terça-feira, 13 de maio de 2025

La ultraderecha europea y el pasado sin sosiego

En Alemania, bajo el disfraz del rechazo a otras minorías, sigue latente el odio antisemita de algunos grupos

Entrada al campo de exterminio en Auschwitz

Escrito por Sergio Ramírez

“Desde el fondo del abismo de la historia alemana y bajo el peso de millones de muertos, hice lo que los seres humanos hacen cuando las palabras fallan”, escribió Willy Brandt para explicar su gesto de arrodillarse frente al monumento a las víctimas del nazismo en el gueto judío de Varsovia en 1970, siendo entonces canciller federal.

Lo que había hecho Brandt era descubrir un sentimiento de culpa soterrado que agobiaba no sólo a la nación alemana, sino también a aquellos países de Europa donde la represión antisemita había encontrado cómplices y colaboradores para que millones de seres humanos fueran a dar a los campos de concentración, y muchos se cubrían aún con el velo de “yo no sabía lo que estaba pasando”.

En Berlín yo era asiduo del cine Arsenal, adonde iba religiosamente cada noche, aun bajo la lluvia helada y las tormentas de nieve, a ver las películas clásicas que presentaban por ciclos, del cine expresionista alemán de entreguerras al neorrealismo italiano, al cine francés de posguerra, al cine japonés. En una de esas sesiones, en 1974, pasaron Noche y niebla de Alain Resnais, un documental de 1956 armado en base a diversos archivos que muestra el horror del genocidio en los campos de concentración, titulado así en alusión a un decreto nazi de 1941 que ordenaba el exterminio.

En la oscuridad de la sala, a medida que la proyección avanzaba, veía siluetas de espectadores que se levantaban y buscaban silenciosamente la salida, y cuando las escenas mostraron a aquellos prisioneros de cabezas rapadas y uniformes a rayas hacinados en los camastros, como espectros, las vistas de las cámaras de gas disfrazadas como baños, y las excavadoras empujando con sus palas frontales los haces de cadáveres hacia las fosas comunes, estallaron aquí y allá en la sala los sollozos.

El sentimiento de culpa salta en las páginas de la novela de Günter Grass El tambor de hojalata, aparecida en 1959. Oskar, el niño capaz de verlo saberlo todo, y que voluntariamente deja de crecer a los tres años, y va y viene por todas partes tocando el tambor regalo de su madre, irrumpe en las reuniones del partido haciendo repicar los palillos sobre el parche metálico, un redoble capaz de romper los cristales, como en La noche de los cristales rotos, un toque incesante que no deja dormir a la historia y atraviesa los años perturbando las conciencias dormidas que no quieren saber y los oídos que no quieren oír.

Memoria contra olvido. En Berlín viví con mi familia en Wilmersdorf, uno de los antiguos barrios judíos, y mi calle, la Helmstedterstrasse, era una de esas calles tranquilas con tilos sembrados en las veredas, que en verano reverdecían relucientes de sol; un modesto desfiladero de edificios grises, bloques de cemento adornados por alguno que otro cantero de flores en los balcones. En el umbral del número 27, el correspondiente a mi edificio, había grabada en el cemento una estrella de David.

En uno de sus costados podía verse todavía un viejo anuncio comercial de antes de la guerra, de colores ya indefinibles, quizás un anuncio de polvos dentífricos, o de crema para la piel donde figuraba una muchacha rubia; sólo recuerdo aquel rostro de muchacha ya apagándose para siempre, como un fantasma del pasado que se oculta en sí mismo, se borra y se esfuma en la nada.

En 2012, cuando yo hacía tiempo me había ido de allí, y tantas cosas habían pasado en mi vida, fueron colocadas en la vereda delante de la puerta, como se estaba haciendo en todo Alemania y en otros países de Europa, unos adoquines conmemorativos, Stolpersteine, con los nombres y los datos de los habitantes del edificio que habían sido sacados de sus viviendas para ser llevados al campo de concentración de Auschwitz, en 1942 y 1943. Son diez los adoquines. Lotte Hofmann, por ejemplo, tenía 16 años; Hermann Isler, 71 años.

Ese sentimiento de culpa ante la aniquilación ha venido siendo arrastrado a través de las décadas hasta traspasar el siglo XXI y marcar a la Europa moderna, al grado de que para Alemania y tantos otros países se vuelva un tabú condenar al régimen de Netanyahu por las repetidas masacres, también de aniquilación, contra el pueblo palestino en Gaza, como repuesta a las operaciones terroristas perpetradas por Hamás en octubre de 2023.

Cuando Brandt se arrodilla frente al monumento a las víctimas del nazismo en 1970, la Europa entonces en construcción quiere partir de sólidos supuestos democráticos, que sustentados en instituciones duraderas eviten en el futuro cualquier regreso a formas autoritarias, o totalitarias de gobierno. El espejo del pasado es el nazismo. El del presente, al otro lado del muro de Berlín, el mundo soviético que empieza en la República Democrática Alemana, dominado aún por el férreo estalinismo, como lo demostró la represión brutal de los tanques rusos para acabar con la Primavera de Praga en 1968.

Por eso es una anomalía la aparición en aquel mismo año de 1970 en Alemania de la organización terrorista de extrema izquierda Fracción del Ejército Rojo, conocida como banda Baader-Meinhof, y cuyas acciones, asesinatos, asaltos bancarios, secuestros, habrían de prolongarse, aunque de manera muy debilitada, hasta 1998; tal como es una anomalía hoy, 80 años después del fin del nazismo, la manera en que prosperan no sólo en Alemania, sino en otros países de la Unión Europea, partidos de extrema derecha que levantan banderas parecidas a las del fascismo: proclamas de superioridad racial, intolerancia frente a los emigrantes, nacionalismos exacerbados.

La banda Baader-Meinhof era un grupo clandestino que no apelaba a los votantes, sino al terror. Hoy, el partido Alternativa por Alemania (AfD), ha quedado en segundo lugar en las recién pasadas elecciones parlamentarias, con el 21% de los votos, no obstante que la Oficina Federal para la Protección de la Constitución, el servicio de inteligencia del Estado, lo califica como una organización extremista, contraria al Estado de derecho, porque “su concepción étnico-racial del pueblo no es compatible con el orden fundamental democrático y liberal”, y porque “devalúa grupos de población enteros en Alemania y viola su dignidad humana”, excluyéndolos de su participación en la sociedad. “Esta idea del pueblo se concreta en una actitud del partido contraria a los migrantes y a los musulmanes”.

Las organizaciones ultras de derecha obtuvieron en las elecciones para el Parlamento Europeo del año pasado un 27% de los escaños, un porcentaje que hace 40 años no alcanzaba el 4%. Y en esas elecciones han sido la primera fuerza en Francia, Italia, Hungría, Austria, Bélgica y Eslovenia, y la segunda en otros seis países, según un análisis de Stefen Forti en la revista Nueva Sociedad.

El desprecio racial antisemita queda soterrado en su discurso oficial ante el odio discriminatorio contra los musulmanes y demás inmigrantes de diferente color de piel, religión y cultura. Pero no se trata sino de un disfraz. En el fondo, sigue viva la concepción que llevó a millones a terminar en los hornos crematorios, como los habitantes del edificio donde llegué a vivir en Berlín. El horror que hizo a Willy Brandt caer de rodillas para pedir perdón en el gueto de Varsovia.

 

[Foto: Markus Schreiber (AP) - fuente: www.elpais.com]

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