La Jornada de México, 22 de febrero de 2013.
Por Gustavo Duch
En un mundo donde la información se expande a la velocidad de la luz,
la ciudadanía preocupada y responsable aprende y sabe muchas cosas.
Sabemos que las grandes masas forestales y selváticas se reducen
peligrosamente afectando a especies animales y vegetales que
desaparecerán antes incluso de que sean descubiertas. La tala de estos
bosques o su contaminación por escapes de petróleo es, a su vez, causa
de aniquilación insonora de poblaciones humanas e indígenas que hicieron
de la naturaleza su medio de vida. En el sur del sur de América, se
rasgó la capa de ozono, un agujero que no se ve pero que deja invidentes
a ovejas y personas, con retinas atrofiadas por demasiada luz. Los
mejores cursos de agua bajan llenos de plomo, arsénico y otras
porquerías. Muchos se están agotando y los riachuelos más modestos sólo
fluyen de cuando en cuando. Y desde luego todos y todas somos
conscientes en ‘carne propia’ de los desordenes climáticos actuales. ―
Un frio estival y un cálido invierno ― dicen los meteorólogos de la
televisión mostrando un almendro florecido adornado con bolas y
estrellas por Navidad.
Sabemos, decía, de los problemas de maltratar a nuestro planeta y
estamos defendiendo y exigiendo soluciones para frenar tanta
degradación: proyectos para la protección de especies, técnicas de
reciclaje, construcciones bioclimáticas, etc. Pero nos olvidamos de
una propuesta: revisar nuestros patrones de agricultura y alimentación, pues, como vamos a ver, es responsable de la mitad de Gases Efecto
Invernadero (GEI) que eclipsan el futuro, al generar el mayor de los problemas ambientales, el cambio climático.
Para ello, vamos a tomar un alimento producido bajo un modelo de
agricultura, ganadería o pesca intensiva y globalizada, y a contabilizar
desagregadamente dónde y cuántas emisiones de CO2 ha generado, desde
que se pensó en producirlo hasta que se consumió o desperdició. Veamos.
Hay que tener en cuenta los preliminares, cuando un empresario
agrícola se sienta junto con sus asesores. ― Mmm vamos a ver, este año
la colza y la soja se venderán muy bien, puesto que hay una gran demanda
de biocombustibles ― dice. El técnico agrónomo sentado a su derecha hace
un cálculo rápido y explica ― necesitaremos nuevas tierras para tanta
producción. Y las excavadoras y las sierras mecánicas arrasan con todo, sin detenerse en ningún valor ético ni ecológico. Contabilizar las
emisiones que se producen por estos cambios en el uso del suelo suma
entre el 15 y el 18% del total de emisiones de GEI. Cuando se dispone de
tierras, sisadas a la Naturaleza o al pequeño campesinado, queda
escoger cómo ponerlas a producir. La opción convencional o mayoritaria
apuesta por monocultivos o ganadería estabulada que funcionan en base a
maquinaria pesada que se mueve con petróleo y fertilizantes, plaguicidas
y demás insumos de base petroquímica. Estos procesos agrícolas
industrializados acaban representando entre un 11 y 15% del total de
emisiones. Muchos alimentos se han producido lejos de nuestras mesas,
como las gambas producidas en Ecuador, transportadas a Marruecos para su
procesamiento, que luego se empaquetan en Ámsterdam para venderse en
Barcelona. Aunque algunos medios de transporte son menos contaminantes,
todos dependen del petróleo y finalmente contabilizan entre el 5 y 6% de
las emisiones totales. Muchos de estos alimentos, en el trayecto, en el
comercio y en casa, requieren conservarse en frío. En estas fases, las
estimaciones indican que se producen entre el 2-4% del total de GEI. Un
modelo que exige tanta refrigeración es como una estufa para el Planeta.
Si miramos nuestras despensas, tres cuartas partes de los alimentos que
guardamos han sido procesados: calentados o congelados previamente para
su conservación, en bandejas listas para el microondas o en cápsulas de
aluminio para la cafetera. Esta serie de procesos, cuanto menos
cuestionables, genera aproximadamente entre un 8 y 10% de las
emisiones. Para acabar, el sistema alimentario industrial, aunque
presume de eficiente, es todo lo contrario, y hemos de denunciar las
enormes cantidades de alimentos producidos que finalmente no llegan a
nuestros estómagos, que se despilfarran porque tienen taras, que se
estropean en su maratón o que se tiran en el supermercado porque no se
‘acomodan’ a sus requerimientos de venta. Gran parte de estos
desperdicios se pudren en basureros produciendo entre un 3 y 4% de GEI.
Entonces, si tomamos las seis fases en las que hemos fragmentado el
sistema alimentario global y sumamos su responsabilidad en la crisis
climática, podemos observar que producir y comer de esta forma nos lleva
a generar entre un mínimo del 44% y un máximo del 57% de las emisiones
de gases con efecto de invernadero producidas por el ser humano. Curioso pero real: cambiar el sistema agroalimentario es cambiar el destino del Planeta.
[Fuente: gustavoduch.wordpress.com]
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