
extraordinario, un intérprete reflexivo, y finalmente, porque hay en la
música eso que Dimitri Mitropoulos solía llamar «el
elemento travieso», un factor de curiosidad, aventura, experimentación, y
les puedo asegurar que esta semana colaborando con Mr. Gould en la
preparación de este concierto ha sido toda una aventura, y es con ese
espíritu de aventura que ahora se lo presentamos a ustedes.
Se supone que la interpretación de Gould es más lenta y sutil que lo indicado por Brahms. Compré en iTunes tres versiones del concierto: Barenboim dirigido por Karajan, Zimmerman con Simon Rattle
a la batuta, y la de Gould, que es la grabación en directo de aquella
noche de 1962 e incluye la reserva de Bernstein, en un bello y profundo
inglés. Al final, ya solo escuchaba a Barenboim, y luego a Gould, y
luego a Gould y luego a Barenboim. Carezco de competencia musical (solo
soy un curioso, y no querría opinar a humo de pajas, o no más allá de
ciertos límites) pero me da la impresión de que la interpretación del
argentino, comparada con la de Gould, suena efectista, o sería más justo
decir, más dramática (más romántica, acorde a las convenciones
musicales del tiempo de Brahms). A Gould el romanticismo de la pieza le
importa poco. Allí donde Barenboim declama, Gould susurra. Ataca la
parte de piano con pasos de bailarina, de puntillas. Pero lo increíble
es que el susurro no por serlo pierde nitidez. Cada nota se oye clara y
distinta como un guijarro cayendo en el fondo de un pozo. Es más fácil
escuchar a Barenboim, porque uno presiente hacia dónde irá el siguiente
compás. Con Gould cada nota parece improvisada, como si el pentagrama
estuviera vacío y la música se estuviera alumbrando por primera vez con
cada tecla pulsada; hasta la propia orquesta parece dudar. Y el público
se siente intrigado y absorto. Mi mujer, que tiene mejor sentido
musical, dio con la clave: «Gould
hace lo que le da la gana. No me extraña que Bernstein pensara que le
estaba cambiando la partitura. Si es que convierte un concierto
romántico, donde la orquesta y el solista se desafían, en uno barroco,
donde los contrastes quedan atenuados. Cameraliza la orquesta,
obligándola a ir de su mano».
Por lo demás, la versión de Gould tiene esa pátina radiofónica de las
grabaciones históricas, que pone un filtro al sonido, que es el poso que
se forma en algunas botellas de vino, como si un poco de ruido blanco
hiciera más dulce la música y menos abstracta.
Y esa lentitud incesante, esa ultrajante delicadeza, desembocó en las segundas Variaciones Goldberg,
el testamento que Gould otorgó en 1981. Ahí, en el aria, el metrónomo
se detiene. Es un sacrilegio, pero lo diré: Gould es a la música lo que Panenka a los penaltis.
III
Como es sabido Gould
dejó de dar conciertos a los 31 años, en la cúspide de su fama. El 10
de abril de 1964, realizó su último concierto en Los Ángeles, en el
Teatro Wilshire Ebell. Entre las piezas que tocó esa noche estuvo la Sonata número 3 para piano de Beethoven y la Sonata número 4 opus 92 de Ernst Krenek.
Nadie sabía que esa sería la última vez, aunque Gould llevaba años
avisando de sus intenciones. El resto de su vida de pianista lo pasaría
en los estudios de grabación, en la radio, en la televisión canadiense
haciendo sus documentales, y en casa, tocando para sí, o callando
también para sí. Pero Gould no fue un Salinger,
ruidosamente oculto. A Gould le encantaba intervenir en público, aunque
fuera desde la distancia y, sobre todo, teorizar sobre la música, en un
lenguaje ampuloso, contradictorio y pedante, que parece querer imitar
las grandes composiciones barrocas. Si la música de Gould es clara como
un diamante, no se puede decir lo mismo de su lenguaje hablado y
escrito. Sus textos son un magma disperso donde las digresiones —que
están ahí como las distintas voces de una fuga— lo emborronan todo. Y a
Gould le encantaba teorizar. Gran parte de sus apariciones tenían por
objeto justificar su abandono de la música en directo. En resumen, dio
tres razones de peso: 1) Asqueamiento de la vida del concertista y del
público de concierto, en particular de lo que llamaba el «auditor aprehensivo»,
interesado en localizar fallos; para GG, el público de concierto es por
lo general lego e incapaz de apreciar la bondad de una interpretación
o, más importante, tener una visión de cómo debería ser interpretada una
pieza; está incapacitado, en definitiva, para el genuino disfrute, que
solo brota del conocimiento. Además, Gould hizo de su espantada un
alegato contra la tensión competitiva, la búsqueda morbosa del nuevo
niño prodigio, el «instinto de gladiador» que impregna todo el mundo del
virtuoso. 2) La preeminencia de la música grabada sobre la música en
directo. En esto Gould iba por completo a contracorriente del mainstream puritano, que consideraba (y considera todavía hoy) la música «enlatada» como un Ersatz para
proletarios. Gould enseñó al mundo —y hay que tener en cuenta que si
esta discusión parece superada hoy es en parte gracias al propio Gould—
otra manera de apreciar la música. Las actuaciones en directo de los
grandes intérpretes raramente son tan geniales como el crítico afirma, y
el juego de magnificaciones y denuestos por parte de la crítica
profesional forma parte del circo del virtuosismo. Es en el estudio
donde uno puede ensayar, una y otra vez, fórmulas novedosas, probar,
descartar, dar con una idea luminosa tras toda una noche de íntimo
trabajo con la partitura, el teclado y los ingenieros de sonido. Gould
no se privó de experimentar, cortar y pegar distintas tomas; y no lo
hacía para ocultar errores o porque no pudiera tocar de memoria. Lo
hacía para lograr algo distinto: «La única razón para grabar es hacer
algo distinto». Si hay un lugar donde alcanzar el éxtasis es en el
estudio, no en la platea. Con frecuencia Gould reclamaba para sí el
mismo margen del que dispone un director de cine, que puede manipular el
material rodado en la sala de montaje sin que nadie le descalifique por
eso. 3) Suma y consecuencia de las dos primeras: el concierto en
directo es algo obsoleto porque existen los discos; es decir, una
derivada más de la condición del arte en la época de su
reproductibilidad técnica, que diría Walter Benjamin,
y a quien podemos suponer Gould había leído. Abajo el aura de la obra
de arte, fuera las aduanas estéticas impuestas por la élite que puede
permitirse ir a conciertos y recitales, y quien quiera escuchar, que
escuche, que escuche donde y cuando quiera, cada vez más claro y cada
vez más puro.
