Si los directores quieren defender posiciones ideológicas, en su derecho están. Pero que no lo hagan a costa de los clásicos ni en su nombre. ¡Que escriban sus propias obras!
Escrito por Andrés de Francisco y Francisco Herreros
De un tiempo a esta parte se ha puesto de moda, lamentablemente, representar a los clásicos de forma "creativa".
Con este eufemismo queremos decir que muchos directores no se cortan a la hora de manipular los libretos, cambiar los argumentos, introducir texto de su cosecha, alterar desenlaces o cambiar el sexo o la raza de los personajes.
Todo ello en nombre de Sófocles, Eurípides, Shakespeare, Molière, Zorrilla o de quien se ponga a tiro.
Sin rubor alguno, se usa el nombre consagrado de un autor clásico para hacer reivindicaciones ideológicas y librar batallas culturales aun al precio de tergiversar el mensaje y el sentido originales de las obras. Y a menudo, de forma grosera.
Veamos algunos casos particularmente sangrantes, antes de sacar todas las consecuencias.
1. Otelo. Royal Shakespeare Company, julio de 2015, Stratford-upon-Avon. Director: Iqbal Khan. Hugh Quatshie como Otelo. Lucian Msamati como Yago.
En esta adaptación del Otelo se inventan a un Yago negro, cuando en el original el perverso conspirador es blanco. "¡Gran reivindicación antirracista!", pensará el creativo director.
Ocurre, sin embargo, que en la obra de Shakespeare, Otelo es ya de piel oscura. Y ese detalle es fundamental.
Yago, que es un malvado, quiere destruir a su jefe, entre otras razones, por un racismo que expresa muchas veces en la obra, ya desde la escena primera del acto primero: "Encarnizaos con el moro, envenenad su dicha".
Pero si Yago es negro, no tiene sentido su desprecio racista al negro Otelo. No se entendería que, en la misma escena, le dijera a Brabancio, padre de Desdémona: "¡Voto a Dios, señor! ¡Os han robado! Incluso ahora, ahora, muy ahora, un viejo carnero negro (old black ram) está montando (tupping) a vuestra blanca cordera".
La pulsión del odio racista ya está en el original de Shakespeare. El sagaz director cree que al convertir a Yago en negro hace una valiente contribución a la lucha por la igualdad racial. Lo que en realidad consigue es ocultar el mensaje antirracista, ya brillantemente expuesto y subrayado en el texto original.
Estropea la obra, arrebatándole un componente esencial.
2. Julio César. Bridge Theater (Londres), febrero 2018. Michelle Fairley como Casio.
En esta versión del Julio César de Shakespeare se convierte a Casio, personaje clave de la obra, en mujer. Gran reivindicación feminista que, lamentablemente, altera completamente el sentido de muchas escenas y de la obra en su conjunto.
En la escena II del acto primero, Casio intenta persuadir a Bruto para unirse a la conspiración contra César. Durante su conversación, Casio apela a su amistad y confianza mutua, destacando su historia compartida y su preocupación por el bienestar de Roma.
Esta interacción refleja una relación de igualdad y respeto entre ambos que no podría tenerse si Casio fuera una mujer.
Esta misma amistad esencialmente masculina es crucial en el acto IV, escena III, que transcurre en el campamento militar tras el asesinato de César. Allí, Bruto y Casio tienen desacuerdos y discuten acaloradamente sobre cuestiones financieras, pero finalmente se reconcilian, demostrando la profundidad de su vínculo y camaradería masculinas, de soldados.
Esta, como otras escenas, no se habrían entendido entre un Bruto y una Casia.
Haciendo de Casio una mujer no se gana nada, resulta absurdo y se desvirtúa un original que, lejos de alterar, habría que reverenciar en su pureza textual, porque es una joya de principio a fin, cuyo dilema político (república versus monarquía) nada tiene que ver con cuestiones de género.
3. Antígona. Teatro Español (Madrid). Dirección de David Gaitán, abril 2021.
Aquí se hace de Antígona una feminista avant la lettre.
Para ello, se altera completamente el texto de Sófocles y se cambia el desenlace. Antígona no muere, sino que es salvada. No se sabe por qué, pero desde luego con ello se pierde completamente el carácter trágico de la obra griega original.
En cualquier caso, forzando la máquina y alterando la obra, se extrae del clásico un argumento feminista que no solo no está en el original, sino que oculta el mensaje verdadero.
El dilema fundamental de Antígona, como ha mostrado Martha Nussbaum, es el de la ley de la familia frente a la ley del Estado, y Sófocles defiende la idea de que hay vínculos sagrados y deberes para con los dioses que son más universales que cualquier deber cívico que pueda establecer el Estado mediante sus leyes.
