En
Buenos Aires hay 4300 traductores matriculados en 33 idiomas. El 70% de los
libros que se lee en el país son traducciones. Pero la valoración de este
trabajo es pobre
Traduttore, traditore (traductor, traidor), el refrán italiano sintetiza la idea
de que toda traducción es forzosamente infiel y traiciona el pensamiento del
autor original. Lo cierto es que los traductores rara vez salen bien parados en
las comparaciones.
No
obstante, a este oficio se lo reconoce como uno de los cuatro formadores de la
conciencia lingüística de estos tiempos. Los otros son: la política, el
periodismo y la publicidad. Pero la realidad es dura con ellos. Hoy, a lo
máximo que llegan en una reseña bibliográfica es a merecer, al final, antes de
la mención del número de páginas una semblanza del tipo Correcta la traducción
de Fulano. Y pocos son los que, como Gregory Rabassa, en el caso de García
Márquez; o Norman Thomas Di Giovanni, en el de Borges, son citados como fuentes
prestigiosas y de autoridad. Sin embargo, ellos persisten, obstinadamente, en
ejercer su sacerdocio.
Se
sospecha que una traducción correcta hubiera evitado la bomba de Hiroshima.
Cuando Truman, Stalin y Churchill conminaron al Japón a rendirse, los japoneses
contestaron: Mokusatsu (Nos reservamos cualquier comentario al respecto). Los
traductores informaron, erróneamente, que quería decir Rechazamos el ultimátum,
y después, ocurrió lo que es vox pópuli.
"Un
traductor debe ser desconfiado, cauteloso, no puede tener una relación ingenua
con las palabras. Debe defenderse de la magia del lenguaje, aunque eso es,
precisamente, lo que lo llevó a elegir lo que muchos de ellos catalogan como
una profesión esquizofrénica", describió alguna vez Jorge Luis Borges.
El
traductorado, el interpretariado y el secretariado son tres carreras distintas
con dos importantes puntos en común: el progreso técnico ha modificado
profundamente sus condiciones de trabajo y las tres figuran entre las opciones
seguras que seguirán existiendo en la primera mitad del siglo XXI.
Se
estima que el 70 por ciento de los libros que se lee en el país -el promedio es
de dos libros por año- son traducciones, y de esa cifra, el 90 por ciento se
proviene del inglés. Los idiomas más solicitados son: inglés, alemán, castellano
e italiano.
En
los últimos años se advirtió una escalada del japonés y el ruso. El francés, en
cambio, tuvo un fuerte descenso, porque es más barato comprar lo poco que se
escribe directamente traducido al español desde España.
Los
traductores literarios y públicos, cuyos métodos de trabajo fueron afectados
profundamente por las computadoras, los diccionarios electrónicos y la
telemática, suelen especializarse en traducción de obras para editoriales,
traducciones comerciales, científicas y técnicas (folletos e instrucciones de
uso de productos y máquinas). Este último grupo es el más numeroso y requiere
un buen conocimiento de la especialidad.
Son pocos los argentinos que saben qué hace un traductor público y,
muchos menos, los que reconocen esta tarea como una profesión independiente,
igual que la de abogado o escribano. Los traductores públicos estudian cuatro
años en alguna de las universidades donde se dicta la carrera. Al egresar,
obtienen un título que los habilita para traducir todo documento que se
presente en idioma extranjero ante entidades u organizaciones públicas, y
ejercer como intérpretes en juicio. Al menos, eso señala la ley 20.305, aunque
no todas las reparticiones públicas saben que esta norma existe y que tiene
plena vigencia.
A
pesar de la falta de reconocimiento, en la ciudad de Buenos Aires hay 4300
traductores matriculados en 33 idiomas extranjeros.
Es
probable que la Argentina tenga el más alto índice de traductor público por
habitante del mundo occidental: uno por cada ocho mil personas. Países como
Suecia, con gran intercambio comercial y una lengua minoritaria, cuenta tan
sólo con 1 traductor cada 28 mil habitantes.
Últimamente, los traductores
públicos vieron incrementar su trabajo por las centenas de certificados de
matrimonio y partidas de nacimiento que debieron presentar quienes tramitaban
su ciudadanía en la embajada italiana. El Mercosur también aportó mayores
oportunidades a los traductores de portugués. La apertura de la economía
"contribuyó a que se revalorice la función del traductor en el desarrollo
económico del país", se escucha decir en el Colegio de Traductores
Públicos.