IV
El fascinante tema que plantea Thomas Bernhard en El malogrado es
la infelicidad por contacto con el genio. La infelicidad de aquel que,
estando en posesión de un talento extraordinario, suficiente para
deslumbrar al común de los humanos, sucumbe ante el encuentro con lo
sublime inalcanzable. Tres personajes comparecen en la novela (una de
esas novelas-tubo de Bernhard, de un solo párrafo): Glenn Gould (un
falso Glenn Gould, cuya biografía se mistifica), Wertheimer y el
narrador. Los dos últimos, excelsos pianistas; el primero, el mayor
genio del piano del siglo XX. Los tres coinciden en Salzburgo durante
una breve estancia para cursar estudios con Horowitz. Un día Wertheimer escucha por casualidad a Gould tocar las Variaciones Goldberg,
a través de una puerta entornada. La escucha de unos pocos compases
bastan para destruir su carrera, arruinar su vida, y provocar su
suicidio años después. Es el tema clásico de Salieri y Mozart.
Solo unos pocos son capaces de distinguir entre el genio y el talento,
entre ellos aquellos que tienen de este y carecen de aquel. Algunas
personas deciden en ese momento acoplar sus expectativas a sus
posibilidades, tocar o jugar para el disfrute propio o ajeno; otras
abandonan su arte sin aparente trauma para dedicarse a otro menester;
pero hay un tipo de individuo al que su condición de dios menor le
destruye, corroído por algo que no es propiamente envidia, sino más bien
el colapso de su propio narcisismo: la propia idea que se han formado
de ellos, como altos artistas, se derrumba, queda aplastada como un
insecto ante el trote de un elefante. Su vida queda malograda (la traducción de Miguel Sáenz es magnífica, empezando por el título de la novela: mi escaso alemán me da para ver que El malogrado es adecuada traducción del original Der Untergeher, como alguien que no logra sus objetivos, y cuya vida se malogra o malbarata; no acierta en cambio la traducción inglesa, The Loser; debiera ser algo así como The Underachiever).
Recomendable historia con moraleja: no buscar la felicidad en el arte, y
saber abrazar la propia mediocridad a tiempo. En eso estamos.
Nota: Hay un excelente análisis de la novela del siempre excelente Félix de Azúa en su excelente e incitante Lecturas compulsivas, editado en Anagrama. Sobre Gould y en español hay Vida y Arte de Glenn Gould, de Kevin Bazzana, (Turner, Madrid 2007; traducción de Miguel Martínez-Lage y Eugenia Vázquez-Nacarino) y Conversaciones con Glenn Gould, de Jonathan Cott (Global Rhythm Press, Barcelona 2007; traducción de Ferran Esteve). La misma editorial y traductor son responsables de su correspondencia en castellano. Turner publicó en 1989 The Glenn Gould Reader, bajo el título Escritos Críticos. También en castellano se puede encontrar un ensayo de Michel Schneider.
[Fuente: www.jotdown.es]
Nota: Hay un excelente análisis de la novela del siempre excelente Félix de Azúa en su excelente e incitante Lecturas compulsivas, editado en Anagrama. Sobre Gould y en español hay Vida y Arte de Glenn Gould, de Kevin Bazzana, (Turner, Madrid 2007; traducción de Miguel Martínez-Lage y Eugenia Vázquez-Nacarino) y Conversaciones con Glenn Gould, de Jonathan Cott (Global Rhythm Press, Barcelona 2007; traducción de Ferran Esteve). La misma editorial y traductor son responsables de su correspondencia en castellano. Turner publicó en 1989 The Glenn Gould Reader, bajo el título Escritos Críticos. También en castellano se puede encontrar un ensayo de Michel Schneider.
[Fuente: www.jotdown.es]
Sem comentários:
Enviar um comentário