Como enterrar al hermano, aunque haya traicionado a la ciudad.
Tampoco es Antígona un canto antitiránico. El mismo esencial dilema podría haberse dado si Creonte no fuera un déspota, sino el presidente de una república que estableciera la libertad por las leyes mediante consenso democrático.
Si algo es Antígona es una precursora de la idea del derecho natural. Somos hombres (y hermanos) antes que ciudadanos.
Y si Antígona es mujer, es porque Sófocles ha querido subrayar el rol tradicional de la mujer en la administración de esos vínculos familiares últimos y sagrados.
4. Don Juan Tenorio. Compañía Nacional de Teatro Clásico (Madrid). Enero de 2015. Dirección: Blanca Portillo.
En esta puesta en escena de Blanca Portillo aparece Don Juan como puro depredador, como villano, como exponente del actual arquetipo de hombre tóxico, y doña Inés como víctima pasiva de su maldad.
Don Juan no merece perdón ni ella habría de brindárselo.
Si lo hace es a regañadientes y (nueva licencia "creativa" de la directora) escupiéndole en la escena final. Tenemos así una versión del Tenorio que lo convierte en arma de la lucha feminista contra el patriarcado. Estupendo. Bien por Blanca Portillo.
El problema es que el Don Juan de Zorrilla es un drama romántico. Y aquí la redención por el amor es esencial. Y para ello, el rol de doña Inés ha de ser activo, el de una heroína que arriesga su propia alma con tal de salvar la de don Juan.
Ambos son temerarios. Don Juan desafía a Dios por soberbia. Doña Inés lo desafía por amor.
En la versión reduccionista de Blanca Portillo se pierde completamente esta dimensión trágico-romántica de la obra de Zorrilla.
Pero esto, con ser grave, no es lo más grave. Lo más grave es que esa versión puramente condenatoria está ya en la versión original del mito de Don Juan. Esto es, en El Burlador de Sevilla, de Tirso de Molina, que es una versión meramente punitiva y moralizante del personaje en la que don Juan solo admite condena eterna, condena de la que ("¡cuán largo me lo fiáis!") se ríe en actitud desafiante.
Volver a un Don Juan irredento y sin matices no es una modernización, como cree Blanca Portillo. Es un retroceso a una lectura moralista más propia del Siglo de Oro que del siglo XXI.
Estos son solo unos pocos ejemplos. Habría otros muchos, porque lo raro hoy en día, de hecho, es asistir a una representación fiel al clásico de turno.
Pero esos pocos ejemplos sirven para sacar conclusiones.
Las adaptaciones contemporáneas de los clásicos que buscan moralizarlos con criterios actuales no son reinterpretaciones legítimas, sino manipulaciones ideológicas que despojan a las obras de su complejidad para convertirlas en puras herramientas de propaganda. No se trata de actualizar su mensaje, sino de forzar su significado para encajarlo en discursos de moda, eliminando o tergiversando lo que no se ajusta a determinada sensibilidad contemporánea.
Los clásicos sobreviven porque exploran las contradicciones del alma humana y plantean dilemas universales, no porque sirvan para validar agendas ideológicas efímeras.
Usarlos (manipulándolos) como armas en batallas culturales es vaciar su riqueza y convertirlos en caricaturas, amputando su compleja profundidad y su capacidad de interpelar más allá del momento presente.
Es como amordazarlos. Como tenerlos secuestrados.
En lugar de desvirtuarlos, deberían recibir el respeto que se merecen. Lejos de poner en su boca frases e ideas ajenas, debería cedérseles toda la palabra y dejarles hablar sin interferencias para que puedan seguir dando su propio mensaje. No necesitan actualizaciones porque no pasan de moda: por eso son clásicos.
Y los espectadores, además, tenemos el derecho de verlos representados con fidelidad.
Si los directores quieren defender posiciones ideológicas, en su derecho están. Pero que no lo hagan a costa de los clásicos ni en su nombre. ¡Escriban sus propias obras!
Instituciones culturales tan importantes como la Royal Shakespeare Company o la Compañía Nacional de Teatro Clásico deberían esforzarse por proteger a los clásicos representados bajo sus auspicios y defenderlos de las abusivas manipulaciones que vienen sufriendo de un tiempo a esta parte.
Andrés de Francisco es profesor de Ciencia Política y Sociología en la Universidad Complutense de Madrid, y coautor del libro 'Podemos, izquierda y nueva política'. Francisco Herreros es científico titular del CSIC.
[Fuente: www.elespanol.com]
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