Si
bien esta institución de la ciudad de Buenos Aires tuvo un ingreso, según el
último balance, de más de 600.000 pesos -equivalente a 57 mil traducciones-, se
ignora cuántos profesionales viven exclusivamente de su trabajo. Muchos
consideran que el 90 por ciento de ellos debe completar sus ingresos con otras
labores, en su mayoría vinculadas con la enseñanza de idiomas o tareas
administrativas. La desregulación y la casi inexistencia de aranceles,
provocaron abismales diferencias a la hora de pagar una traducción. Una partida
de nacimiento traducida al castellano puede costar desde 9 pesos hasta 25,
según el profesional.
Según
Ricardo Naidich, editor de la revista Idiomanía, "no hay remuneraciones
reguladas para traductores e intérpretes. Todo se rige por oferta y demanda. Es
así que cerca de Tribunales, en cualquier quiosco que haga fotocopias, se
ofrecen los servicios de un traductor público, que lógicamente se llevará un
porcentaje mínimo de lo que el dueño del local le cobre al cliente. Quienes
subtitulan un film reciben alrededor de 50 pesos y quienes trabajan en
editoriales, bueno, dependen de lo que les quieran pagar los editores...
Exceptuados los traductores de renombre que, tal vez, reciban mejores
estipendios".
¿Para
qué sirve un traductor? "En realidad, todos somos traductores. Traducimos
cuando caminamos por una ciudad desconocida. Traducimos cuando leemos el
Quijote o una novela de Balzac, o cuando miramos un cuadro del Renacimiento
-sostuvo el escritor, traductor y crítico literario Enrique Pezzoni-. El hombre
está hecho con códigos lingüísticos, culturales, ideológicos, y trata de
recuperar, entender, discutir o admirar los códigos de otros tiempos. Hay,
claro, hombres más traductores que otros: los que hacen de la traducción su
profesión."
Existen
los traductores ocasionales que, cada tanto, traducen una novela o una
antología de poesía. A veces se trata de escritores que traducen a otros
escritores, y de esa experiencia pueden llegar a extraer enseñanzas para su
trabajo personal.
Como
Borges, traductor de Las palmeras salvajes, de William Faulkner, y Un cuarto
propio, de Virginia Woolf; o Julio Cortázar, del Robinson Crusoe, de Daniel Defoe,
y de las Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar.
También
están los traductores full time. Son buenos, y en la mayoría de los casos no
trabajan por debajo de un cierto importe (las editoriales argentinas pagan
entre 15 y 20 pesos las mil palabras), y por esa razón nuestras editoriales, a
menudo, recurren a ellos, pero mucho más a menudo tratan de evitarlos, haciendo
uso del tipo de traductor principiante, para abaratar costos.
"Quien
ha hecho la experiencia de traducir sabe cuán solitaria y obsesiva es esta
actividad -expresa el escritor César Aira-. El que vive sólo de la traducción
se aísla de la gente y termina teniendo la actitud de un orgulloso solitario.
El traductor es, por lo general, una persona inclinada a pensar que la
traducción es una mística y que él es el sacerdote."
Algunos
traducen lo que se les ofrece, desde libros de cocina hasta antologías
poéticas. Otros seleccionan, en la medida de sus posibilidades, aquello por lo
que experimentan algún vivo interés. Muy frecuentemente, se encuentran atrapados
en la prosa o la poesía de un autor que los conmueve y, entonces, se
transforman en sombras que viven una vida gregaria, como parásitos que se
aferran a un animal muy grande. Pero también gozan de ciertos privilegios, como
decía el escritor italiano Antonio Tabucchi, a propósito de su actividad como
traductor del poeta Fernando Pessoa: "El lector ve al escritor de smoking;
el traductor lo ve en pijama".
La
traducción, en la Argentina, es una profesión anónima y mal paga, como lo
expresó meses atrás, en una dolida carta a La Nacion, la escritora y traductora
Alicia Steimberg, Premio Planeta 1992. Traductores ocasionales, full time y
diletantes compiten en el mercado editorial, sin una institución que los ayude.
Ellos mismos dan cuenta de cómo viven y cómo son explotados.
¿Dejarán
de existir cuando los libros puedan ser traducidos mediante una computadora?
Tanto Marcelo Cohen como Elvio Gandolfo, reconocidos profesionales del medio,
coinciden en que es poco probable ese reemplazo. "Lo que pueden hacer las
máquinas puede ser algo muy bueno, aunque nunca exactamente igual a lo que hago
yo", opina Cohen. De la misma manera que existen distintos tipos de
lectores, Cohen cree que siempre van a existir editores que prefieren libros
traducidos por un determinado traductor y no por una máquina.
"Es
decir, mientras las máquinas no sean capaces de pensar no va a aparecer el
fenómeno de la sensibilidad y ya sabemos: sin sensibilidad no hay
emoción", señala socarrón.
"Hasta
que no pueda concebirse una computadora que diga hoy me levanté deprimida,
ninguna máquina va a poder reemplazar al traductor", afirma Gandolfo.
Antonio
Bonanno traduce del inglés y del italiano, es full time y vive de la
profesión desde 1967. Trabaja para las editoriales Atlántida, Losada y Errepar.
"Mi labor -aclara- apunta especialmente a dos géneros: la literatura y los
ensayos. En más de tres décadas traduje tanto que es difícil discernir entre
los mejores autores y textos. Puedo mencionar a Washington Square, de Henry
James; Diario, de Katherine Mansfield; El club de los suicidas, de Robert
Stevenson; Expreso de Medianoche, de B. Hayes; El cambiante mundo del
ejecutivo, de Peter Drucker, como las más destacadas. Numerosas reseñas y
críticas bibliográficas omitieron totalmente su nombre. "Yo creo que, en
la Argentina, al traductor no lo tienen en cuenta porque es algo que viene de
siempre. Es una especie de personaje anónimo, aunque creo que, de alguna
manera, los traductores mismos fomentamos ese comportamiento: perfil bajo, actitud
taciturna."
Indica
que la seriedad es la principal característica que debe tener un buen
traductor, más allá de talento para hacerlo. "Hay que conocer el idioma
extranjero y, ni que hablar, la lengua a la que uno traduce. Pero no basta con
saber un idioma a la perfección, ser un lector consecuente es también vital
para saber interpretar artilugios de la escritura. Cada profesional tiene su
método -explica Bonanno-. Yo prefiero no leer el libro antes y voy traduciendo
a medida que leo. Lo hago para ganar tiempo y, además, para que la historia del
libro me sorprenda." El tiempo de trabajo es relativo, pero la media de un
libro de 250 páginas puede insumir veinte días de trabajo, siete horas diarias,
todos los días, incluidos sábados y domingos. "Esta actividad es ardua:
nunca estás en la piscina descansando, siempre estás remando contra la
corriente", concluye Bonanno.
Susana Mayer es traductora pública, con una inclinación hacia lo literario.
Hace 13 años que ejerce la actividad, traduciendo textos del alemán al
castellano y viceversa, indistintamente. "Claro que siempre es más costoso
traducir a la lengua extranjera, pero no tengo demasiados problemas -destaca-.
Hablo inglés, francés y portugués. Por eso hago todo tipo de traducciones:
desde jurídicas, técnicas, pasando por certificados, novelas, cuentos, hasta
etiquetas de alimentos importados. Obviamente, prefiero aquellas que tengan un
matiz humanístico. Pero no son estas traducciones con las que se puede
vivir." Mayer tradujo a Franz Kafka (Carta a sus padres), Walter Benjamin
(Cuadros de un pensamiento), Stefan Zweig (Biografía de Freud), un libro de
cartas, en alemán (Queridísimo Simenon, Mi querido Fellini), entre otros.
Sensibilidad
y paciencia son, para esta mujer de 34 años, dos atributos que no deben faltar
en un traductor literario; mientras que la precisión es un requisito sine qua
non para un traductor público. Hija de alemanes, Mayer sostiene que trabajar
con ese idioma es un arma de doble filo. "Por un lado hay menos
competencia y, por otro, poca demanda."
En
cuanto a la orfandad de este trabajo en el nivel gremial, opina que "la
profesión está bastardeada por las mismas editoriales que apelan a argumentos
variados y absurdos como la cultura se paga poco, si no mirá lo que ganan los
docentes o la industria editorial en la Argentina anda mal y nosotros vamos a
pérdida. Tampoco falta el hiriente: Tomalo o dejalo".
Marcelo Cohen, en sus 27 años como profesional, tradujo más de setenta
libros. Actualmente coordina para la Editorial Norma la traducción de las obras
completas de Shakespeare, una empresa realizada por diferentes traductores de
América latina y España. "Por este trabajo -hace saber-, la editorial paga
17 dólares la página, una tarifa digna. Pero debe tenerse en cuenta que, por día,
pueden traducirse entre 3 y 5 páginas, no más. No está mal teniendo en cuenta
que la vida de los traductores no es más que un pálido reflejo de las miserias
cotidianas del país. Tengo varias ocupaciones, pero en determinado momento de
mi vida, no sé por qué, decidí que éste era el trabajo que más me convenía para
ganarme la vida." Cohen dice que el emprendimiento de traducir a
Shakespeare fue una iniciativa suya rechazada por varias editoriales, "por
considerarla poco rentable. Para mí no sólo es un desafío importante, sino una
aventura cósmica apasionante".
En
cuanto a la relación con las editoriales, es tajante: "Ningún traductor
debe casarse nunca con una editorial, porque los editores te traicionan y te
dejan en la vía. No por maldad, sino porque son hombres de negocio".
El
traductor, para Cohen, tiene virtudes de distintos órdenes.
"Están
las del talento, relacionadas con el oído, absolutamente esencial. También creo
que hay que tener golpe de vista, muy importante para reordenar las frases, a
veces cortas, medianas u horriblemente extensas, según el escritor. Después
están las virtudes del orden, de la responsabilidad. Uno debe ser humilde y
consultar permanentemente los diccionarios, porque las palabras tienen muchas
acepciones. Además, el traductor debe hacerles caso a todos los sistemas de
alarma interiores: pensar las frases, por lo menos dos veces." El trabajo
del traductor, como se ve, es una lucha, "y si uno vive u obtiene la mayor
parte de sus ingresos de la traducción -manifiesta-, debe saber que no tiene
vacaciones, ni aguinaldo, ni obra social. Y tiene que estar pendiente de su
próximo trabajo: porque diez o quince días sin un libro constituyen un agujero
grande en la entrada mensual".
Que
buena parte de los lectores argentinos ignoren estar leyendo una traducción es
un hecho que a Cohen lo mortifica, "porque el nombre del traductor no
suele figurar en las críticas de los diarios, y muchas veces tampoco aparecen
en los libros. El común de la gente no se lo debe ni preguntar.
"Es
inconcebible que la mayoría de los críticos, que en muchos casos no saben
idiomas, obvien este punto. No conozco ningún crítico, además, que se tome el
trabajo de cotejar la traducción con la versión original, que es lo que debería
hacer si ganara medianamente bien." Alicia Steimberg traduce del inglés
desde hace 30 años. Entre los autores más importantes que trasladó al
castellano figuran Isaac Bashevis Singer, James Hardley Chase, Raymond Chandler
y Robin Cook. La escritora cree que a los traductores se los considera "amateurs
estéticamente sensibles o artesanos talentosos, pero no escritores críticos,
capaces de desarrollar una conciencia lúcida de las condiciones culturales y
sociales de su propio trabajo". Con el fin de comparar, Steimberg sostiene
que "en los Estados Unidos, el nombre del traductor es apenas más chico
que el del autor y se publica, también, en tapa, porque dicha versión es del
traductor. Como si fuera poco -agrega-, en la contratapa aparece un breve
currículum revelando el valor que tiene allí una traducción. En pocos países,
como la Argentina, ocurre esta especie de olvido, de desprecio instalado como
costumbre".
Los
editores tampoco son evadidos por la autora de Amatista.
"Ellos
no tienen en cuenta que, si no es por el traductor, las versiones no existirían.
El disfrute en castellano de una obra literaria lo brinda una buena traducción.
Para mí, lo más importante, incluso más que el dinero por cobrar, es que figure
el responsable del trabajo: es un reconocimiento para el traductor y un acto de
lealtad para con el lector."
En
términos generales y con una dosis de escepticismo, Steimberg opina que
"no sólo no se puede vivir de las traducciones en la Argentina, tampoco se
puede vivir de escribir ni de enseñar. La de traducir es una actividad que una
hace de yapa, sólo por amor al arte; de otra manera, no se explica cómo hay
tantos traductores en el país".
Resultaba
inevitable una evocación de la época de oro de las traducciones, en tiempos de
la Editorial Sur, fundada en 1933, por Victoria Ocampo. "En aquel entonces
-dice-, todos los traductores eran escritores, periodistas, editorialistas o
críticos: Enrique Pezzoni, José Bianco, Jorge Luis Borges, Aurora Bernárdez,
Julio Gómez de la Serna o Francisco Ayala eran identificados con nombre y
apellido en la página impar, debajo del título de la obra y del nombre del
autor.
"Por
entonces -continúa-, era prestigioso ser traductor y hacer conocer al lector
argentino el otro idioma. De algunos de aquellos profesionales se ha dicho que
constituyeron una secreta tradición de traductores argentinos."
Elvio Gandolfo es escritor, narrador, crítico de libros y de cine, y
traductor, desde 1968, del inglés y el francés. Trabajó para la mayoría de las
editoriales: Sudamericana, Emecé, Norma, Colihue y Losada. "Me gusta escribir,
pero vivo de las críticas y de las traducciones -aclara de entrada-. En esta
tarea no existe la exclusividad, hay que rebuscárselas permanentemente, por eso
a veces logro subsistir trabajando sólo para editoriales españolas o
chilenas."
Gandolfo
transita ambas veredas: la de crítico y la de traductor.
"Cuando
hago una crítica y la traducción vale la pena, menciono al traductor. En
Estados Unidos se lo nombra porque allá no es habitual una traducción; es una
cultura que se autoabastece. Lo destacan porque se trata de una rareza; allí no
existe la curiosidad ni les interesa saber cómo escriben otros autores, más
allá de García Márquez. Por esto el traductor es respetado y se lo trata como
al oro", explica.
El
escritor cuestiona la actitud de las editoriales.
"Nos
faltan el respeto pagando una miseria. Además se cobra sobre la base de una
sola edición; ni soñar si la obra es un éxito y se imprimen varias ediciones.
Una vez -mastica bronca- tuve una ingrata experiencia con una editorial que le
vendió a otra española mi traducción del libro Las cosas que llevaban los
hombres que lucharon, de Tim O'Brien. No sólo ni me avisaron de la venta, sino
que la editorial española usó mi traducción y no cobré un peso." Para
redondear, Gandolfo afirma que los traductores argentinos no están organizados,
"por lo tanto, no tenemos derecho al pataleo. Somos muy carneros, no nos
vamos a arriesgar a tener un problema con las editoriales que son completamente
rosqueras (sic), que se apoyan mutuamente. Si sos un tipo cuestionador del
sistema, te cierran las puertas. Y como hay traductores a granel, siempre
existirá mano de obra desocupada que hará el trabajo sin chistar y por menos
plata".
Texto: Javier Firpo
Dibujos: Martín Kovensky
--------------------------------------------------------------------------------------------
Penurias económicas
ü El tema de la retribución es una constante en cada uno de los
entrevistados. "Por el libro de 224 páginas Agua pesada, de Martin Amis,
me pagaron 1500 pesos, o sea 6,70 pesos por página. Y eso que yo cuento con un
plus especial -explica Alicia Steimberg, que traduce cuatro páginas por hora-.
Las editoriales argentinas tienen una tarifa fija, así se trate de un best
seller. En cambio, en los Estados Unidos, los traductores reciben un porcentaje
por los derechos de venta."
ü Elvio Gandolfo es más drástico. "Preferí abandonar mi trabajo en
dos editoriales porque me pagaban 10 pesos las mil palabras, cuando el pago,
malo, pero institucionalizado, es de 20 pesos.
"Una
persona que sólo vive de la traducción termina haciendo su trabajo mal porque
no puede, por una cuestión de tiempo, investigar a fondo. Traducir y nada más
equivale a permanecer encadenado a la computadora. Yo viví durante cuatro años
de la traducción y me hastió. Fue en la época de la plata dulce, cuando con dos
libros traducidos podías pasar las vacaciones en Los Angeles o Nueva
York."
ü Cierta vez, antes de ponerse a traducir un libro, la políglota Susana
Mayer sacó el cálculo de que iba a cobrar 4 pesos la hora. "Planteé la
situación en la editorial y me contestaron, con total liviandad, que todos
pagan lo mismo y que si estaba descontenta había cientos de traductores
esperando por un trabajo."
ü Marcelo Cohen trabaja siete horas diarias y en términos monetarios
esto significa unos 60 pesos por día. "Ojo que no siempre se puede
traducir la misma cantidad de páginas. A veces te dedicás sólo a corregir, o
tenés que ir al médico o hacer un trámite, y ese día no te lo paga nadie. Aquí
las editoriales no sólo liquidan poco, además te bicicletean."
ü Antonio Bonanno declara: "Esta es una labor de perfil bajo y
escasa remuneración. Creo que son pocos los jóvenes de hoy a los que se les
cruza por la cabeza la posibilidad de estudiar traductorado. Mi media de mil
palabras por hora (tres carillas tamaño carta) las facturo 15 pesos. Claro que
en este segmento no está contemplada la revisión, corrección y relectura del
trabajo. Pero la paga es muy relativa: algunos abonan la línea, otros el
espacio y otros la página. Cuando era más joven discutía, protestaba; ahora,
por salud, desistí de hacerlo. No es infrecuente que cobres algunos trabajos
hasta cinco o seis meses después de entregado el material".
[Fuente: www.lanacion.com.ar]
Sem comentários:
Enviar um comentário